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Mauro Libertella: “La escritura justifica a la vida, y quizás esa sea la verdadera lucha contra la nada”

Bajo el título ‘Laberintos en línea recta’, Literatura Random House reúne las 3 últimas obras de Mauro Libertella, un viaje en línea recta hacia el pasado.

Mauro Libertella: “La escritura justifica a la vida, y quizás esa sea la verdadera lucha contra la nada”

Con Mi libro enterrado, donde narraba la experiencia del duelo ante la pérdida de su padre, el escritor Héctor Libertella, el crítico y ensayista Mauro Libertella se dio a conocer como narrador. Después vino El invierno con mi generación, una novela en la que el escritor miraba hacia atrás y reconstruía la adolescencia y primera juventud de aquella generación que, como él mismo afirma, creció siendo analógica y se hizo adulta en el mundo digital. En 2017 publicó Un reino demasiado breve, donde narra la historia de amor de Julián y Laura y a través de ella indaga en aquellas primeras relaciones de juventud, relaciones que parecen llamada a ser eternas, pero que el tiempo acaba truncando. Ahora, bajo el título Laberintos en línea recta, la editorial Literatura Random House reúne estas tres obras que, en palabras del propio Libertella, configuran una trilogía, un viaje en línea recta hacia el pasado.

 

“¿Cómo se narra el puro paso del tiempo, los días idénticos, lo que no es extraordinario?” Se pregunta el narrador de El infierno de mi generación y creo que esta pregunta, en parte, es el eje de Laberintos en línea recta?

Efectivamente, cuando me encuentro ante la evidencia de que he escrito tres novelas autobiográficas o del género así llamado «autoficción», me pregunto: ¿pero es mi vida tan interesante como para escribirla una y otra vez? La respuesta siempre es contradictoria. Cuando escribo este tipo de libros no pienso jamás que me han sucedido cosas extraordinarias y que tengo que legarle al mundo esas anécdotas porque el planeta no puede seguir girando sin conocerlas. Mi vida es como la vida de cualquier persona más o menos aburrida de clase media en el cambio de siglo: epifanías modestas, de alcoba, que sin embargo conforman una identidad y una historia de vida tan única como es cualquier vida (y tan universal y colectiva como es cualquier vida). Sobre esos materiales trabajo. Los primeros descubrimientos, los duelos, los hechos que me provocaron algún tipo de conflicto, de tensión, de alegría. Todos los días de la vida son iguales y todos son irrepetibles en su singularidad: esa idea, en apariencia oximorónica, es la que bombea sangre a lo que he escrito hasta ahora. Hay que ser cuidadoso, porque tampoco es cuestión de inyectarle épica a algo que no lo tiene; de ese modo, se podría perder la «naturalidad» de lo narrado. Hay que buscar un equilibrio entre vida y escritura, entre calma y emoción. A veces se logra, a veces no.

La pregunta sobre cómo narrar y el carácter autobiográfico de tus textos me lleva  a lo anotado por Alejandro Zambra en No Leer, cuando se pregunta para qué escribir una novela y se responde: “Quizás narramos para confirmar esa derrota de la ficción. Para demostrar que la ficción no basta, no alcanza. Que solo sirve para interrumpir la vida durante el tiempo de la lectura”.

Concuerdo con Zambra, sobre todo en la idea de que la ficción es insuficiente. Del mismo modo, la vida es insuficiente sin ficción. Sobre esa parábola supongo que se mueve el arte narrativo. En mi calidad de lector, te diría que prefiero, en general, un libro en el que el autor o la autora se quema, cuestiona su vida, su identidad, su pasado, sus relaciones, se piensa a sí mismo y cuando termina el libro ya es otro. Me gustan particularmente los libros que contienen esa experiencia, que la pueden transmitir. No es muy frecuente encontrarse con libros así, no todos los textos «autobiográficos» lo son.

Decía Piglia que le interesaban las primeras novelas, porque en ellas el autor era más libre respecto a las obras siguientes. En este proceso de aparición y construcción de una voz, ¿te sentiste más libre en Mi libro enterrado que en los textos que le siguieron?

En algún punto, sí. Escribí ese, mi primer libro, de madrugada, en la «alta noche», como diría Borges, sin saber muy bien qué estaba haciendo. Nunca había escrito nada que tuviera más de dos o tres páginas y cuando encontré la estructura (que me parece incluso más importante que el tono) simplemente avancé, un poco a ciegas, entrando más y más hondo en esa terra incognita. Cuando terminé la primera versión, empezó mi «vida de escritor» en el sentido más institucional del término: gente que la leyó y me sugirió modificaciones, editores que rechazaron o aceptaron el texto, diseñadores que trabajaron con la portada, críticos que hicieron su lectura, etc. Eso ya nunca se detuvo y, a partir de entonces, cada libro que escribí y escribiré está ya atravesado por esa institución, por lo que sé que se ha dicho de mis libros, incluso por lo que «se espera» de mis libros, si es que alguien esperara un libro mío (cosa que me permito dudar). Ya nunca más recuperaré esa inocencia de estar a las 3 de la mañana, en mi departamento de Buenos Aires, escribiendo algo que no sé si será un libro o no. Para bien y para mal.   

Mauro Libertella: “La escritura justifica a la vida, y quizás esa sea la verdadera lucha contra la nada”
Imagen vía Literatura Random House.

Has comentado que Cesar Aira y Fabián Casas, enseñaron a los que vinieron después a escribir con mayor libertad. ¿En qué sentido?

Creo que su influjo ha sido de distinta índole. César Aira es quizás el escritor más influyente de la literatura argentina de los últimos 20 años, lo queramos reconocer o no. Hay dos modos, por lo menos, de capitalizar su legado. Están los que han tomado de él la libertad de imaginación, una especie de tendencia a soltar amarras y dejarse llevar por una imaginación desbocada, irreal, lo que llamamos lo delirante. Es la tendencia que menos me interesa, y de hecho le huyo un poco al Aira hiper delirante. En cambio, hay otra vertiente de su literatura, que es la reflexiva, la de la especulación, la filosófica, la intelectual, que se entronca muy bien con la tradición borgeana y que me parece fascinante.

Aira nos enseñó que esas dos líneas, en apariencia divergentes (la del juego y la intelectual), se pueden cruzar. Además, nos hizo desconfiar de lo excesivamente «literario» aunque su literatura, paradojalmente, lo sea. Es un movimiento de una inteligencia increíble.

En cuanto a Fabián Casas, creo que su magisterio está en la posibilidad de mezclarlo todo: sus mejores textos (los ensayos bonsái) son textos sobre amigos, futbol, literatura, familia, ciudades, política, amor….todo junto. La suya es una voz cercana, como si te hablara un amigo muy querido, y es muy difícil sostener esa proximidad durante tanto tiempo. La calidez es la música de sus textos. Fabián Casas siempre transmite una emoción y creo que a mí, leerlo, me dio esa libertad, ese permiso: el de trabajar sobre el límite de la emoción, justo en el borde del precipicio que cae en lo cursi. 

¿Cuál ha sido la influencia de Aira en las generaciones siguientes por lo que se refiere a la escritura de formas breves y fragmentaria?

Es cierto que Aira acuñó el término «novelitas» para designar lo que hace él: esos libros breves e incluso hiper breves, que le publican las editoriales independientes y que las mainstream se negarían a editar por no alcanzar, a veces, las 50 páginas. Sin embargo, no lo pensaría a Aira como un referente de lo fragmentario, en la medida en que sus libros son breves pero están armados como unidades plenas, sin grandes rupturas o blancos internos. Otra gente que leo mucho sí trabaja con lo fragmentario (Leila Guerriero, María Gainza). Si bien no es algo nuevo, supongo que el fragmento es la forma que tiene el mundo hoy. La experiencia del siglo XXI es la del multitasking, todo breve, todo simultáneo: al mismo tiempo vemos un poquito de televisión, algunos tuits, mientras leemos un capítulo de un libro y Spotify nos arma una lista de canciones aleatorias. Se dice que este es un mundo roto, precarizado. ¿No serán los libritos fragmentarios que muchos hacemos el único modo de expresar formalmente esa desintegración? No tengo la respuesta. 

Si bien hay que hablar de las “formas breves”, no podemos olvidar que las letras hispanoamericanas recientes tienen como protagonistas autores de grandes extensiones como son Saer, Bolaño y Levrero, de quien dijiste que hizo escuela en lo referente a la escritura en primera persona.

A veces creo que Bolaño y Levrero son los dos escritores latinoamericanos de cambio de siglo. Bolaño es el último escritor de la totalidad, de la épica del viaje latinoamericano, de los ideales incluso filo revolucionarios, del arte que cambia la vida y la vida que cambia el arte. Bolaño es el último escritor que activa una mitología que ya estaba en Cortázar, por ejemplo. Levrero es el escritor del encierro, que se indaga a sí mismo: el suyo es un viaje sedentario, un viaje mental (pienso sobre todo en el Levrero que me interesa, el de El discurso vacío y La novela luminosa). Levrero sí demuestra, como decíamos al principio, que se puede escribir «sobre nada», los días idénticos, lo que no es extraordinario. Desde La novela luminosa, ya nadie cree que contar la vida sea un ejercicio narcisista ni ególatra sino un procedimiento artístico como cualquier otro.

No preguntarte sobre tu padre, cuyo legado se condensa en el apellido: “Libertella que quiere decir libro para la tierra. Ese es el libro que riego todos los días.” ¿Cuál es el legado literario de tu padre?

Es una pregunta difícil. Creo que aún no lo sé, creo que nunca lo voy a terminar de saber, y que cada libro que escriba será una nueva manera de indagar en ese legado, de escrutarlo, incluso de enfrentarlo. Cuando mi padre se estaba muriendo, una noche estaba en su casa y me señaló un estante de su biblioteca, en el que estaban todos su libros inéditos, los que había estado escribiendo y reescribiendo durante sus últimos años. «Esta es tu herencia», me dijo. Se podría pensar que se refería a una herencia material, al dinero que me daría la venta de los derechos de esos textos, pero no. Creo que me hablaba de un legado algo más fantasmal, que me dejaba una contraseña literaria en esos libros de tapa blanca.

Retratas a esa juventud que representa la generación de transición entre la cultura analógica y la era de lo digital. ¿Esta transición implica también una transición o un cambio de lenguaje, de forma narrativa?

Todavía no lo sé, aunque es muy probable que el lenguaje y las formas cambien. No sé si es mi generación la que va a impulsar ese cambio; quizás le toque a los más jóvenes, los llamados «nativos digitales». Por lo pronto –al menos ese es mi caso–, creo que mi generación de lo que sí puede dar cuenta es de ese momento de transición en el que el mundo en el que has vivido de pronto se transforma dramáticamente. Los escritores de mediados del siglo XX tuvieron en el medio de su vida las guerras mundiales; en poquitos años, el mundo en el que habían vivido como niños ya era otro. A mi generación le sucedió lo mismo, pero con internet y la revolución digital, que permea todos los planos de la vida cotidiana. Es inevitable que orbitemos, cada cual a su modo, con sus armas y sus recursos, alrededor de ese abismo que nos partió en dos.

En la introducción de un dosier para Letras Libres, Damián Tabarovski señaló que tú formabas parte de un grupo de autores parte de una tradición que “concilia lo excéntrico y lo político”. En tu caso, sin embargo, lo político se mantiene fuera de campo. ¿Cómo te relacionas con dicha tradición?

Me cuesta ser muy categórico respecto de lo que hago, porque no termino de saberlo muy bien y también por pudor. Pero te diría que no me reconozco ni en lo excéntrico ni en lo político. Respecto de lo político, algunas veces me preguntaron por qué mis libros (sobre todo El invierno con mi generación, que transcurre en Buenos Aires durante la crisis de 2001) no trabajan de manera más directa la coyuntura política. No tengo una respuesta demasiado clara, supongo que es una decisión deliberada pero también una fatalidad. No me sale, no me interesa, no quiero, no puedo. Eso no significa que en el futuro no aparezca lo político de manera más transparente. Y no voy a usar la frase «todo libro es político», no te preocupes.

Un reino demasiado breve comienza con una cita de Aira: “Era como si mi juventud se hubiera gastado de tanto usarla; había abusado de ella, como tantos escritores que la exprimen hasta sacarle la última gota de pasión.” ¿Podemos leer en estas palabras tu voluntad de cerrar no solo la trilogía, sino un periodo marcado por unos determinados intereses literarios y por tu mirada sobre la juventud?

Cuando un amigo leyó ese epígrafe, me dijo: «¡Ahora ya no vas a poder escribir sobre la juventud!», y entré en pánico. Porque cuando elegí esa frase, pensaba más bien en decirle al lector: este es un libro escrito en tercera persona, pero sigo siendo yo. Además de que la frase me gustaba mucho en términos musicales y conceptuales. Pero se ve que hasta en la elección de un epígrafe opera el inconsciente, y quizás yo mismo me estaba clausurando esa etapa de la vida para lo que escribo. No sé qué pasará; en lo que estoy escribiendo ahora hay presencia de la juventud pero de modo más tangencial. Supongo que sobre los años de formación ya lo he dicho todo (aunque quizás me equivoque). 

En tu libro de entrevistas, El estilo de los otros, Bellatín te dice: “El fin es la lucha contra la nada y el placer de ver la letra impresa”.  Más allá de estilos y temáticas, ¿suscribes esta definición de literatura?

No recuerdo esa frase. Es enigmática y bella, como todas las frases enigmáticas y como todas las frases bellas. Podría buscarla para reponer su contexto, pero prefiero leerla así, como un aforismo de múltiples sentidos. Concuerdo, claro. A veces pienso que si vivo algo y no lo escribo luego (puede ser inmediatamente, puede ser 20 años después), no tuvo demasiado sentido haberlo vivido. La escritura justifica a la vida, y quizás esa sea la verdadera «lucha contra la nada» de la que hablaba Bellatin. Sin escritura no hay nada (solo hay vida). Y el placer de ver la letra impresa….es una inyección adictiva, una transfusión al ego de la que ninguno está exento, aunque digan lo contrario.

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