La Catrina, tabaco y una cruz de ceniza: así preparan los mexicanos el altar para el Día de Muertos
El Día de Muertos mexicano es una tradición llena de historia y rituales, producto del encuentro entre las culturas mexicanas prehispánicas y las creencias católicas llevadas de occidente
En un amasijo de culturas, Halloween se ha colado en el día de Todos los Santos y la noche de Fieles Difuntos, llenando las calles de personajes del mundo del terror y de niños que hacen truco o trato. Entre esta mezcla de tradiciones, hay una que asoma desde hace unos años: el Día de Muertos mexicano.
En la Casa México madrileña, un altar preside la entrada y la llena de color. En él se rinde tributo a Camilo Sesto, Miguel León-Portilla, Francisco Toledo y José José. Todos ellos han muerto este año. Desde The Objective, para conocer más a fondo esta tradición, nos unimos a otras 40 personas que esperan frente al altar a que comience la explicación sobre este día, a cargo de una historiadora especialista en América.
El Día de Muertos enseña otra forma de ver la muerte, y por tanto de ver la vida. Fue declarado bien cultural y material por la UNESCO en 2003. Se trata de una celebración desde el respeto, pero tintada de humor y alegría, muy diferente al luto tradicional en países europeos.
Un encuentro entre culturas mexicanas prehispánicas y creencias católicas
La celebración empieza el 28 de octubre y dura hasta el 2 de noviembre. En ella se fusionan los conceptos de la muerte heredados de las culturas mexicanas prehispánicas con las creencias católicas que llegaron con Hernán Cortés en el siglo XVI.
En el Imperio mexica o azteca se celebraba a los muertos en distintos días del año. Cuando los conquistadores llegaron, unieron las tradiciones ya existentes a las suyas para, en cierto modo, catequizarlas. Así, la celebración Día de Muertos coincide con el Día de Todos los Santos (1 de noviembre) y el de Fieles Difuntos (2 de noviembre) en la religión católica.
También introdujeron en la tradición la distinción entre cielo e infierno, basándose en antiguas creencias aztecas. En la cultura mexica, la forma de morir era fundamental, ya que de ello dependía el lugar de destino tras la muerte. El Tlalocan era el lugar al que llegaban todos aquellos muertos por alguna causa relacionada con el agua. El Chichihualcuauhco, el destino de niños muertos prematuramente, donde un árbol los amamantaba hasta que estaban preparados para volver a nacer. El cielo del sol estaba destinado a guerreros y guerreras: hombres muertos en la batalla y mujeres que fallecían dando a luz a sus hijos. Por último, el Mitclán era el lugar de destino de todos aquellos que hubiesen muerto por causas que no tuviesen que ver con la guerra o el agua.
El Mictlán, en la cultura mexica, es el inframundo. Un lugar al que se llega tras un largo camino, por etapas, acompañado de un ser querido y haciendo ofrendas a los dioses que allí habitaban. Una vez superados todos los obstáculos, el alma del difunto era recibida por Mictlancihuatl, dios del inframundo.
La celebración del día de muertos no es igual en todo el país. Depende de las raíces culturales de cada región, de su historia, de las costumbres transmitidas de generación en generación. En algunos lugares, por ejemplo, las familias llevan comida al cementerio para comer en compañía de sus muertos. En otros, la ofrenda se hace en casa.
El altar: lugar de homenaje a los muertos
Un elemento común es el altar. Dividido en siete niveles de ofrenda, es una metáfora de la vida de quien homenajea. La Catrina, figura femenina de la calavera, lo preside. Al contrario de lo que muchos piensan, no fue el pintor Diego Rivera quien creó la Catrina, sino un escritor e ilustrador llamado José Guadalupe Posada, famoso en la época por sus ilustraciones satíricas de calaveras.
Más tarde, en el siglo XX, Diego Rivera retoma el personaje, al que da el nombre de Catrina. Así era como se les llamaba en la época a quienes se paseaban de manera elegante, aparentando riqueza, cuando en realidad pasaban hambre. Por eso la Catrina del Día de Muertos viste tan elegante, con un gran sombrero de ala ancha y plumas, siguiendo la moda europea del siglo XIX.
Bajo la Catrina se colocan imágenes de los santos a los que el fallecido fuese devoto. En el siguiente nivel, se colocan las almas en el purgatorio. Debajo se coloca la sal, elemento purificador que impide que el alma se corrompa de camino a su destino final.
Después, el pan de muerto. Igual que aquí los huesos de santo, en México las panaderías empiezan a vender este dulce con hasta un mes de antelación. El pan de muerto nació con la llegada de los españoles a México y sustituyó a los sacrificios (muchos aseguran que humanos) con los que se conmemoraba este día entre los aztecas y otras culturas precolombinas.
Moncho López, de Levadura Madre Organic Bakery, cuenta a la agencia Ginger Soda que el dulce se prepara a base de harina, huevos, mantequilla, leche, azúcar y ralladura de naranja. “Su sabor está a medio camino entre un brioche y el roscón de reyes, pero lo que distingue al pan de muerto es un particular forma de hogaza sobre la que se colocan unas tiras que simulan huesos, un copete para hacer las veces de cráneo y se espolvorea con azúcar coloreada de color rojo o bien una mezcla de azúcar y canela que hace las veces de sangre”, explica. Además, algunas teorías asocian su origen a la tradición católica del pan de la eucaristía.
Una celebración pensada al detalle
En el quinto nivel del altar se colocan los platos preferidos del difunto, elaborados para la ocasión. También otras cosas de las que le gustaba disfrutar, como licores o tabaco. Más abajo se colocan las imágenes de los homenajeados en el altar, y, ya en la base, una cruz hecha de fruta y de cal o ceniza para que las almas expíen sus culpas.
En las ofrendas del Día de Muertos tampoco pueden faltar las velas, que alumbran el camino para la llegada de las almas de los seres queridos a la ofrenda. Las flores también guían a los muertos. La Cempasúchil, de un naranja vivo, es la que encabeza los adornos de los altares. También hay flores moradas, símbolo de la presencia católica, donde este es el color del luto. La artesanía tiene también un lugar en los altares: los famosos alebrijes, con forma de animales y colores muy llamativos, y también muñecas y figuras de papel maché.
En esta celebración llena de rituales y con una tradición histórica y cultural enorme, vivos y muertos conviven. La protagonista no es la ausencia, sino la presencia viva en el recuerdo, que se alza frente al olvido. Todo está pensado al detalle para honrar a los muertos, mirando hacia la muerte como algo natural y alegre.