Santiago Gerchunoff : “La élite siempre intenta dominar a la masa y aprovecharse de ella”
Conversamos con Santiago Gerchunoff acerca de su ensayo ‘Ironía On’ en el cual reflexiona sobre la democratización de la ironía en el nuevo espacio de conversación y debate público representado por las redes sociales.
Doctor en filosofía con una tesis dedicada a la filósofa alemana Hannah Arendt – La acción como revelación del agente en Hanna Arendt: gesto identitario y crisis de representación-, Santiago Gerchunoff (Buenos Aires, 1977) acaba de publicar en los Cuadernos de Anagrama Ironía On, un ensayo en el que reflexiona sobre la democratización de la ironía en el nuevo espacio de conversación y debate público representado por las redes sociales. Considerada no solo como tropo, sino como herramienta política de contestación al discurso de poder y a las élites, la democratización de la ironía puede leerse como una apertura del foro de debate público en el que todos pueden participar.
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Mientras que Hannah Arendt tomaba al ágora griega como modelo de espacio para el debate público, Habermas se inclinaba por el café del XIX. Ahora, la pregunta que surge es si podemos considerar las redes sociales como una nueva esfera pública, como un nuevo y democratizado espacio para el debate.
Creo que nuestro mito actual del paraíso perdido es el mito de una esfera pública racional, pulcra, respetuosa y sin mentiras. Y me parece que hay ciertos libros fundadores del concepto mismo de “esfera pública” que han contribuido (quizás a pesar de sus autores, que no lo pretendían) a instalar ese mito (Arendt, Habermas y también Sennett). No creo que la nueva esfera pública posterior a internet constituya “el” ideal de democracia, ni mucho menos, pero sí creo que la mayoría de los males o enfermedades que se le achacan o bien ya existían, -como el narcisismo, la superficialidad, el emotivismo-, o bien son producto de su expansión o democratización, del hecho de que cada vez más gente participe de la conversación pública de un modo menos jerarquizado.
En 1595, Montaigne se quejaba de la banalidad del debate público: “En la volátil confusión de rumores, noticias y opiniones vulgares que nos rodean, no se puede establecer un camino provechoso”. Hoy su queja es muy actual y se apoya en la condena de las redes sociales como mero espacio para la jactancia, el mostrarse o la cháchara irreflexiva. ¿Qué relación hay entre la crítica de Montaigne y las críticas actuales y la condena a lo que podríamos llamar “un proceso de masificación” del debate?
La queja de Montaigne es representativa de una confusión que subyace a toda idealización de las esferas públicas del pasado: la idea de que lo que sucede (o debería suceder) en la esfera pública es algo así como un gran razonamiento colectivo, un espacio de argumentación comunitaria y no simplemente de conversación. La elección de la palabra “conversación” en este sentido es clave para mi, porque en la conversación pública no se trata de argumentar con rigor en una búsqueda incansable de la verdad, sino más bien, como señalaba David Hume a mediados del siglo XVIII de “un intercambio de información y de placer”. Son los “rumores, noticias, opiniones vulgares” los que nos reúnen en sociedad y no los razonamientos rigurosos. Tanto Montaigne como los actuales despreciadores de la conversación pública de masas se figuran (acaso sin saberlo) a la sociedad como un gran sujeto científico. Pero esta organización científica ideal gobernada por el razonamiento correcto no sería una democracia, sino algo más parecido a una dictadura, concretamente, una dictadura tecnocrática.
En tu ensayo observas de qué manera la aparición de la radio y de la televisión fue interpretada como una “degradación cultural” y la “masa” se convirtió en un concepto crítico. Pienso en teóricos como Gustave Le Bon, por ejemplo, ¿la masa ha sido siempre deslegitimada al ser considerada una fuerza que ponía en peligro a la élite política, cultural o económica?
Bueno, creo que la élite lo que intenta siempre es dominar a la masa y aprovecharse de ella. Pero, cuando la masa se muestra indómita o ineducable, se la deslegitima. En este sentido es curioso cómo la visión temerosa y crítica de “la masa”, que data también de la antigüedad si atendemos a los brutales textos antidemocráticos de Platón, suele combinar dos ideas contradictorias. Por un lado, se teme el carácter irracional, caótico, ineducable de la masa, se teme que la voz de “un ignorante cualquiera” valga tanto como la de un sabio y que la razón no pueda imponerse. Pero al mismo tiempo, se denuncia su carácter fácilmente influenciable, dominable, como si la masa fuera un animal manso y bobo, con una lógica sencilla. Contra las redes sociales hoy ocurre algo parecido: una misma persona suele afirmar por un lado que son una burbuja caótica e irrelevante, un mundito freak aparte del real y que lo que sucede fuera es lo verdadero y por otro lado afirma también (con dos minutos de diferencia) que los que ganan elecciones y dominan el mundo son los que “manejan las redes” como (supuestamente) Putin, Trump o, más recientemente, Bolsonaro. No deja de asombrarme esta combinación de desprecio por la conversación pública y fascinación por los supuestos “magos” que con viles poderes ocultos (“el algoritmo”) parecen dominarla.
En este sentido, la ironía, ¿responde a este mismo patrón? O, en tus propias palabras: ¿se puede afirmar que lo que produce malestar es la democratización de la ironía?
Lo que descubrí investigando para el libro es que la mayoría de las críticas a los excesos de la ironía se basan en alguna distinción entre una “ironía buena” y una “ironía mala” y que, si profundizas en esa distinción, te encuentras con que los males de la “ironía mala” son, en realidad, consecuencias de su democratización. La ironía tiene una paradoja interna insalvable: originalmente es un arma de un humilde para desenmascarar a un poderoso, pero al mismo tiempo, el discurso irónico es inseparable de un aire de superioridad sobre toda literalidad. Lo que siempre señalan los críticos de la ironía es que, si la ironía se expande mucho en su uso, se pervierte. Yo le pongo nombre a este problema diciendo que la expansión de la ironía es la “masificación del elitismo” y que esta figura en apariencia contradictoria tiene una afinidad esencial con el proyecto político del liberalismo clásico.
La ironía, como tú mismo afirmas, antes que tropo puede considerarse una herramienta política. Considerando que, en su origen griego, la ironía es lo que hace el «eiron» que desenmascara el discurso del poderosos y supuestamente sabio «alazon», ¿podría decirse que la democratización de la cultura lleva a una multiplicación de la figura de “eiron”, de sujetos que cuestionan el discurso?
Sí, mi hipótesis del origen político de la ironía implica que en cualquier contexto en que la conversación pública se multiplique, la ironía también se multiplicará. Sencillamente porque habrán aumentado también los discursos afirmativos, universales, con pretensiones de saber y de poder, las distintas clases de jactancias, que, al desplegarse generan brotes de ironía que los limitan. Pero fíjate que esto no quiere decir que haya más ironía que jactancia y charlatanería, porque la ironía es solo una reacción, necesita de las jactancias de los demás para brotar, necesita que haya muchos charlatanes para poder triturar sus literalidades.
¿La democratización de la ironía y la ampliación del espacio público a través de las redes desestabiliza el espacio de privilegio ocupado por el crítico, por el intelectual?
Sí, sin duda. No creo que acabe del todo con los privilegios, ni con las jerarquías, porque estas vuelven a generarse en el seno de la propia conversación pública de masas, pero desde luego, el crítico y el intelectual están mucho menos protegidos que antes, su “trabajo” parece mucho menos especial. No hay más que ver la miseria que nos pagan.
En un artículo para Contexto afirmabas: “la aparición pública del crítico cultural más formado a través de la sofisticación argumental no tiene por qué destacar sobre las listas de los diez mejores libros del año (en menos de 140 caracteres y con selfie con portada de libro incluida) de un tuitero cualquiera. Que este nuevo escenario masificado sea una mala o una buena noticia depende de la doxa de cada uno”. ¿Lo que está en juego ya no es el lugar desde donde se habla sino el discurso, la doxa, entendida tanto como opinión, discurso, pero también “esplendor” de quién habla?
A lo que se suele llamar “esfera pública”, Hannah Arendt lo llamaba también “espacio de aparición”. Para ella el lugar de la política es imprescindible porque si solo tuviéramos el espacio privado (el de la mera reproducción, el del ciclo biológico que nos emparenta con los animales) no podríamos distinguirnos los unos de los otros, no sabríamos quién es quién. Es en público mediante la libre conversación que podemos aparecer frente a los demás, exponer nuestras opiniones, mostrar quiénes somos. Por eso, astuta y acertadamente, Arendt subrayaba esa otra acepción de “doxa” (que se suele traducir como “opinión”) como “esplendor o fama” para caracterizar la materia de la que está hecha la esfera pública. Pero eso no es, en absoluto, algo particular de nuestra época. Lo que ocurre es que los “espacios de aparición”, las posibilidades de “mostrar quién soy” se han multiplicado y han invadido todos los lugares privados y hasta íntimos. En este sentido, vivimos una época (para bien o para mal), invasiva, hiperpolítica.
¿Podríamos también decir que lo que está en juego es la batalla por la imposición del discurso o, como afirmas al final, por la afirmación de la “verdad”?
Lo que digo en la parte final del libro es que la mayoría de los malestares con la conversación pública de masas provienen de una melancolía de un régimen de “verdad” que nunca existió. Las fake news, las grandes hipérboles emotivistas y las metáforas salidas de madre que son el pan nuestro de cada día, irritan sobre todo a quienes anhelan cosas como un “ministerio de la Verdad” (propuesto por Macron) que cortara de raíz las mentiras, las exageraciones, los desplazamientos interesados de sentido. A mi ese ministerio me daría mucho miedo, y no porque esté a favor de la mentira, sino porque estoy a favor de todo lo que surge de la ambigüedad del lenguaje vivo; de esa ambivalencia esencial surge la mentira, pero también la pluralidad de versiones (el periodismo), la poesía, la refutación o la ironía.
Se está hablando de los límites del humor, de los límites en las redes sociales, de lo que se puede “postear” / “tuitear”. ¿Hasta qué punto este debate es razonable circunscrito a las redes sociales? O, dicho de otra manera, ¿tiene sentido pensar un nuevo marco normativo para las redes?
No creo que deba haber límites más allá del código penal. Y no veo que el humor esté limitado; lo que sí está es muy contestado, porque el nuevo público es mucho más grande y tiene voz. Creo que son más bien algunos humoristas los que querrían callar a los que desprecian explícitamente sus chistes. Están demasiado acostumbrados al paradigma ultra jerárquico de los siglos XIX y XX que, con la costumbre de la lectura silenciosa y de permanecer en silencio en el teatro, el cine y el parlamento, produjeron un público pasivo y sumiso. El XXI tiene pinta de parecerse más al XVII y al XVIII donde se chiflaba, gritaba y linchaba (literalmente) en el teatro, donde el público era todo menos pasivo y silencioso.
Por último, quería preguntarte sobre la supuesta democratización del espacio de debate que ofrecen las redes. ¿Hasta qué punto es posible decir que estas redes, empresas multinacionales con intereses de mercado, ofrecen un nuevo espacio de libertad para la doxa? ¿Hasta qué punto este nuevo espacio público no nos convierte en consumidores de esa libertad o democratización de la doxa que se nos vende?
En principio suena feo que sean empresas privadas las “dueñas” de algo que estamos describiendo como “espacio público”. Y creo que hay que controlarlas y fiscalizarlas todo lo que sea posible para que se aprovechen lo menos posible (aunque sea evidente que lo hacen). Pero no me atrae mucho la idea de que sean los Estados los proveedores y controladores directos de estos espacios; como te decía, ya existe el código penal, cosas como una policía de las redes sociales o un ministerio de la verdad no sólo me parecen feas, sino que me aterrorizan. En cuanto al problema de ser “consumidores”, cuando compramos un libro también somos consumidores de estas plataformas, no creo que eso nos impida disfrutarlo ni nos haga menos libres.