José Gifreda: El desconocido Fulcanelli catalán que fue maestro de alquimistas
¿Sabías que en Barcelona existió hasta 1980 una de las bibliotecas de artes mágicas y filosofía hermética más importantes de Europa?
Su vida fue tan oculta como los saberes a los que se dedicaba en su mansión de El Putxet (Barcelona), donde murió a principios de los años ochenta arruinado y traicionado por sus discípulos, quienes malvendieron una de las bibliotecas de filosofía hermética y magia más importantes de Europa. La misma que en 1952 visitó otro genio, Juan-Eduardo Cirlot, para escribir su Diccionario de Simbología. Pero, ¿quién fue realmente José Gifreda, el maestro de alquimistas que se codeó con el mismísimo Fulcanelli y consiguió, como él, la consecución de la piedra filosofal?
La primera vez que Jesús Egido escuchó el nombre de Fulcanelli, el alquimista más importante del siglo XIX , fue en una clase de química. Era un caluroso día de verano y él, estudiante de Ciencias Químicas en Madrid, tomaba apuntes cuando el nombre se coló en su libreta. El curso estaba a punto de terminar y buscando en la biblioteca alguna novela con la que distraerse en vacaciones sintió la curiosidad de ver quién era el tal Fulcanelli que nombró el profesor: “Encontré su libro El misterio de las catedrales y pensé que era una novela de intriga, pero cuando lo leí me embargó una sensación extraña. Hasta entonces para mí los alquimistas habían sido una especie de medio magos y medio locos de la Edad Media que decían convertir los metales en oro. Tuve que releerlo varias veces para entender de qué trataba y eso me llevó a las fuentes, a otros muchos libros como Las moradas filosofales, para llegar a la obra de una médica especialista en terapias del lenguaje que había escrito varios libros sobre alquimistas, Madame Geneviève Dubois. En su libro citaba a los alquimistas más importantes de Francia. Con estupor descubrí que dedicaba dos capítulos a un catalán, José Gifreda, que la autora había intentado encontrar sin suerte”.
“El mago José Gifreda tenía una habitación en su mansión donde se comunicaba con una entidad de otro mundo, eso decían sus amigos” –Jesús Egido.
Y aún hubo de pasar algún tiempo hasta que un poco por aburrimiento y un mucho por curiosidad Jesús se embarcó en la misma aventura: “Durante mi estancia de prácticas en el Hospital Vall d’Hebrón, en Barcelona, los fines de semana se me hacían tan pesados que para distraerme empecé a investigar quién fue este mago tan conocido en los círculos herméticos y tan anónimo en su propio país. De él solo sabía lo que había leído en el libro de Dubois, que había sido amigo del barón Charles d’Hooghvorst y de La Croix-Haute, ambos alquimistas, y que tanto el uno como el otro lo consideraban un maestro a la altura de Louis Cattiaux o de Eugène Canseliet. De hecho, Gifreda, fue el maestro de Canseliet, quien a su vez, o eso aseguraba él, fue discípulo de Fulcanelli, el mayor de todos los alquimistas, un absoluto misterio del que no se sabe si fue mujer u hombre, o el pseudónimo de una hermandad de estudiosos de la Alquimia. Aunque, la verdad, lo único que importa son los escritos que nos legó. La cuestión es que logré dar con la mansión familiar en el rico barrio de El Putxet, un caserío impresionante en la calle Marmellá que compartía con su hermano Mario Gifreda, un literato y dramaturgo que figura en la Enciclopedia Catalana. Ambos vivían de las rentas, aunque José más que Mario porque, a pesar de ser médico, dedicaba sus días a sus experimentos y al estudio de la astrología. A Gifreda, más que como alquimista, le gustaba referirse a sí mismo como mago”.
Tirando de hilos muy finos, que se enredaban hasta convertirse en un laberinto de lecturas y supuestos, Egido trató de reconstruir su vida en un libro, Gifreda, el mago; contactó con otros alquimistas españoles y franceses que lo habían conocido y le aseguraban que era una persona amable y callada que se carteaba con las personalidades más importantes de la Europa del momento, y que en los círculos ocultistas parisinos se le consideraba un “maestro de maestros”.
“André Breton, que siempre creyó, y así lo expuso en sus manifiestos, que el mundo debía cambiar, le pidió a sus amigos que le diesen una lista de las direcciones de las personas más influyentes del momento. La lista al final constaba de unos ciento ochenta nombres entre los cuales se contaban premios nobel, físicos e intelectuales de mucho prestigios. Uno de ellos eran Gifreda. Lo que quería Breton era enviarles un cuestionario para ver qué pensaban sobre el arte mágico, pero creo que debía tener otro propósito más oculto que nunca sabremos. La cuestión es que José mantuvo una intensa correspondencia con él y con otros ocultistas y, por lo que pude saber, era un hombre tan especial que además de su laboratorio y su espectacular biblioteca hermética, tenía una habitación en la que nunca entró nadie donde se comunicaba con una entidad de otro mundo”, explica Jesús.
La obtención de la piedra filosofal
El origen de la alquimia se pierde en el tiempo; Jesús Egido escribe en su libro que este arte y ciencia, a través del que el adepto busca la transmutación de los metales en oro utilizando minerales y procedimientos químicos –la precursora de la química moderna o “la otra química”- está en Hermes Trimegistro. Luego hay tantas vías como alquimistas –la del antimonio, la del arsénico, la de la galena, la misteriosa vía del Spiritu mundis que utiliza la materia oscura–, pero el fin último de su trabajo siempre es el mismo: la consecución del Opus Magnum o la piedra filosofal, que da lugar a un liquido, el elixir, que si bien no lograría la inmortalidad, alarga la vida.
“La Alquimia obra cambios en la persona, es una Ciencia del Alma. Los alquimistas de todos los tiempos, tanto neófitos como adeptos, pasan toda su vida intentando interpretar alegorías muy complejas que aparecen en los libros de sus predecesores, que a su vez plantean también caminos erráticos, hasta que consiguen dar con el propio. Es un arte muy oculto, sobre todo en España, donde todavía hoy decir ser alquimista es decir ser un loco, un proscrito buscador de oro y tesoros imposibles. Fulcanelli logró la piedra filosofal en 1926, le entregó una porción a Caselier para que pudiese ser testigo de la transmutación del plomo en oro y recogió su saber en dos libros para luego pasar al anonimato. Mas tarde el escritor Jacques Bergier, uno de los autores de El retorno de los Brujos, afirmó en los sesenta haber tenido un encuentro con el maestro en que le reveló que podía utilizar sustancias radiactivas y se dijo que la CIA anduvo tras los pasos del alquimista pensando que sabía algo sobre la bomba atómica. Aunque, por supuesto, hay tantas hipótesis e historias sobre la identidad de Fulcanelli como libros se han escrito sobre el tema”, dice Egido.
La Reina Sofía, muy aficionada al ocultismo, es una de las grandes coleccionista de obra de filosofía hermética.
El mago Gifreda habría conseguido realizar la Gran Obra en 1979, un año antes de su muerte. Así se lo confió en una carta a su amigo La Croix-Haute, pero cuando de La Croix fue a recogerlo a Barcelona para viajar juntos a Francia, ya había muerto. “Fue una verdadera desgracia porque con su fallecimiento desapareció todo: su laboratorio y esa maravillosa biblioteca que Cirlot visitó en los años cincuenta para escribir su Diccionario de Símbolos. Los responsables del expolio fueron tres hombres, pero sobre todo uno de ellos, un argentino de Mendoza que pertenecía a la Gran Fraternidad Universal y que habría visitado a Caselier en Francia pidiendo convertirse en alquimista, pero al no saber francés, el maestro le dio las señas de Gifreda y terminó por ser su discípulo. En aquel tiempo el Mago había gastado toda la fortuna familiar en sus trabajos de alquimia y la familia no quería saber nada más de él –a día de hoy siguen muy molestos–, de forma que estaba solo, enfermo y desahuciado y, al fallecer, ese supuesto discípulo vendió su laboratorio y los manuscritos que había en la biblioteca a un librero “mercenario” que, a su vez, los subastó en Inglaterra. Tampoco han sobrevivido sus cartas; nada queda ya más que unas pocas menciones en obras como la de Madame Dubois y un borroso recuerdo entre sus familiares y algunas personalidades que lo trataron. Ni siquiera su tumba en el cementerio de Poblenou es sencilla de encontrar, lo enterraron con la familia política de su hermana y me fue imposible hallar la tumba de su propia madre”, resume.
En busca del siguiente Fulcanelli
Si cada siglo aproximadamente aparece un nuevo alquimista que descubre la esencia de la naturaleza accediendo a la piedra filosofal, Jesús Egido calcula que en 2026 debería llegar el siguiente maestro –“tal vez ya lo esté consiguiendo”, apunta–. Su misión es cifrar este conocimiento en libros, dejar un legado alegórico para los que vendrán después, como hizo Fulcanelli en El misterio de las catedrales y Las moradas filosofales, para luego desaparecer.
“No he querido contar todo lo que me revelaron los alquimistas españoles con los que hablé para escribir el libro Gifreda, el mago, porque son saberes que no se pueden revelar y los guardan celosamente, pero uno de ellos, llamado Jubany, un médico y alquimista catalán que tradujo obras de alquimia en su colección Archivo de Filosofía Hermética, me dijo que toda la colección la compró la Reina Sofía, que es una gran lectora de hermetismo y muy aficionada a las ciencias ocultas, como la mayoría de la familia de los borbones. Felipe II, sin ir más lejos, dejó en El Escorial numerosas primeras ediciones de obras de Alquimia y magia que a día de hoy siguen sin catalogar. Tal vez algún día todo salga a la luz; quizás los magos españoles puedan dejar de esconderse con miedo a que los tachen de locos”, concluye.
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Imagen de portada: ‘El alquimista’ de David Rijckaert (fragmento).