María Moreno: “La adquisición cultural solo puede realizarse a través de la lectura”
María Moreno, periodista, escritora y una de las más relevantes cronistas en lengua española llega a España para presentar ‘Panfleto’ y ‘Banco a la sombra’
Considerada como una de las más relevantes cronistas en lengua española, la periodista y escritora María Moreno llega a España para presentar Panfleto, donde reúne sus artículos sobre erótica y feminismo publicados a lo largo de tres décadas, y Banco a la sombra, un libro de crónicas que tiene como eje las plazas urbanas. Este último se presenta, en palabras de la propia Moreno, “engordado”, con algunos artículos nuevos que no fueron incluidos en su primera edición. Con estos dos títulos, la editorial Literatura Random House ahonda en la obra de Moreno, que muchos lectores descubrieron gracias a la brillante Black Out, novela de corte autobiográfico, con elementos de ensayo cultural y de crónica.
Se la define como la gran cronista argentina, pero ¿cómo entiende María Moreno la crónica?
En la tradición latinoamericana, la crónica tiene su origen en el siglo XIX en escritores como Martí, Nervo o Darío. En aquel momento, la crónica valoraba lo nimio y se entendía como una experiencia de hiperescritura. No había el mandato del “in situ” como, en cambio, lo hay ahora. En efecto, en las letras argentinas, empezando por el canónico José Martí hay toda una tradición de cronistas que no escriben estando en el lugar, sino que escriben a partir de la lectura, es decir, a partir de lo que le leen. Al respecto, una imagen que me encanta es la de Martí leyendo The Sun para poder escribir sus crónicas norteamericanas. Él leía el diario y, a continuación, hiperescribía, no necesitaba de la experiencia directa del acontecimiento para poder elaborar sus piezas. Mi texto sobre Venecia en Banco a la sombra es un homenaje a toda esta tradición argentina, de la que también forma parte Fray Mocho, que, en el siglo XIX, reconstruye el mar austral a través de lo que ha leído, sin haber estado nunca ahí. Ahora un gesto como este sería muy criticado, sobre todo por parte de los cronistas norteamericanos, que han impuesto un modelo casi judicial de la crónica.
Usted está a las antípodas de este modelo judicial de crónica.
En una ocasión, Martín Caparrós me explicaba que él y el periodista norteamericano John Lee Anderson habían formado parte del jurado de un concurso, cuyo ganador había sido Pablo Meneses con Vida de una vaca. Durante la deliberación, Anderson no dejó de preguntarle a Caparrós si Meneses vivía realmente con una vaca y si esa vaca era realmente de Meneses. De no ser así, decía Anderson, aquel libro no podía ser una crónica, para ser crónica tenía que contar algo absolutamente real y verificable. Con Caparrós tenemos pocos acuerdos, pero los dos no estamos de acuerdo con esa idea norteamericana de crónica muy ligada a lo fáctico. Como dice Caparrós, qué importa si Kapuscinski se encontró o no con Lumumba en determinado sitio o en otro. Lo importante de Kapuscinski es que nos contó África como nadie lo ha hecho antes.
Por tanto, si para usted la crónica no está ligada a lo “in situ” tampoco lo está necesariamente al viaje.
Para mí el viaje es un rapto, un acto de una violencia extrema. No me atrevo a tener una política del viaje tan drástica como la tenía Ricardo Piglia, que decía que, cuando llegaba a un lugar, prendía la tele. Yo no prendo la tele, pero soy de aquellas que va al bar de la esquina para no salir nunca.
De ahí que, como usted misma confiese, escriba sobre Venecia sin haber ido.
Nunca fui a Venecia, cierto. Yo quería desmitificar la Venecia de los viajeros y, sobre todo, esa Venecia demasiadas veces descritas. Es una ciudad sobre la que se ha escrito mucho y no me interesaba ver como experiencia de otredad lo evidente, de ahí que a la protagonista del texto no le sobresaltan las grandes riquezas culturales de la ciudad. Ella, por el contrario, pero queda impactada por una mujer que siente fobia a los árboles y que precisamente por esta fobia se ha ido a vivir a Venecia, ciudad donde puede vivir tranquila porque no hay árboles.
Tanto en Banco a la sombra como en Panfleto, la lectura se convierte en punto de partida de toda indagación.
Para mí la experiencia siempre está mediada por lecturas. Por esto, descreo de la idea de viaje como adquisición cultural. En Banco a la sombra planteo precisamente que la experiencia está mediada por la lectura y que para describir cualquier experiencia necesitamos una bitácora de lecturas a partir de la cual comenzar a escribir. La adquisición cultural solo puede realizarse a través de la lectura.
En una entrevista, comentaba que, en los años de censura, la crónica era un espacio de mayor libertad con respecto a otros géneros.
Muchos periodistas que trabajábamos bajo censura nos refugiábamos en revistas como Semanario de actualidad y muchos otros dirigidos especialmente a un lector masculino para escribir sobre temas que no eran considerados importantes y, por tanto, que eran menos visibles a la censura. De esta manera, durante un periodo de tiempo, yo me volví una experta en nobleza europea; escribir sobre ella fue mi tarea, poco honorable, dicho sea de paso, durante algunos años de la dictadura. Lo interesante de todo esto es que los textos se convertían en laboratorios de escritura y, de hecho, escritores como Jorge Di Paola, Osvaldo Lamborghini o Miguel Briante trabajaban en este tipo de redacciones. Por mi parte, yo hacía notas con algunos elementos de erotismo de contracultura que aparecían traficados ahí sin mayor problema, puesto que mi estilo barroco me permitía no ser muy explícita y, por tanto, escapar de la censura. Cuando era llevada ante el comité censor militar, éste veía algunos problemas en mis textos, pero no conseguía ubicarlos. La censura suele ser eficaz con el realismo y con lo literal, pero yo escapaba de ambas tendencias y, como decía, la crónica se convirtió en un extraño espacio en el que periodistas y escritores podíamos mantener una experiencia y una experimentación ligada a la escritura.
Y, en este espacio de experimentación, ¿cómo nace el nombre de “María Moreno”?
Yo, en realidad, me llamo María Cristina Forero. Durante un determinado periodo, creí que el género más alto para ejercer en los periódicos era la crítica literaria. En lo años setenta, antes de la dictadura y también un poco después, ejercí de crítica literaria para el periódico La opinión, donde firmaba cada una de mis piezas con mi verdadero nombre, María Cristina Forero. Con la llegada de la dictadura, empecé a escribir notas sobre la vida cotidiana; no era algo que me gustara, todo lo contrario: despreciaba este tipo de notas, las consideraba algo menor, sobre todo porque, por entonces, no veía el calado político que puede llegar a tener la vida cotidiana. Para no hacerme cargo de lo que escribía, opté por cambiar firma; así nació María Moreno, compuesto por solo una parte de mi nombre y por el apellido de mi marido.
A partir de entonces, firmo como María Moreno las piezas menores o las que me veía obligada a escribir por trabajo más que por gusto. Este era el caso de mis colaboraciones con Status, una revista masculinista que aparece, junto a otras, para un público lector de un cierto nivel adquisitivo y cultural. Con el paso del tiempo, lo que yo creía que era mi zona legítima se fue infiltrando en la figura de María Moreno a tal punto que ahora, cuando alguien me llama Cristina, no me doy la vuelta.
¿Hubo algún otro heterónimo?
Hice algún que otro juego con el nombre de mi marido y mis apellidos y viceversa. En este juego aparentemente frívolo se ve mi deseo de escribir ficciones, un deseo que comienza a cumplirse así, construyendo heterónimos. En mi primera novela, El affair Skeffington, doy un paso adelante: invento una escritora norteamericana que escribía poemas, que yo misma invento.
Usted se formó en medio de la vanguardia narrativa representada por Héctor Libertella, Osvaldo Lamborghini o Fogwill, entre otros.
Sí, tuve el privilegio de estar con ellos en una cultura laica de bar. Nos reuníamos en el Café La Paz y tengo que reconocer que debo bastante a los debates orales y jocosos de la coalición masculina que ahí tenían lugar. En aquellos años, a diferencia de todos ellos, yo todavía no había publicado, algo que hice muy tarde, en 1992 con El affair Skeffington.
¿Qué queda de aquella vanguardia narrativa?
Ya no queda nada de todo aquello. Todos estos escritores, los mejores que ha tenido Argentina en las últimas décadas, han muerto demasiado precozmente y, sobre todo, ha muerto su legado. En Black Out aparecen todos, Libertella, Fogwill, Lamborghini…, y no solo porque forman parte de mi biografía; incorporarlos en Black Out era una manera de poner en la actualidad sus sistemas estéticos, que son completamente distintos a los sistemas estéticos hoy vigentes. Me interesa poner a estos grandes escritores en escena nuevamente, porque creo que tenían una manera de intervención política y estética hoy extinta. Como decía, están extintos ellos y está extinta su manera de intervención: para ellos la intervención tenía que ver directamente con la transgresión. Lejos de toda integración, ellos buscaban la diferenciación y tenían un proyecto de disidencia con la lengua. Esto resulta evidente al leer a Germán García, Lamborghini, Libertella… Lo interesante de todos ellos es que operaban dentro de la lengua contra el realismo pedestre. Esa transgresión dentro del lenguaje ha desaparecido o, por lo menos, solo la encontramos en algunas escritoras. Creo que ahora mismo son las mujeres las que están trabajando e irrumpiendo en la lengua con una actitud de ruptura. Pienso en Gabriela Cabezón Cámara con su novela Las aventuras de la china iron, un libro que se mete con la obra nacional de Argentina, el Martín Fierro, o en Selma Almada con El viento que arrasa. No sé si son herederas de la narrativa de los setenta, pero con sus obras tanto Gabriela como Selma irrumpen y cambian lo canónico.
En Panfleto reúne sus artículos sobre feminismo a lo largo de tres décadas en las que su compromiso con el movimiento feminista ha sido absoluto. A pesar de ello, usted no se define como activista.
No me defino así por respeto al activismo. Yo no soy una activista, nunca lo he sido. Lo que sí se puede decir de mí es que he abierto espacios en los suplementos que dirigía para los debates feministas. Esto es algo que he hecho desde los años ochenta, es decir, desde los primeros años de la democracia. Empecé en el suplemento de un diario que seguía todas las pautas el discurso tradicional; a pesar de su línea editorial, fui incorporando los debates feministas de la época e introduciendo en dicho debate nombres importados de España como Raquel Osborne o Celia Amorós. Yo me alimenté de sus textos, así como de la colección Feminismos de la editorial Cátedra. Cuento todo esto en primera persona, porque durante aquellos años de transición democrática todavía no había grupos feministas de relieve y en los periódicos aún menos. De hecho, yo trabajaba con mujeres que no eran feministas. A pesar de esto, creo que la habilidad del grupo de periodistas que trabajábamos en el suplemento fue el de transformar ese gueto de mujeres en territorio. Lo que más me enorgullece de lo que he hecho a nivel laboral es haber podido, desde mi posición de editora, abrir espacios de debate para el feminismo y para la lucha feminista.
Eran los años ochenta y usted trabajaba para El tiempo argentino.
Sí, y desde ahí lo primero que hicimos fue abogar por la obtención de derechos para la mujer: el divorcio, la patria potestad compartida o el aborto, derecho que todavía está pendiente de conquistar y sobre el que he seguido escribiendo todavía hoy. De una manera u otra, todos estos debates los incorporábamos al suplemento, aunque esto significara disentir con la línea del diario. Al respecto, recuerdo cuando, en ocasión de uno de los aniversarios de la guerra de las Malvinas, publicamos un artículo que llevaba por título La guerra es un crimen o cuando criticábamos abiertamente el uso que se hacía de la mujer en la publicidad. Sobre esto, recuerdo en concreto un anuncio de piña colada en el que aparecía una mujer con un ojo negro, pintado de forma no realista, medio desnuda y que decía a la cámara: “dame otra piña”.
Un anuncio que bien podríamos definir como apología de la violencia machista.
Esto fue en 1984, en plena lucha contra la violencia de género. Desde el suplemento fuimos muy críticas y conseguimos que esta promoción fuera retirada. Me parece que este es un caso claro e interesante de intervención política en un momento, como eran aquellos primeros años ochenta, en los que los actos de intervención política eran más bien escasos.
Los artículos más recientes incluidos en Panfleto están dedicados a la despenalización del aborto, así como al movimiento Ni Una Menos.
El movimiento Ni una menos es de una fuerza que todavía no podemos calibrar, hay que darle un tiempo que, sin embargo, se le ha negado. De hecho, una determinada intelectualidad de izquierda, por un lado, se ha mostrado crítica por no ver ningún logro por parte de Ni una menos y, por otro lado, se lo ha querido filiar a movimientos anteriores. Creo que cuando irrumpe algo con tanta fuerza como lo ha hecho Ni una menos y cuando lo hace con elementos hasta ahora inéditos no debemos apresurarnos a domesticarlo a través de una definición. Creo que Ni una menos es una revolución sin pasado y sin fracaso. Me parecen interesantes todas las manifestaciones que hubo el 8 de marzo y en las que las redes sociales jugaron un papel muy importante, sobre todo en lo referente a la comunicación internacional. Dentro de esta ola feminista hay una gran heterogeneidad de feminismos y habrá que ver en qué queda finalmente. En principio, Ni una menos es un movimiento feminista, anticapitalista y transfeminista, adjetivos que no comparten todos los movimientos feministas. De hecho, hay ciertos espacios feministas que abogan por un retorno al biologismo y prohíben la participación de las travestis, si bien, en realidad, ciertas figuras militantes del travestismo argentino, como Lohana Berkins o Marlene Wayar, son estructurales al movimiento feminista.
La idea de transfeminismo la acerca al teórico Paul B. Preciado, cuyo ensayo Terror anal realiza una atenta lectura.
En Argentina, la metáfora del ano es constitutivo de su historia política. En Médicos, maleantes y maricas, Jorge Salessi analiza la metáfora de la sodomía en la construcción de la nación argentina y observa de qué manera el ano siempre ha estado asociado a lo pobre o degradado. El ano es el ano de la patria, son los conventillos, son los pobres, son los indeseables… Todas estas realidades funcionan como contrapunto de ese ser limpio y puro que se quiere construir. En el artículo dedicado a Preciado hago una historia del ano patrio y concluyo con El beso de la mujer araña. Para mí, tal y como digo en el artículo, la escena más amorosa de la novela de Manuel Puig no es aquella en la que los dos protagonistas se dan un beso, sino aquella el compañero de celda le limpia la diarrea al guerrillero. De alguna manera, el guerrillero abre el ano a una multiplicidad de sensaciones que tenía vetadas por su modelo aséptico. Este artículo es un homenaje a Preciado y a ese libro de Hocquenghem, Deseo homosexual, que creo que deberíamos volver a leer para poder pensar fuera de las construcciones identitarias rígidas que provienen también de un modelo norteamericano.