“De mis años sabáticos no recuerdo NADA”: ¿sirve de algo hacer una pausa laboral?
Aprovechando la publicación de ‘Mi año de descanso y relajación’, conversamos con gente que rompió con todo para no hacer nada, viajar, estudiar o escribir.
Si alguien se aproxima a Mi año de descanso y relajación con ánimo de encontrar en él a un Oblómov contemporáneo, errará. Tampoco encontrará la fuerza y el ímpetu que quizás necesite para dar el salto y dejarlo todo. La novela de Ottesa Moshfegh que acaba de publicar Alfaguara nos presenta a una chica que, con 26 años y una notable depresión, decide “hibernar” justo en el cambio de siglo, en junio del 2000.
En su lujoso piso neoyorquino, herencia de sus padres muertos, pasa el tiempo dormitando a base de pastillas y viendo películas en VHS -sus preferidas son las de Harrison Ford y Whoopi Goldberg-. Solo sale de allí para ver a la doctora Tuttle, una psiquiatra chiflada con la que el libro gana en comicidad, que no cesa de recetarle somníferos, a cada cual más letal. Tiene un plan: tras buscar con ahínco su despido en el trabajo, sin poder superar una ruptura y desencantada con la vida en general, cree que si duerme un año todo se solucionará, volverá al cauce por el que nunca fluyó agua buena. Pues, como dice la cita de Joni Mitchell que abre la novela, “si eres guapa o rica o tienes suerte,/quizá rompas con las leyes de los hombres,/pero contra las leyes internas del espíritu/y las leyes externas de la naturaleza/nadie puede/No, nadie puede…”.
Mi año de descanso y relajación cumple como crítica a la industria farmacéutica, a la apatía, a las toxicidades de la familia y al amor romántico; todo eso con lo que una ha de cargar -aun siendo guapa, lista, rica y viviendo en Nueva York-, pero no es un buen elogio sobre la ociosidad, no dice nada sobre el derecho a la pereza, acaso ni lo pretenda. Más bien lo contrario.
De nada sirve, volviendo a Mitchell, intentar ir contra las leyes de los hombres si precisas de pastillas para dormir. Lo contrario -esto es, el buen sueño- lo tenemos en Sancho Panza: “solo entiendo que en tanto que duermo ni tengo temor ni esperanza, ni trabajo ni gloria; y bien haya el que inventó el sueño, capa que cubre todos los humanos pensamientos, manjar que quita la hambre, agua que ahuyenta la sed, fuego que calienta el frío, frío que templa el ardor y, finalmente, moneda general con que todas las cosas se compran, balanza y peso que iguala al pastor con el rey y al simple con el discreto”.
Lo que no encontramos en Mi año de descanso y relajación lo hallamos preguntando a gente que rompió con todo para no hacer nada, para viajar, para estudiar o para escribir.
Por más que Sancho sea españolísimo, aquí no es muy común tomarse un año sabático. No así en Dinamarca. Cuenta Christian Avlund Georgsen, joven danés afincado en España desde hace tres años, que en su país de origen “es bastante normal tomarse un año sabático (o dos) entre el instituto y la universidad”. “Algunos están cansados de la escuela y necesitan una pausa, otros quieren viajar por el mundo antes de empezar la uni y luego hay gente que no sabe lo que quiere hacer con su vida y necesita un año o dos para pensárselo”. Él mismo estaba en este último grupo. El fenómeno tiene hasta palabra propia para definirlo: fjumrear.
No obstante, ojo al dato, se trata de “una práctica que se intenta limitar por parte del Estado”, incluso “se han hecho reformas para motivar a la gente a pasar más rápido por el sistema educativo. Por ejemplo, hubo una hace diez años: si empiezas la universidad antes de que pasen dos años desde que acabaste el instituto, te multiplican la nota media con 1,08”. El debate aún sigue, pero la aceptación allí es amplia respecto a este popular parón, como ocurre con las ayudas económicas a los estudiantes. En España cuesta mucho más apartar la vida, o lo que nos han dicho que es la vida, un año o dos.
Parar para no hacer nada
Antonio Ruiz se pasó casi dos años haciendo lo que es conocido -y exactamente así lo explica- como “nada productivo”. “Más allá de leer, beber cerveza y tomar el sol”, puntualiza. Los ojos de esta periodista que escribe brillan de envidia y emoción hasta que exclama: “no recuerdo nada”.
Antonio estuvo viviendo de sus ahorros hasta que se quedó “sin un duro”. Dejó atrás “una vida de diez grises y un tanto estresantes años de oficina en una de esas multinacionales en las que va uno de chaqueta todo el día y habla en inglés”. “Son dos años perdidos, tirados a la basura. Miro atrás y no soy capaz de recordar ni un solo momento válido”, aunque se corrige cuando cuenta que fue “dos semanas al sur de los Estados Unidos” para pegarse “el gran viaje musical por Nashville, Memphis y Nueva Orleans”. Eso sí lo recuerda, claro. Lo demás, nada.
“Lo peor del mundo es no hacer nada, hay que estar siempre haciendo cosas, metido en algún proyecto, dé dinero o no, pero metido en algo que sea más o menos a largo plazo, en algo que te guste, en algo que algún día tendrá salida. Hay que estar dándole al coco todo el día. Pegarse una semana sin hacer nada, solo viendo la tele, es un suicidio vital. Acaba uno loco”, explica, a sabiendas de que se trata del “sueño de muchos que trabajan en una oficina”, pero matiza que “una vez se consigue carece totalmente de valor y la posible sensación de desahogo/libertad se evapora rápidamente”. No cree ni siquiera haber tomado entonces la decisión de romper con todo: “el hecho de dejar mi vida anterior fue una necesidad vital. Fue algo que tenía que pasar sí o sí”. “Muchos me dijeron que fui un valiente: en plena crisis, coger la maleta e irme a pelo, sin despido ni nada. Pero no tuve opción. Tenía que hacer algo con mi vida y lo hice. No tuvo mérito ninguno”, explica.
Para Karolina, en cambio, “lo de tener años sabáticos se está convirtiendo en algo recurrente”, y tan contenta. En su caso es preciso llamarlo de otra manera, por ejemplo, vivir. Vivir un poco más tranquila, y eso que está okupando un piso en Madrid, justo ahora que el Partido Popular ha puesto el grito en el cielo por las okupaciones.
Todo comenzó cuando no terminó el máster en el año reglamentario, sino que le quedó una asignatura y el trabajo final pendientes. “Estaba un año más atada a la universidad y yo pensaba hacer algún voluntariado en la Unión Europea o irme fuera. Entonces dije: me lo tomo sabático”, relata. “Cogí el dinero que tenía, que eran 1.200 euros, y me dediqué a vivir con eso todo el año”. ¿Es eso posible? Pues parece que sí, porque “gracias a la ayuda de la gente” nunca le faltó “ni un techo ni un plato de comida”.
“Primero me fui de viaje por Europa. Estuve en siete países haciendo autostop y quedándome en casas de amigos. Solo en una ocasión fuimos a un hostel. Mucho recicle y todo muy low cost, con muy pocos recursos”. Ahora mismo, en su segundo año sabático tras haber trabajado durante seis meses, se reafirma en su convencimiento: “sigo teniendo claro que yo no quiero trabajar”.
“He encontrado trabajos que me gustan y tal, pero no entra en mi cabeza tener trabajo porque sí, porque ya sé que puedo vivir con poco. No tengo alquiler, no tengo coche, no tengo obligaciones económicas”. Lo cuenta desde Filipinas, donde se encuentra gracias al dinero que ahorró. “Me he venido a Asia con mis amigas de toda la vida dos meses y medio”, explica, y aparte ahora quiere dedicarse a ella misma. Para ello se ha apuntado “a unos cuantos cursos por Internet”, va “a baile flamenco, a baile africano, a teatro” y está haciendo en su casa “un café feminista”. Cuando vuelva del viaje, buscará un trabajo de media jornada para seguir pagando las clases y costeando sus gastos, que, por ahora, son pocos.
En crisis, con un buen sueldo y aun así dejar tu país para estudiar
Josu Etxeandia y Óscar Ramírez, nuestros dos ‘bartlebys’, prefirieron no hacerlo. No trabajar. Ambos recabaron, precisamente, en Dinamarca en 2012, un año complicado para dejarlo todo, sobre todo si tenías algo. Por entonces Josu tenía 27 y “un trabajo estable, bien remunerado y con gran proyección”, pero también la sensación de que estaba estancado. “Estaba llevando la vida preestablecida: estudiar, buscar trabajo y lo siguiente parecía que era comprarse una casa…”. Frente a eso, aprovechando que aún estaba matriculado en la Escuela de Ingenieros de Bilbao, preguntó por las becas. De entre unas cuantas, eligió el European Project Semester que ofrecía la Technical University of Denmark en Copenhague.
Para su entorno no fue fácil entenderlo. Josu explica por qué: “digamos que en aquel momento estaba en un estatus envidiable en época de crisis. Mis familiares pensaban que era un suicidio laboral, pero les hice ver que detrás de esa decisión había una serie de inquietudes personales que necesitaba desarrollar”. Así que dejó su empresa y se marchó a Copenhague, desde donde viajó “por toda Europa con una facilidad pasmosa, como si cogiera un metro para ir al centro de Bilbao”. “Aprendí a comprender distintas formas de vida, distintas costumbres; en resumidas cuentas, aprendí a ser menos intransigente”, cuenta Josu, “orgullosísimo” hoy de su decisión. Por cierto: a la vuelta recuperó el trabajo. Y, ahora sí, se ha comprado un piso.
Óscar y Esther ya tenían casa cuando decidieron irse a la aventura. Al reunirse con sus padres para comunicarles “la noticia”, estos ya estaban convencidos de que iban de boda. Pero ni mucho menos: se iban a Dinamarca contando solo con sus ahorros. “¿Y vas a dejar un trabajo fijo y bueno como el tuyo? ¿Y no vas a trabajar allí? ¿Y de qué vas a vivir? ¿Y si se te acaba el dinero? ¿Y si te tienes que volver y no te cogen otra vez en tu empresa?”.
Con 35 años y trabajando desde hacia ya seis en una empresa de conducción de fluidos de Barcelona, a Óscar no le habían otorgado el puesto al que se postuló -aunque le compensaron con un buen ascenso de estatus y sueldo- y contemplaba dos opciones: “bajarme los pantalones y asentarme como la mayoría de la sociedad (casarte, tener hijos, etcétera) o plegar porque veía que me la habían jugado”. Además, Esther, su pareja, “estaba en el paro y en ese tiempo aprovechó para comenzar Filología, así que empezamos a plantearnos la aventura danesa”. “La cuna de la energía eólica -materia en la que quería especializarse Óscar- está en Dinamarca, y a Esther le daba igual el lugar mientras pudiera continuar sus estudios, así que finalmente en 2012, con toda la incertidumbre del mundo, decidimos dejar nuestra vida en Barcelona y lanzarnos a lo desconocido”.
Se fueron a estudiar ambos y la idea era volver, más preparados, en un par de años, pero no fue así. Al poco de terminar sus estudios -mientras tuvieron incluso que trabajar repartiendo periódicos- ya tenían “mejores trabajos, sueldos, y calidad de vida que en España”. Y ahora, también, un hijo.
El sueño de muchos: dedicarse por completo a escribir
A Adolfo Moreno no le gusta el término “sabático”. “Yo dejé mis trabajos -hice lo mismo dos veces- para seguir trabajando: me puse a escribir a diario, de la mañana a la noche”, aunque la segunda vez aprovechó, mientras escribía, para viajar: fue a Argentina y a Brasil. La primera le pilló a finales de 2010, “cuando Mediaset anunció que compraba Cuatro, la cadena en la que trabajaba desde hacía dos años y medio”. “Yo no quería trabajar en Medisaset, así que opté por apuntarme a la lista de bajas voluntarias que la empresa ofrecía para que el despido de trabajadores de Cuatro fuera de la menor cuantía posible”, explica. Entonces lo vio claro: aprovecharía para escribir la novela que publicó en 2012: La mirada. Un viaje al corazón marroquí, la historia de un joven marroquí que atraviesa el mar de Alborán en patera y que incluso ha sido objeto, años después, de una tesis universitaria.
Cuatro años después, en 2016, hizo otro “parón” para escribir su segunda novela “en solo tres meses”, La gata y el ajedrez. Ya de vuelta, no siente que detuviese su vida, sino que, muy al contrario, la impulsó. “Nunca vuelves al mismo lugar en el que te habías quedado, o al menos yo siempre sentí que eso era imposible, que es imposible pausar la vida. La vida es una línea recta, simplemente aceleré mi marcha -gracias a la ilusión y a la evasión de la ficción- en esa línea porque mis trabajos estaban ralentizando mi camino”, comenta.
Una opción común: aprovechar para viajar
Tomarse un año sabático para viajar suele ser lo más corriente. Como otros de nuestros entrevistados, José Fernando Ramírez decidió marcharse en un contexto de crisis económica: en 2010, “con las primaveras árabes de fondo y un descontento grandísimo en nuestro país”, casi todos los que tenían la edad de José Fernando -recién licenciados con 23 o 24 años- lo veían todo muy negro: “perdían sus trabajos y solo veían salida en el extranjero, donde no aspiraban a conseguir un buen trabajo, pero sí algo con lo que ganar un dinero y aprender idiomas”.
A finales de año concluía una beca de prácticas y se quedaba sin nada; no obstante, le prometieron prolongarla durante seis meses más, eso sí, al cabo de un año. “No veía otra opción mejor que aceptarlo, pero mientras esperaba no quería estar quieto”, relata. Con lo que tenía ahorrado esbozó un plan de viaje que le permitiese “ir enlazando países” y encontró una beca que le costeó un curso de idiomas y varios meses de alojamiento en Corea del Sur. Pero antes de eso estuvo haciendo un voluntariado de dos meses “en un proyecto sostenible en una de las zonas más pobres de Alemania (Mecklemburgo-Pomerania)”.
Una vez en Asia, y gracias a un trabajo como profesor de español a 15 euros la hora (impensable en España en esas fechas), viajó a Filipinas y encontró “un proyecto de voluntariado en una escuela de clases particulares para niños en una pequeña ciudad a una hora de Tai-Pei, capital de Taiwán”. En su retorno a la vieja Europa, asistió a un taller de jóvenes periodistas en Berlín, que después le llevaría a participar en otro “mucho más potente en el Parlamento Europeo de Bruselas meses después”.
Hoy, dice, “no sería la misma persona” sin “ese año de pausa”. “Creo que lo importante fue encontrar la motivación para enfrentarme ante adversidades que antes me daban mucho respeto, como cuidar niños, trabajar en el campo, perder el temor a hablar durante semanas en otro idioma con profesionales de tu mismo ámbito, perder trenes en mitad de la noche sin tener manera de volver a tu alojamiento… Puedo decir con orgullo que cualquier situación a la que me enfrento hoy en día y solvento o supero con éxito se debe, con mucha probabilidad, a alguna de las vivencias de aquel año”, reflexiona.
Manuela Olaya era aún más joven cuando decidió parar, detenerse para salir volando. Acababa de terminar bachillerato cuando se fue a Australia, en 2017. Las Navidades anteriores había estado en Colombia, su país de origen, donde coincidió con una prima a la que hacía años que no veía. La animó para que fuese a vivir con ella y su familia unos meses a Australia, y ella no se lo pensó dos veces. Tras una época difícil, decidió que irse sola “a no sé cuantos mil kilómetros” iban a obligarla a cambiar, a tomar espacio y a construirse “un poquito más cómo persona”, así cómo a descubrir realmente qué le gustaba, qué quería estudiar.
Vivió con su prima los tres primeros meses y después se mudó con una amiga que hizo allí, que “se ha convertido en una hermana”. Estuvo trabajando como niñera, pero sobre todo aprovechó para formarse sin presiones ni directrices: “un curso de edición de vídeo, un curso de grabado, un curso de tinta y acuarela, otro de dibujo de modelos desnudos al natural, uno de técnicas de dibujo, uno de graffiti” y “varios días de voluntariado de biología marina en la isla de North Stradbroke Island con la Universidad de Queensland”, aunque confiesa que los tres primeros meses, desubicada y acostumbrada a tenerlo todo marcado, sentía que no aprovechaba el tiempo y se desanimaba. El resto del año lo pasó en Málaga con su familia y amigos. Resultado: aprendió “a ser más independiente y menos cobarde” y le sirvió para relajarse “un poco más y entender que en la vida no hay que ser tan serio, no hay que ser siempre correcto”.
Una puede (quizás debe) parar un poco.