Una joven estudiante vestida de rojo, una muerte silenciosa y el eterno sospechoso de un caso plagado de rumores que permanece abierto medio siglo después.
Betsy Aardsma era todo lo contrario a lo que se esperaba de ella. Nacida en una familia muy conservadora de la pequeña localidad de Holanda, en Michigan, se resistía a convertirse en el esterotipo de la buena chica de clase media que se casa y tiene hijos. Pese a sus planes de futuro y su gran activismo, cuando David, su prometido, marchó a Pensilvania para estudiar Medicina, Betsy decidió seguirlo a la pequeña Universidad Estatal de Penn, aun estando sobradamente preparada y pudiendo aspirar a una mejor facultad. Había más de mil kilómetros de distancia entre ambos campus y ella, que en aquel entonces tenía 22 años y se había graduado con honores en Arte e Inglés, aprovechaba cualquier oportunidad para tomar un autobús y pasar algo de tiempo libre con David, sobre todo porque su relación había entrado en crisis a causa de la distancia.
“Dentro de nada estaremos casados”, le repetía él una y otra vez. Y Betsy se resistía. “Todavía somos demasiado jóvenes -decía ella-. Me gustaría viajar a África, ayudar a los demás y ese tipo de cosas”. Si bien en Michigan no tenía muchos amigos, desde su llegada a Penn había formado un pequeño grupo con su compañera de piso, Sharon, y un brillante y singular doctorando de Geología, Richard (Rick) Haefner, con el que flirteaba aunque cada día le escribiese una carta a David. Incluso se quedó en la facultad el día de Acción de Gracias para pasarlo junto a su prometido y otros estudiantes de Medicina cuyas novias le parecían una total pesadez. “¿Cómo puedes estar en contra de la Guerra de Vietnam, Betsy? ¡Nuestros soldados se están jugando la vida!”, le decían. Y también: “¡Ah! Eres la clase de chica que quema sus sujetadores, ¿eh?”.
Sentada con su ponche de huevo, rodeada de aquellas otras mujeres sin más aspiración que cantarle a una bandera y vivir a la sombra de sus brillantes esposos, Betsy Aardsma se sentía fuera de lugar. Y cuando llegaba a su cuarto, las llamadas de sus padres preguntándole si había ido al servicio dominical o advirtiéndole que no debía salir de noche “con todo lo que estaban pasando”, no la hacían sentir más libre.
Los miedos de los Aardsma no eran del todo infundados. Hacía un tiempo que en los alrededores de Penn habían aparecido algunas mujeres asesinadas y el campus ya no era un lugar tan seguro. Sin embargo Betsy era ordenada, estudiosa y prefería los libros a andar encadenando fiestas y resacas. Así que, ¿de qué preocuparse?
“Es mejor que ayuden a esa chica”
La tarde del 28 de noviembre de 1969, Bella Aardsma se puso un vestido rojo y salió con Sharon camino de la biblioteca en busca de unos libros sobre pintura que necesitaba para un trabajo de investigación. “Nos vemos luego para cenar, ¿vale?”, se despidieron en la entrada. Betsty bajó al sótano y fue a la oficina del bibliotecario para hacerle una consulta; luego accedió al segundo piso y caminó entre los estrechos pasillos repletos de polvorientos ensayos académicos sobre arte. Apenas había noventa estudiantes en toda la biblioteca cuando, de repente, el ruido de un montón de libros al caer interrumpió el mortal silencio. “¡Eh, es mejor que ayuden a esa chica!”, avisó un desconocido a quien nadie volvería a ver. Algunos estudiantes se acercaron y encontraron el cuerpo de la mujer en mitad del pasillo. Su rojo vestido había camuflado la mancha de sangre que tenía en el pecho y, creyéndola desmayada, intentaron hacerle los primeros auxilios hasta que llegó la ambulancia.
El pasillo de la biblioteca de la Universidad de Penn lleva medio siglo siendo un callejón sin salida para la policía.
Mujer blanca, 22 años. Asesinada por arma blanca. Eso fue lo que dictaminó el forense. La habían apuñalado presuntamente por la espalda. Su asesino desapareció de la escena del crimen llevándose el puñal con el que atravesó de manera fulminante su pulmón. Por una aciaga casualidad, el personal de mantenimiento había eliminado toda prueba que pudiera aportar información sobre la identidad de su agresor y el pasillo de la biblioteca de la universidad de Penn se convirtió para la policía en un callejón sin salida que a día de hoy sigue estrechándose y alargándose, tras medio siglo sin más evidencia que un puñado de indicios, una descripción parcial de uno o dos hombres jóvenes, uno de ellos con gafas y bastante robusto, y confusas declaraciones de cientos de estudiantes.
Rick Haefner, genio y eterno sospechoso
“Oh, es tan frustrante…”, le comentó a la prensa el sargento Keibler, que trabajó en el caso durante catorce años. Los agentes no daban pie con bola. ¿Tenía Betsy enemigos? ¿Fue una víctima aleatoria o conocía a su asesino? ¿Por qué no gritó? Sí, no hay duda de que lo conocía, especulaban. Surgieron tantas teorías como libros sobre el caso sin que la familia consiguiera paz ni justicia. No obstante, el testimonio de Sharon, quien declaró a los agentes que su amiga solía verse con un colega del grupo, Rick, y el inquietante comportamiento de este lo convirtieron en el principal y eterno sospechoso.
Unas horas después que la joven yaciera muerta, Haefner había ido a visitar a un profesor y le había preguntado: “¿Has leído la prensa?”, en referencia al asesinato de Betsy. Curiosamente, las primeras noticias sobre su fallecimiento no se publicaron hasta un día más tarde, el 29 de noviembre, justo cuando el chico afirmó haberse enterado de la muerte de Bella. ¿Fue casualidad? ¿Se confundió el profesor en su relato? Más tarde aseguraría haberlo comentado con su esposa, pero esperó un año hasta informar a la policía porque Haefner le había amenazado. Tampoco nadie vio a Rick en la biblioteca a esa misma hora, ni coincidía su descripción con la que dieron los testigos sobre el desconocido que minutos después de que la joven se desplomase avisó de que necesitaba ayuda.
“Era un hombre que asustaba, muy amenazante”, decían de él sus vecinos, que lo destestaban. Richard se mudó a Los Ángeles en los años siguientes para trabajar como profesor y comisario del Museo de Historia Natural de la ciudad y era considerado un joven prodigio que había descubierto varias especies de minerales. Entre 1975 y 1976, mientras el caso de Betsy seguía resultando un enigma, pasaba mucho tiempo en su garaje y se relacionaba con muchachos muy jóvenes.
Richard Haefner murió mientras estudiaba minerales en el desierto de Mojave y su nombre jamás ha dejado de estar vinculado a la muerte de Betsy Aardsma. ¿Realmente lo cometió él?
La liebre saltó por primera vez en esa época, y luego no dejaría de hacerlo hasta su fallecimiento, a principios del año 2000: acusaciones de pederastia, la agresión de una mujer en el aparcamiento de una licorería y problemas con la autoridad opacaron su historial.
Muchos investigadores, aficionados y profesionales, estaban convencidos de su implicación en el crimen, pero no pudieron demostrarlo. Su primo Chris, que había declarado a su favor en los múltiples juicios a los que Richard Haefner tuvo que hacer frente durante décadas, dio una inquietante información a los investigadores: “Una vez lo escuché hablando con su madre en el garaje -afirmó-; ella estaba furiosa por todos los follones en los que se estaba metiendo su hijo y le increpó porque desde “lo de esa chica de Penn” no levantaba cabeza. Y luego añadió: ‘Puedes matarme a mí también, Rick’, eso dijo. Entonces me pareció una tontería pero, ¿y si mi tía estaba enterada del crimen y lo encubría?”, malició.
Haefner falleció de un ataque cardiaco mientras estudiaba minerales en el desierto de Mojave, pero su nombre siguió vinculado al asesinato de la biblioteca del campus, ocupando libros y libros donde se especula sobre su culpabilidad junto con otros míticos personajes de la historia negra norteamericana a los que a menudo se asocia a los crímenes imposibles de ser resueltos: el asesino del Zodíaco o la familia Manson.
En tanto, generaciones de estudiantes de la Universidad Estatal de Penn han oído hablar de la historia, fraguándose una de tantas leyendas urbanas del campus, la que cuenta que el espíritu de una joven vestida de rojo vaga entre los pasillos de la sección de Arte de la biblioteca clamando justicia.