Andrés Neuman: “Hay que reivindicar nuestras imperfecciones como base de una belleza alternativa”
‘Anatomía sensible’, lo nuevo de Andrés Neuman propone, en resumen, un recorrido poético, político y erótico donde todos los cuerpos son bienvenidos.
Poeta, autor de relatos y de novelas, Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) publica Anatomía sensible (Páginas de espuma), una serie de relatos dedicados al cuerpo. Cada breve relato corresponde a una parte del cuerpo, siendo una indagación en los distintos relatos que construyen nuestra percepción del cuerpo y nuestra relación con él.
Para los clásicos, la belleza era no solo un valor estético, sino un valor moral. Hoy, ¿sigue siendo un valor estético o lo estético ha sido devorado por el consumo?
Lo que cada época entiende por belleza, que es una noción cambiante y en permanente disputa, está siempre vinculado a algún tipo de moral. Referida al cuerpo, conocemos por ejemplo el canon musculoso del ciudadano apto para la guerra, los galanes recios del patriarcado erótico, las divas lánguidas que encarnan un rol pasivo, los artistas frágiles que escenifican la división entre intelecto y acción física… Son formas de doctrina política desde el cuerpo. Pero con una diferencia: desde sus orígenes filosóficos, la estética aspira a construir e imponer un gusto. Se encarga, digamos, de hacer una crítica (más o menos interesada) de la belleza. El problema es que hoy el mercado del cuerpo ha reducido el campo de la estética a la cosmética, que es otra cosa y se limita a reproducir acríticamente un modelo dado de antemano. Creo que las alienaciones físicas, los trastornos en la autoimagen y la compulsión de los retoques que estamos viviendo tienen mucha relación con ese sometimiento de la estética a la cosmética.
El libro empieza con una cita de Judith Butler, quien define la sensibilidad como “una reacción que es y no es mi reacción”. ¿Nuestra sensibilidad por la belleza y nuestra concepción de la misma no es más que la sensibilidad y la reacción que nos imponen?
Exacto. Nos enseñan un papel e incluso un deseo, y jugamos a representarlos desde la infancia, hasta que los asimilamos como núcleo de nuestra personalidad. Eso no tendría nada de malo, y de hecho asumirlo nos haría más libres, porque al fin y al cabo toda identidad es escénica… si no fuese porque con el tiempo tendemos a olvidar ese origen ficticio, profundamente imaginario de nuestra sensibilidad. Y por eso nos cuesta cuestionarla. En Anatomía sensible hay otros dos epígrafes que combaten entre sí. Uno está sacado del manual de Photoshop: “Haz que los elementos no deseados desaparezcan de un solo trazo”. ¡Que todo lo no deseado desaparezca! Si lo relees en términos políticos, suena nazi o milico. Frente a ese imperativo que borra, mi admiradísima Cynthia Ozick afirma: “Nadie está por encima de la ropa sucia”. La ropa sucia que deja un cuerpo supuestamente perfecto, el cesto de lo indeseable o reprimido, nuestra mierda debajo de la alfombra. Precisamente todo eso con lo que trabaja la literatura. Por eso, en un sentido estético pero también ético, el arte es lo contrario, o el antídoto, de Photoshop.
¿No hay nada más falso que la frase “sobre gustos no hay nada escrito”?
Parece cuando menos una convicción un poco ingenua, ¿no? Porque la presión colectiva es tan brutal, y la viralización de las preferencias oficiales puede llegar a influirnos tanto, que podríamos decir que si algo está saturado, sobreescrito, son los gustos dominantes. De ahí que el libro analice, recurriendo siempre al humor y la ironía, esos clichés sobre el cuerpo que después homologamos como gusto personal, y que condicionan cómo nos miramos al espejo o miramos a los demás. ¿Te cuento algo curioso? El año pasado hice algo muy sencillo que me dio escalofríos: introduje la palabra “belleza” en las imágenes de google, y anoté los resultados. Entre los 100 primeros había 98 mujeres, 97 de ellas jóvenes, casi todas blancas. Luego salían una pareja hetero y un bebé. No había nadie aparentemente mayor de 40 años, ni una sola persona claramente asociable a otras identidades sexuales. Ni siquiera aparecía una obra de arte. Me motiva escribir contra esos prejuicios e invisibilizaciones.
Leyendo Anatomía sensible una podría pensar que entiendes el cuerpo como página en la que se escribe no solo la experiencia personal, sino una serie de relatos culturales, sociales, religiosos y, obviamente, políticos.
Una página llena de inscripciones íntimas y culturales. Ahora que tanto discutimos sobre memoria histórica, que suele trabajar con los cuerpos ausentes, vale la pena recordar también que cada cuerpo vivo tiene su propia memoria histórica. Por eso la imposición de los borrados en la piel me parecen profundamente políticos: aspiran a suprimir una parte de su relato y a eliminar las huellas de su experiencia. La cicatriz es texto, una frontera entre tiempos personales. “La piel es lo más propio y, sin embargo, confirma la aparición ajena”, se dice al principio del libro. “Colecciona agresiones. Propaga las caricias. Posee memoria absoluta, como un oído que sintiese el daño en todas las frecuencias.”
El cuerpo como objeto de escritura lo encontramos muy frecuentemente en obras de escritoras, pienso en Marta Sanz o, más recientemente, Socorro Venegas o Cristina Morales. ¿Crees que el cuerpo no ha despertado el interés que merecía en la literatura escrita por hombres?
O quizás ese interés se ha dado en una misma, insistente dirección: la del observador masculino que mira o asedia el cuerpo femenino. Salvo en las tradiciones gay, claro, que han sido una ventana muy liberadora para nuestro imaginario y han permitido una ampliación de la mirada masculina. Lo que leí hace poco en una novela de Garth Greenwell sobre la tensión de los desnudos de un joven y su padre, por ejemplo, es infrecuente encontrarlo narrado por autores hetero. Por lo general a los hombres se nos ha educado para sentirnos mucho más cómodos contemplando al prójimo, cuando no objetualizándolo, que siendo contemplados. A pesar de nuestro culto narcisista, se nos enseña más sobre el cuerpo ajeno que el propio. Además de propiciar desigualdades, esa pedagogía asimétrica causa grandes lagunas narrativas, es decir de perspectiva. Esa tradición no la hemos elegido, pero tomar conciencia de ella sí depende de nosotros. De ahí que la literatura escrita por mujeres en general, y las miradas feministas en particular, sean una parte fundamental de los aprendizajes que nos faltan.
¿Crees que las mujeres han sido desde siempre más conscientes de la usurpación por parte del mercado, aunque no solo del mercado, y del capital de su cuerpo?
Dicho sea con todas las limitaciones de mi propio lugar de observación, que es el de un hombre contemporáneo, y sin haber vivido por supuesto la experiencia física de una mujer en el patriarcado, pareciera que sí, que muchas mujeres parecen conocer mejor ambos extremos de la corporalidad: el de la opresión y el de la militancia. Quizá por eso mismo, a menudo las mejores autoras han sido capaces de producir discursos que razonan no solamente en abstracto sino también desde la precariedad radical de lo físico. Desde la conciencia de que no hay luchas platónicas, porque cada concepto se encarna a su manera en nuestras anatomías. No me refiero a ninguna cercanía esencial con la naturaleza, sino a vivencias violentamente físicas de nuestras construcciones culturales.
“La vagina ha atravesado un parto histórico para gestar su espacio”. ¿Es el espacio que ha tratado de gestar también la mujer, el espacio que todavía está por conquistar?
Sin duda, y ahí habla una voz colectiva: cada texto está planteado de manera coral y poligénero. Esa frase aparece en la pieza titulada “Una vagina propia”, en homenaje a los espacios propios de Virginia Woolf, cuyo siguiente territorio de conquista sería la libertad sobre el propio cuerpo. Si los analizamos en términos simbólicos, mientras los genitales masculinos suelen estar al servicio de las causas de sus dueños, se nos ha enseñado a pensar los femeninos siempre en función de otros: concebir otras vidas, dar placer a otros (de ahí también que la masturbación femenina haya estado históricamente más estigmatizada), etc… Esa es incluso su etimología: una vaina que recubre otra cosa. Pero estamos en una época de disidencia de esas raíces atávicas. De plenitud de sí, digamos. Por eso al principio del texto se le replica a Courbet: “No es el origen del mundo. Es el futuro del mundo.”
“El falo, qué duda cabe, atraviesa nuestras leyes. Convendría aclarar si las fecunda o las violenta”. Toda una crítica a la sociedad falocéntrica, a la sociedad machista.
Esa frase aparece en el capítulo titulado “El pene sin atributos”, con su guiño irónico a Robert Musil. Además de una crítica social, es un autorretrato: de ahí venimos todos, francamente. No se trata de culparnos todo el rato ni de darnos golpes en el pecho, sino de asumir cómo se ha construido nuestra identidad machista. El asunto es qué hacemos creativamente con esa herencia, tanto en la vida como en la escritura, que son dos planos de una sola realidad.
La reflexión feminista ha estado siempre presente en tu obra, desde los cuentos de Alumbramiento hasta Anatomía sensible, pasando por novelas como Hablar solos. ¿Crees que a lo largo de este último año y medio han comenzado a cambiar determinadas cosas, a cuestionarse el relato asumido?
Que estamos viviendo una revolución histórica, y que la revolución feminista era la única que nuestras sociedades aún no habían probado y también la única (quizá junto con la ecológica, si llegamos a tiempo) que parece capaz de transformarnos colectivamente, me parece tan innegable como esperanzador. Aunque tengamos cierta sensación instantánea, son ya un par de siglos y varias olas de lucha, con sus momentos de ralentización o de aceleración como el actual. Ahora bien, no sé si creo tanto en los estados de opinión repentinos, porque emulan el ritmo y los vaivenes de la agenda mediática. Sin una educación que incluya nuestras estructuras familiares, institucionales y amorosas, con sus respectivos resultados intelectuales y estéticos a largo plazo, dudo que lleguemos muy lejos.
Hablas de las consecuencias fatales de los liftings y otros borrados. Más allá de la dictadura de la belleza, ¿es una forma de negar el paso de tiempo, de negar la caducidad del cuerpo?
Y de discriminarnos por edades, tanto en el día a día como en las representaciones artísticas. La industria audiovisual reprime permanentemente la realidad del cuerpo que envejece, lo deslegitima y lo borra. Nuestro lenguaje poético tampoco deja mucho espacio para los cuerpos no normativos ni asociados a la extrema juventud. Es decir, para una gran parte de la población. Ahí hay una laguna realmente espectacular. La tradición del carpe diem puede leerse como advertencia sobre nuestra mortalidad, pero también sobre la fugacidad de nuestros placeres juveniles. ¡Como si la madurez y la vejez no fuesen edades para el gozo! No podemos evitar la caducidad del cuerpo, pero, ¿por qué no celebrarlo y poetizarlo en todas sus edades? Me gusta pensar que el tiempo va inscribiendo su estética en los cuerpos, que empiezan a ser bellos a medida que dialogan con esa temporalidad. Un concepto de belleza que, igual que la energía, viva transformándose sin desaparecer. Somos perfectamente capaces de mirar así la materialidad de las ciudades. ¿No podríamos hacer lo mismo con los cuerpos que las recorren?
¿Cuánto está asociada la imposición de un tipo de belleza y de un cuerpo perfecto con la negación de la vejez?
Me parece un problema importante, lleno de campos libres para la experimentación literaria. En realidad, la mayoría de jóvenes tampoco encaja en esos modelos restrictivos, no hay más que ver los trastornos autodestructivos que pueden llegar a generarles. Cada vez me interesa más escribir desde una perspectiva transgeneracional. Por eso Anatomía sensible desarrolla una especie de fetichismo ampliado, que incluye en su repertorio metafórico los pies de las personas mayores, los tobillos anchos, las barrigas de la mediana edad, las pieles ásperas, los talones duros, las carnes blandas, las estrías, el codo que nos sostiene y acumula la corteza de la edad. Hay, digamos, una ética del codo, que es en cierta forma el paria del erotismo. Se trataba de trabajar con el lenguaje poético a contrapelo —nunca mejor dicho— del canon. De reivindicar nuestras imperfecciones como base de una belleza alternativa. Y de hacerlo en tono festivo, porque me pareció mucho más subversivo celebrar impunemente esas imperfecciones que sobreactuar sus conflictos, que son precisamente la reacción que nos demanda el sistema ante cualquier aspecto de nuestra anatomía que se salga de lo normativo. El libro propone, en resumen, un recorrido poético, político y erótico donde todos los cuerpos sean bienvenidos.
Hablas de lo contraproducente que son las modificaciones, las rectificaciones. ¿A dónde nos han llevado?
Bueno, rectificar puede ser maravilloso y hasta un alivio, si existen buenas razones. Sobreactuar la coherencia (como esa gente que se enorgullece de pensar lo mismo durante toda su vida) me parece una variante prestigiosa del dogma. Otra cosa es sucumbir al bombardeo de los modelos canónicos, el consumo cosmético, la dictadura de las dietas, etc. Solemos escuchar que habría que cambiar eso. Pero, para cambiarlo, necesitamos aprender a mirar nuestros cuerpos de manera diferente y eso implica también buscarles su literatura, su poesía rebelde. El 99% de la gente a nuestro alrededor no se ve representada en los patrones físicos imperantes ni en el imaginario público del deseo. Cabe entonces hacerse una pregunta: si no somos capaces de poetizar el 99% de los cuerpos del mundo, ¿qué demonios sabemos de poesía o de cuerpos?