Luisgé Martín: “Me gusta la gente que rompe discursos”
“La vida es, en su esencia, un sumidero de mierda o un acto ridículo”. De esta manera tan contundente comienza ‘El mundo feliz’ el ensayo que el escritor Luisgé Martín acaba de publicar con Anagrama.
“La vida es, en su esencia, un sumidero de mierda o un acto ridículo”. De esta manera tan contundente comienza El mundo feliz, el ensayo que el escritor Luisgé Martín acaba de publicar en Anagrama. Como indica el propio subtítulo del libro, El mundo feliz es una apología de la vida falsa, un escrito defensa y, sobre todo, de alabanza de la mentira, del autoengaño, como única forma se sobrellevar una vida, envuelta en mitos. En efecto, El mundo feliz es también una crítica a lo que Luisgé Martín llama “alma laica”, ese relato a partir del cual construimos mitos -el de la bondad del hombre, el de la libertad, el de la fraternidad- que nada tienen que ver con la verdadera naturaleza del hombre, una naturaleza que, muchas veces, poco o nada tiene de ética o de ejemplar.
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Tu libro es una apología de la vida falsa, pero, al mismo tiempo, un análisis crítico de esa vida falsa que ya vivimos en nombre de lo que tú denominas una “ética laica” basada en los principios de la libertad, la igualdad, dignidad, fraternidad. En este sentido, ¿es necesario crear nuevas ficciones que permitan ese mundo feliz de Huxley?
Claro, la tesis del libro es que hay dos tipos de falsedades: una, en la que vivimos, que mitifica la condición humana, la engrandece, la dota de justificaciones ridículas, pero no consigue acabar con el sufrimiento; o, dicho en positivo, no consigue crear sociedades felices. La otra, que es una falsedad artificial, deliberada, consciente, casi científica, tiene efectos radicalmente diferentes. Las drogas son el ejemplo histórico más evidente. La propuesta es: construyamos una sociedad en la que vivamos en estado lisérgico. No mediante el consumo de sustancias —o no sólo—, sino mediante el empleo de las herramientas que la biotecnología, la genética y la realidad virtual nos van a ofrecer.
En este sentido, ¿el mundo de Matrix, representado por el engaño, no es acaso tan falso como nuestro mundo construido a pase de creencias compensatorias?
Sin duda. Es más deliberadamente falso. Y por eso se puede programar mejor y se pueden obtener de él efectos mucho más provechosos para la felicidad humana que de la literatura. El mundo de Matrix, en su definición más sencilla, es una novela perfectamente hecha; una novela en la que podemos vivir. Y hecha a la carta, además.
¿El crear mitos acerca de la grandeza del ser humano, en nuestra sociedad liviana e insustancial, es aquello que nos tiene atrapados en la certeza de que el sufrimiento forma parte de la vida y de la esencia humana?
Yo creo que en eso ha habido muy poca evolución desde que tenemos conocimiento de la historia. Siempre hemos creado mitos y actitudes míticas. Nuestra sociedad, que es, en efecto, liviana e insustancial desde hace décadas, hemos creado los nuestros y hemos adaptado los antiguos. Pero hay algo de positivo en la insustancialidad: comienzas a tomarte menos en serio, te parece todo banal —divertido a menudo, pero banal—, y ese es el principio del cambio que necesitamos. Mientras sigamos convencidos de que el hombre es un dios mortal, no hay remedio.
“Hasta que no se despoje al ser humano de su mística espiritual, de su atributos divinos, no habrá posibilidad de transformar las estructuras sociales y de admitir algunas intervenciones que no contrarían la ética milenaria”. ¿La cuestión está en la mística espiritual que envuelve el ser humano o en la esencia/naturaleza del ser humano?
Es que son las dos caras de la misma moneda. La mística espiritual ha surgido no porque a algún artista prodigioso del siglo V o XVII se le ocurriera, del mismo modo que Dios no nació porque se apareciera en la tierra. Son construcciones culturales que van pegadas a la naturaleza humana. Los seres humanos necesitamos eso para vivir y lo hemos inventado. Y lo hemos inventado, por cierto, con alguna brillantez, todo hay que decirlo.
Escribió Anna Frank: “hasta que toda la humanidad no haya sufrido una metamorfosis, la guerra seguirá haciendo estragos, y todo lo que se ha construido, cultivado y desarrollado hasta ahora quedará truncado o destruido”. Tú suscribes dichas palabras como lúcida constatación de la imposibilidad de un encuentro fraterno, pero, yendo más allá, ¿no es demasiado ilusorio pensar en una metamorfosis de este tipo?
Es una frase que me encanta. Justo antes Anna Frank —una niña de 14 años— dice que basta ya de echarle la culpa a los dirigentes y a los políticos, que si eso que llamamos “pueblo” o “gente” no quisiera guerras, no habría guerras. De un plumazo se carga toda la retórica de los malos gobernantes. ¿De dónde vienen los malos gobernantes? ¿De Plutón? ¿De la Estrella de la Muerte comandada por Darth Vader? Vienen de los mismos lugares que nosotros y son una fotografía de nosotros. En el debate político siempre se cuida mucho de mimar a los votantes, de respetar sus opciones, de justificar sus decisiones. Como si los votantes fuéramos siempre listos. No lo somos. Ahora, en Andalucía, se dice que el problema es Vox, no sus votantes, que han manifestado su justa rabia. Pues mire, no: si usted tiene rabia tiene muchas formas de manifestarla, y si lo hace suscribiendo un discurso lleno de mentiras y de odio, su rabia ya no es justa ni es usted un ciudadano decente. Durante varios siglos hemos creído que la educación, la información y el conocimiento iban a convertirnos en sociedades más justas. Creímos, por ejemplo, que los totalitarismos no podrían volver. Y ahí están asomando la patita. ¿Cuál es la conclusión? El ser humano no tiene enmienda posible. ¿Cuál es la esperanza? Que modificando a ese ser humano mediante procesos científicos resulte más amable. Yo confío en que dentro de algunas décadas se haya inventado una pastilla que cure la imbecilidad. La imbecilidad severa, al menos. Y antes de que se me acuse de soberbia, aviso de que yo la tendría que tomar en dosis importantes.
Te lo pregunto en relación a la parte final del libro y a la confianza en que la técnica, la ciencia y la biología transformarán por completo nuestra concepción de la persona y de las relaciones. ¿Hasta qué punto la confianza en el futuro no forma parte también de esa mística espiritual que nos envuelve?
Pues podría ser, y sería terrible. Yo creo, no obstante, que hay una diferencia: es el reconocimiento de una necesidad, de ayuda desde fuera. Un alcohólico o un adicto comienza a tener arreglo cuando aceptamos que lo somos y buscamos una medicación o un terapeuta que nos ayuden a curarnos. Hasta ahora sólo hemos querido recurrir a nuestras propias armas, a la razón. Cuando uno acepta que la razón no basta (entre otras cosas porque a menudo gana la sinrazón) y pide que le pongan un implante en el cerebro, hay ya un cambio. La máquina sólo puede mejorarnos. Lo viejo no ha funcionado. Probemos lo nuevo.
Podríamos decir que con El mundo feliz, desmientes una idea que ha recorrido la historia de la filosofía, desde Platón a nuestros días: la necesidad de ir más allá de las apariencias, de descubrir la verdad. ¿El conocimiento, la cultura, al contrario de lo que el tópico defiende, no nos hace libres?
Hay una cita maravillosa de Nietzsche —un autor que está en el libro sin estarlo— que resume eso: “Tenemos arte para no morir de la verdad”. La cultura y el arte son un gran trampantojo detrás del que se esconde lo que no podemos mirar cara a cara.
A este respecto, desmientes la idea de libertad -estamos sujetos a condicionamientos sociales, determinados por las estructuras de poder, condicionados por lo cultural. ¿Hablar de libertad o de emancipación total es siempre hablar de una utopía?
Este es un viejísimo debate de la historia de la filosofía: deterministas contra indeterministas. Y es intelectualmente muy estimulante. No hay respuesta definitiva, de momento, pero aterrizando un poco la metafísica, y hablando de la vida que tenemos cerca, resulta evidente que lo que llamamos ampulosamente libertad es algo muy limitado. Tampoco pasa nada, pero es bueno saberlo. Yo no creo haber sido libre nunca. Libre para tomar decisiones, sí, claro, cada día. Pero libre para “ser” no.
Por otro lado, sostienes que debemos entender la idea de “igualdad de oportunidades” como una ilusión social. ¿Determinados valores, muy asociados con la lucha de izquierdas, como la igualdad de oportunidades y de sexos o la libertad son necesariamente ilusiones?
La igualdad de oportunidades está retóricamente bien, pero tendría que venir acompañada de algo más que una educación gratuita universal. Quizás algún día no muy lejano exista. Hoy no. No hay más que mirar el ascensor social. Dicho todo esto, yo creo que estamos hablando en dos niveles diferentes. Por un lado, El mundo feliz habla de la existencia, de la política casi como ontología. Por otro lado, y mientras llega lo que llegue, está la política real, en la que se habla de cosas muy concretas. La igualdad de oportunidades es una ilusión, pero cuantas más becas haya mucho mejor. La igualdad de sexos no sé si será una ilusión, pero de momento vamos a meter dinero en corregir la violencia machista y en desasnar de algunos prejuicios. La libertad a lo mejor es también una ilusión, pero es más fácil tenerla si estás en la calle que en la cárcel por haber cometido un delito inexistente. Si hay que remangarse y hacer mítines para 2018, mi discurso está claro. Y no nos olvidemos del puntal de todo eso: la renta básica universal. Eso será lo que lo haga cambiar todo.
Por último, haces referencia más de una vez a lo políticamente correcto o, por lo menos, a la aceptación del discurso dominante, a la no capacidad de contestar. ¿Estamos atrapados en el discurso impuesto?
Antes de nada, yo te diría que no acepto la idea del “discurso impuesto”, así en singular. Yo soy una persona de izquierdas, que vive en un entorno de izquierdas, y en ese entorno hay un discurso cuando menos igual de dogmático que el del neoliberalismo más ortodoxo. De modo que decir algunas cosas produce miedo y uno calla. En el último año, por ejemplo, el monstruo de dos cabezas ha sido el feminismo de cuarta generación. Si alguien decía que Juana Rivas tenía pinta de ser una mujer desequilibrada y que se estaba equivocando en todo, te echaban a la hoguera: machista, señoro, facha. Pongo este ejemplo porque a estas alturas es obvio, pero ha habido cientos. Por eso a mí me gusta la gente que rompe discursos. No para epatar, sino para poner en cuestión verdades que tienen muchos matices. Vivimos el tiempo de las ciberhordas, y con ese problema vamos a tener que acabar más temprano que tarde. Hay varios discursos dominantes, cada uno con su espera de acción. El discurso dominante no es el de los banqueros neoliberales. Un ejemplo muy claro: hoy nadie se atreve en España a cuestionar la Sanidad Pública. Muchos querrían hacerlo, pero han perdido el discurso. En estas décadas hemos ganado muchas cosas, también a través de lo políticamente correcto. El problema, como siempre, está en los grados.