Charlotte Mew, la escritora de lo imposible
Virginia Woolf la definió como la mejor poeta viva e influenció a autores como T. S. Elliot. y, sin embargo, el nombre de Charlotte Mew resulta desconocido.
“Muchos estarán en el montón de la basura cuando la estrella de Charlotte esté en el zénit, donde perdurará”, diría el poeta inglés Siegfried Sassoon tiempo después de que Charlotte Mew, a quien Virginia Woolf había definido como la “más grande entre los poetas vivos”, hubiera decidido quitarse la vida ingiriendo media botella de desinfectante Lysol. Sin embargo, las predicciones de Sassoon no fueron del todo acertadas y el nombre de Charlotte Mew se fue borrando con rapidez de la historia de la literatura inglesa contemporánea, cuyos muros no llegó a traspasar. Su nombre estuvo hasta ahora ausente en las secciones de literatura inglesa de nuestras librerías, donde era imposible encontrar -y sigue siéndolo- una traducción de sus poemas.
Rastreando por internet, el lector más curioso podrá encontrar que, en el mes de junio de este mismo año, la revista Letras libres publicaba dos de sus poemas más conocidos, Junio, 1915 y Tiraron los árboles, traducidos al castellano por Hernán Bravo Varela, que, a modo de introducción, subraya lo incomprensible que resulta que una poeta como Mew esté ausente del campo literario hispanohablante. “Su poesía es un ofensivo pendiente para los traductores y editores iberoamericanos”, escribe Bravo Varela, recordando que el crítico John Newton sostenía “que diversos momentos de La tierra baldía (1922), de T. S. Eliot, provienen ni más ni menos que de Mew”. Ni Newton, ni Woolf ni Sassoon, fueron los únicos en valorar la breve trayectoria poética de Mew; Bravo Varela recuerda, en efecto, que el poeta Humbert Wolfe, en un artículo para The Observer en ocasión de la publicación de los poemas de Mew, escribió: “No tiene trucos ni adornos. Es enteramente dueña de su instrumento, pero no lo usa sino con el más austero de los propósitos… Todo lo que escribió posee las cualidades de la profundidad y la quietud. Ningún poeta inglés ha tenido tan pocas pretensiones, y pocos podrían asegurar, de forma tan auténtica como ella, que están en contacto con la fuente de la poesía”.
Charlotte Mew, una vida llena de obstáculos
Tenía cerca de 20 años cuando Charlotte Mew comenzó a escribir. Su primer relato, Passed, lo publicó en 1894 en la revista Yellow Book, pero fue tras la muerte de su padre, en 1898, que la joven de pelo extremadamente corto y ropaje masculino comenzó a escribir con asiduidad, convirtiendo la escritura en el único medio de vida a disposición. Charlotte era la mayor de siete hermanos, cuya vida había sido truncada demasiado pronto. Tres habían muerto siendo niños y a otros dos, a Henry y a Freda, les había sido diagnosticado dementia praecox, esquizofrenia. Siendo todavía muy jóvenes, ambos fueron internados en una institución psiquiátrica, de la cual nunca volverían a salir. Tras la muerte de su padre, Charlotte se encontraba sola a cargo de su madre y de su hermana Anne, la única superviviente junto a la poeta.
Charlotte estaba sola en un mundo en el que no parecía encajar y, como revelarán muchos de sus relatos y de sus poesías, sola en una sociedad en la que todo amor era siempre un amor imposible. Su biografía oficial cuenta que, tras ver como sus hermanos eran encerrados en un hospital psiquiátrico, Anne y Charlotte se prometieron la una a la otra que nunca se casarían y, sobre todo, que nunca tendrían hijos a los que poder “transmitir el gen de la locura”. En su poema The Quiet House, la poeta refleja el miedo a caer en la enajenación mental de sus hermanos, el miedo a que su cabeza creara realidades que no existían: “Tonight I heard a bell again/ Outside it was the same mist of fine rain/ The lamps just lighted down the long, dim street, No one for me/ I think it is myself I go to meet”, escribe en su poema: «llaman a la puerta, no hay nadie», y el yo poético solo puede pensar que es ella misma la que se llama, que el timbre solo suena para ella, en su cabeza.
Sin embargo, el miedo “a la locura” no es lo único que explica la promesa que se habían las dos hermanas; en el caso de Charlotte, algo más se escondía tras esa decisión de permanecer soltera. Se escondía un secreto que nunca revelará a través de sus escritos, pero que, en cierta manera, dejaba entrever con su aspecto, algo andrógino, con su levita negra, su lazo entrelazado en el almidonado cuello blanco de su camisa y el bastón, con el que casi siempre salía a la calle.
Como los protagonistas de los relatos La esposa de Mark Stafford, El amigo del novio o Algunas formas de amor, relato este último que da título al volumen publicado ahora por Periférica, Charlotte vivió en primera persona la condena de los amores imposibles, de amar sin ser amada y de amar en una forma socialmente no aceptada. “Las almas son casi impenetrables entre sí, y esto te muestra el vacío cruel del amor”, escribe Anatole France en El figón de la reina Patoja y sus palabras son recuperadas por Charlotte como epígrafe a Algunas formas de amor, sin embargo, bien pueden aplicarse a la mayoría de sus relatos y también a algunos de sus poemas, como es el caso de The Farmer’s Bride, que fue publicado en 1912 en la revista Nation y que terminará por dar título a su primer libro de poemas.
The Farmer’s Bride poetiza los constantes intentos de un granjero por conseguir el amor de su joven mujer, que se aleja cada vez más de un marido al que nunca conseguirá amar. La historia de este poema no está muy lejos de la que se cuenta en “La esposa de Mark Stafford”, donde la joven y, aparentemente, mimada protagonista decide abandonar a su esposo, al que no ama, para irse junto a su verdadero amor. Sin embargo, los finales felices son ajenos a Mew: el amor es siempre irrealizable y buscarlo, en un gesto heroico como el de su protagonista, siempre lleva a un trágico final. “¿No tenía arreglo, era imposible?”, pregunta Charles, el amante de la joven, al narrador, que no duda en contestar: “Ningún arreglo, del todo imposible. Este “todo imposible” resume, en gran medida, la poética de Mew y, en parte, también su propia vida: si bien poco son los datos que se tienen, se sabe que Charlotte se enamoró de las escritoras May Sinclair, que nunca la correspondió, y Ella D’Arcy, que fue su gran amor y cuya figura se esconde tras algunos de los personajes de Mew.
De la misma manera que, en el postfacio a Algunas formas de amor, Liborio Barrera observa que tras el personaje de Elle Hopenede puede haber un guiño a Ella D’Arcy es posible leer entre los versos de su poema Room la experiencia del abandono que Mew vivió cuando, en París, en un hotel de Rue Chateaubriand, fue rechazada por Ella: “I remember rooms that have had their part/ In the steady slowing down of the heart./ The room in Paris, the room in Geneva,/ The little damp room with the seaweed smell/ And that ceaseless maddening sound of the tide…”.
Sin embargo, más allá de los apuntes autobiográficos, lo interesante de la obra, tanto poética como narrativamente, es la experiencia de la soledad, del abandono, del amor no correspondido y, más en general, de la experiencia de la imposibilidad de la relación con el otro. No solo la enfermedad o la muerte truncan las relaciones, sino también y sobre todo el contexto, donde todo está codificado, porque nada tiene arreglo, si es imposible. ¿De qué vale, entonces, ser héroes? “Creo que la vida es muy larga. Si fuese más corta el heroísmo sería posible, pero es larga; sólo podemos ser mártires, y el peor martirio no es el sufrimiento, sino la aniquilación; y la muerte más profunda no es morir, sino sobrevivir a la vida”, afirma el narrador de “El amigo del novio”.
En su narrativa y en su poesía, la muerte, lejos de ser una condena, se convierte en un refugio, en una forma de huida. Tras la muerte de su hermana Anne y en una situación económica terriblemente precaria -la casa familiar le había sido embargada y gracias al círculo literario-intelectual en el que se movía, Charlotte había conseguido tener una misérrima pensión estatal-, Charlotte también prefirió huir. Como apunta Liborio Barrera, en los personajes de Mew y, quizás, también en ella hay un abocamiento a la extinción, que se traduce en suicido, en crimen, pero también en locura, otra forma más de huida de la realidad: “El sueño había terminado, me levanté para vivir y la vida me miró, y yo la vi, a pesar de los atardeceres, las sonatas y las emociones; era una mirada severa, no podía apartar la vista de ella”, así reflexiona el narrador de El amigo del novio. Despertar del sueño es reencontrarse con esa vida severa, con esa vida a la que es mejor no sobrevivir. El sueño como la locura es un espacio para el consuelo, pero el consuelo es siempre ingenuo, pues como nos recuerda Mew en su poema Junto al lecho, el sueño es “una piadosa ficción”.
Y lo que busca Mew a través de sus narraciones es, precisamente, indagar en las ficciones compensatorias para descubrirlas, para revelar su carácter piadoso, ingenuo, falso. Sus relatos, comenta Liberto Barrera, “muestran el mundo de la clase acomodada inglesa, sus desplazamientos físicos (…) y sus ritos sociales de reproducción de un estado en apariencia estático a caballo entre el ocio y el deber”. Mew enmarca sus historias de desamor y desconsuelo en una sociedad inglesa que observa desde una extraña próxima lejanía, con una mirada crítica, pero indulgente, como si supiera, una vez más, que no hay arreglo, que todo es imposible. En sus relatos, nos describe cómo “los hombres sostienen la economía del país con su economía en el ejército, los negocios, las obras públicas o la literatura; las mujeres circulan por ‘su’ carril social, firmemente sujetas a esa ‘existencia irresponsable’ que añora Lawrence Armitage en Una puerta abierta”.
En Charlotte Mew, sin embargo, esa “existencia irresponsable” se convierte en un peso, en un modo de vida impuesto y teñido de amargura. La ligereza de la irresponsabilidad se tiñe de negro cuando se convierte en la imposibilidad de elección, empezando por la elección del propio ser amado. Recuperar los relatos de Mew es un primer paso para redescubrir a una poeta que, en los últimos años de su vida, tuvo el reconocimiento del mundo literario inglés, un mundo que, sin embargo, muy pronto la olvidó. Ella nunca se creyó una gran poeta, vivió sin quejarse a la sombra de los grandes nombres tanto de la era victoriana como de las dos primeras décadas del siglo XX. Sin embargo, ahí está su poesía, que habla por sí sola y cuya traducción es, ahora más que nunca, una tarea pendiente.