Irene Vallejo: “Los libros no son objetos superfluos, más bien todo lo contrario”
Con ‘El infinito en un junco’, la escritora, licenciada en filología clásica, ha conseguido el Premio Ojo crítico de narrativa y el libro ha alcanzado la décima edición.
El éxito, confiesa Irene Vallejo, llegó de forma inesperada. “Cuando comencé a escribir El infinito en un junco (ed. Siruela) no tenía muy claro cómo contar la historia de los libros en el mundo clásico de forma divulgativa, como dar al ensayo un carácter narrativo”, confiesa la autora desde el otro lado de la pantalla. Asegura que, con este libro, con el que ha conseguido el Premio Ojo Crítico de narrativa, corrieron un riesgo tanto la editorial y como ella, pues no sabían hasta qué punto podrían llegar a un público amplio, a lectores de ensayo y de novela. Ese riesgo, sin embargo, valió la pena: El infinito en un junco ha alcanzado la décima edición. Su autora, licenciada en filología clásica, se muestra orgullosa, sobre todo por haberse enfrentado al género del ensayo y hacerlo con la mayor libertad posible. “Quería demostrarme que en el ensayo cabía todo y, sobre todo, quería hacer un libro divulgativo, puesto que creo esencial que el saber y el conocimiento de divulguen y se hagan accesibles”.
El junco del título tiene algo de El Aleph de Borges: en él están todos los libros y todo el conocimiento posible.
Todo lo que podemos pensar, imaginar, soñar, investigar, averiguar, construir con la mente cabe en algo tan pequeño como la superficie de una página ya sea de papiro, como en los inicios de la historia, de papel o virtual. Los miramos como meros objetos cotidianos, porque nos hemos acostumbrado a ellos, porque están a nuestro alcance, pero los libros son algo asombroso. Por esto, para el título buscara una metáfora potente capaz de mostrar precisamente lo asombrosos y extraordinarios que son.
Su libro recorre el camino que nos lleva desde el papiro al e-book y muestra de qué manera, a través del lenguaje, seguimos evocando aquellos primeros libros, aquellos rollos de papiro que, en realidad, no son tan lejanos.
En términos generales, el lenguaje es muy conservador. Todavía hoy hablamos de pluma estilográfica, si bien no tiene nada de esa pluma de ave con la que se escribía antes, y es que conservamos términos o conceptos que nos remiten a formatos de libros que hoy no existen materialmente, pero que, precisamente a través del lenguaje, siguen estando por presentes. Por ejemplo, el término “volumen” viene del latín, del verbo “volvo”, que significa enrollar y hacía referencia a los rollos manuscritos. Ahora, sin embargo, aquel verbo ha dado lugar al concepto de volumen aplicado a libros con páginas. Por un lado, el lenguaje es un poco engañoso y nos hace creer que las cosas están ahí, aunque no le esté. Por otro lado, nos ayuda a soportar las transiciones, a crear continuidades. Ahora tendemos a creer que todas las novedades acaban con lo antiguo, cuando no es así. Si miras la historia del libro, te das cuenta de que las tablillas son el formato actual de nuestros móviles y de nuestras tablets y que los rollos continúan presentes, no solo a través del verbo “scroll” aplicado a las tablets, sino también a través de los nuevos prototipos de pantallas enrollables. Incluso lo que creemos que está acabado, vuelve con otra forma. Prueba de ello es que cuando empezó la informática, se hizo un gran esfuerzo para que determinados formatos, como el PDF, por ejemplo, remitieran directamente al libro. Y, de hecho, el e-book intenta reproducir incluso el ruido de cuando se gira una página. Todo esto nos demuestra que hay muchas más continuidades de las que percibimos y lo que hace la tecnología es revisitar formatos que ya existían.
Decía, de hecho, Umberto Eco que el libro es una invención tan perfecta que no se puede inventar nada mejor para remplazarlo.
Cierto. Ahora la novedad nos deslumbra a todos, pero en otras épocas no era así, a lo nuevo se lo vestía de antiguo para que fuera más asimilable. Vivimos un momento de culto a la novedad y perdemos de vista las conexiones con el pasado. Lo que a mí me interesaba en el ensayo era mostrar que el libro y la tecnología nunca han competido, sino que se han influido mutuamente. No sé por qué tenemos este empeño en hacer competir las cosas, cuando, en la práctica, las cosas conviven, se transforman unas a otras. Y, sin embargo, siempre ha habido toda una retahíla de pesimistas que manifiestan aversión por las novedades: cuando se creó la fotografía, algunos decretaron la muerte de la pintura, sin percatarse de que, lejos de morir, ésta encontraría otros caminos. Y así fue, llegaron las vanguardias, llegó el cubismo y la abstracción. Cuando se inventó la televisión, muchos anunciaron la muerte de la radio o del cine y, sin embargo, tanto la radio como el cine aquí siguen.
Siempre ha habido apocalípticos criticando a los denominados integrados.
Sí, siempre que hay una gran renovación tecnológica aparecen los apocalípticos. Uno de los primeros apocalípticos fue Platón, que estaba convencido de que con la escritura se acababa la cultura, porque dejaría de estaría dentro de cada uno para ser depositada en objetos externos: los textos. Siglos más tarde, hubo gente que consideró que la imprenta era un invento diabólico porque permitía publicar sin control cualquier tipo de cosa, provocando el deterioro de la cultura. Algo similar se dijo cuando se inventó internet. En el fondo, se trata de una resistencia a todos los pasos que se han dado hacia la extensión del conocimiento por parte de aquellos que, desde su prejuicio aristocrático, temen a todo nuevo hallazgo que les haga perder el control sobre la información y el conocimiento.
Ahora que habla de Platón, leyendo su ensayo observamos que para hablar de la historia del libro hay que hablar de la oralidad, sin ella, no se puede entender todo lo que vino después.
Si pensamos en términos temporales, desde que apareció la humanidad y aprendió a comunicarse hasta la invención de la escritura pasó muchísimo más tiempo que desde la invención de los libros hasta el presente. De hecho, la escritura es una relativa novedad. Hay decenas de milenios anteriores en los que la comunicación se efectuaba sin libros ni escritura. El problema es que apenas conocemos el periodo de la oralidad precisamente por la ausencia de testimonios; la arqueología solo nos da unas imágenes muy incompletas y misteriosas de los relatos de aquel periodo. Al observar las pinturas rupestres podemos percibir que detrás de ellas hay relatos, historias, mitos, pero no sabemos cómo interpretarlas. Hasta que no llega la escritura, no tenemos historia. Es imposible conservar la oralidad o, mejor dicho, la conservamos solamente cuando pasa a ser escritura, es decir, cuando deja de ser lo que es.
Una vez inventada la escritura, la oralidad pasa al ámbito doméstico, pasa a ser dominio de las mujeres que, sin acceso a los libros, se contaban historias.
En el ensayo quería ver cómo había sido el acceso de las mujeres a la escritura y, sobre todo, a la profesionalización de la literatura. Si tenían suerte y provenían de familias adineradas, las mujeres podían acceder al conocimiento. De hecho, los romanos preferían que las mujeres tuvieran educación y valoraban muchísimo que tuvieran un lenguaje rico y una buena expresión oral, puesto que eran conscientes de que las mujeres eran precisamente quienes cuidaban y educaban a los niños en sus primeros años de vida. Es decir, eran ellas las que educaban a los oradores del futuro, a los grandes hombres del mañana. Su cultura, por tanto, estaba al servicio de la educación de sus hijos, es decir podían tener acceso a la lectura y a la escritura, pero no para hacer de ellas su profesión. De ahí que toda su aportación haya quedado perdida. Sabemos que hubo mujeres muy cultas en Roma, pero apenas ha quedado testimonio de su legado.
Observas la interrelación que hay entre coser y contar relatos.
Sí, en un capítulo del libro reflexiono de hecho sobre los paralelismos que hay entre lo textil y lo textual. Son muchísimos y son patentes en el lenguaje: el nudo, el argumento, urdir una trama, tramar un discurso… son muchas las metáforas que vienen del campo textil y, en mi opinión, se debe a que la transmisión de los relatos orales probablemente tenía su espacio privilegiado ahí donde las mujeres se reunían para tejer y coser. Mientras hacían este trabajo mecánico, se contaban cuentos e historias.
La relación de las mujeres con la escritura en Roma es similar a la de los esclavos, de los que se apreciaba sus conocimientos de gramática y de caligrafía.
En la época de los romanos, bastaba con que se conquistara el territorio o la ciudad en la que se vivía para que una persona pasa a convertirse en esclavo. Es decir, una persona rica, con una formación cultural y letrada podría pasar de la noche a la mañana a ser esclavo. Y algo parecido sucedía en Grecia, donde sabemos que Platón fue vendido como esclavo. Lo que quiero decir con esto es que personas muy preparadas podían convertirse en esclavos y eran utilizadas para trabajar como copistas y secretarios. Los aristócratas querían tener grandes colecciones de libros, pero no quería copiarlos, así que necesitaban esclavos, cuya situación, efectivamente, era muy similar a la de las mujeres: se les permitía aprender y tener instrucción solo por una cuestión instrumental, solo para que pusieran su conocimiento al servicio de otros. También hay que tener en cuenta que, de la misma manera que era fácil convertirse en esclavo, era fácil dejar de serlo.
Todo lo contrario de lo que sucedería en Estados Unidos, donde a los esclavos se les prohibía aprender a leer y a escribir.
En la película Doce años de esclavitud, el protagonista oculta a sus amos que sabe escribir, porque sabe que si lo descubren estará en juego su vida. Por otro lado, obtiene su liberación precisamente gracias a la escritura. Durante toda la historia hay una tensión entre el poder que da la lectura y la escritura y el intento de refrenar dicho poder manteniendo el conocimiento y la cultura solo en manos de unos pocos poderosos. Sin embargo, ha sido imposible frenar la democratización de la cultura, la lectura y la escritura han llegado poco a poco a todo el mundo. En este sentido, la historia del libro es una historia del éxito: en un inicio solamente unos pocos tenían acceso a los libros y, con los siglos, éstos se han convertido en un bien a la mano de todos. Con progresos y retrocesos, hemos llegado hasta el presente; ahora, las cifras de alfabetización son asombrosas, por encima del 80%, una cifra impensable hasta apenas unos siglos y que demuestra que, a lo largo de la historia, la lectura y la escritura se han convertido un bien a la mano de cualquiera.
En Grecia y en Roma, las clases elevadas consideraban a los libros como un capital, algo que diría que ha dejado de ser así, al menos en nuestro país.
En el momento en que dejan de ser una posesión exclusiva y una marca de estatus, los libros pierden parte de su aura. Y los libros no son una excepción, esto sucede con muchas cosas cuando se convierten en productos al alcance de muchos. ¿Qué significaba tener un coche hace cincuenta años y que significa tenerlo ahora? Hoy casi todos tenemos coche y lo consideramos como algo imprescindible. Ha dejado de ser algo exclusivo, pero no por ello ha perdido importancia. Yo soy tendencialmente optimista y no creo que sea grave la pérdida de aura de los libros. A lo largo de la historia, encontramos grandes nombres que sintieron verdadera pasión por los libros, pero también muchos otros que tenían la biblioteca porque daba prestigio, pero no porque les interesara la lectura. No creo que haya que idealizar el pasado, al contrario. Bienvenido sea el momento actual en el que cualquiera puede acceder a los libros, algo que no sucedía hace relativamente poco. En su infancia, mis padres leían esos libritos que se conseguían en el quiosco que, una vez leídos, los devolvías para cambiarlos por otros. Ellos no tenían apenas libros propios, no tenían la biblioteca que tú y yo podemos tener, pues los libros eran un bien escaso. Por tanto, ¿se ha devaluado el valor de los libros? Quizás, pero ha merecido la pena.
No solo hay libros de todo tipo, sino que han sido utilizados de mil maneras, a veces para amparar las peores de las ideologías y otras, para promover ideas subversivas y críticas hacia el poder.
Los libros pueden serlo todo y, efectivamente, hay libros que justificado dictaduras y han apuntalado ideas muy peligrosas. Así que no hay que tener una visión idealizada. Por lo que se refiere al carácter subversivo de algunos libros, lo interesante es observar que, cuando predominaba la oralidad, era mucho más difícil transmitir las ideas subversivas y, por tanto, era mucho más difícil que estas ideas pudieran cuajar. Por esto la importancia de los libros en la transmisión de ideas y, sobre todo, de esos libros que contenían ideas transformadoras y que han sido esenciales en el desarrollo social e histórico. Por esto, hago hincapié en la importancia de los libros que se escribieron en torno a personajes como Sócrates o Jesucristo, que nunca escribieron nada. Gracias a estos libros escritos por otros sus ideas tuvieron ese enorme poder transformador que tenían en potencia.
A lo largo de la historia, los libros han incomodado al poder: han sido quemados y secuestrados y los libreros han sido castigados por darles difusión.
Siempre hay libros que al poder resultan peligrosos y, efectivamente, las principales víctimas muchas veces no son los autores. Piensa en lo que pasó con Salman Rushdie: los que murieron fueron traductores, editores, libreros… Esto nos muestra que, al final, es más afectivo atacar a las redes de distribución que al autor, pues de esta manera despiertas el miedo. Y esto sigue pasando, de una forma u otra, el poder mira con recelo aquellos libros que puedan discutirlo. Todavía hoy se retiran libros del mercado, como hicieron recientemente con Fariña. Sucedía antes y sucede hoy, demostrando así que los libros no son objetos superfluos, más bien todo lo contrario.
Y todavía se debate sobre si hay que publicar libros como Mein Kampf.
Es necesario publicar libros como Mein Kampf, pues nos permiten comprender cómo se han manifestado históricamente las ideas más peligrosas, los prejuicios o la exaltación del odio. No comparto la opinión de aquellos que creen que hay que expurgar a Mark Twain de los términos raciales ofensivos. Si lo hiciéramos con Twain y con muchos autores estaríamos borrando el testimonio de otras épocas que, nos guste o no, fueron predominantemente racistas. Expurgar obras de expresiones e ideas que hoy rechazamos puede llevarnos a dar la razón a los negacionistas que dicen que no hubo campos de concentración y que no se asesinaron judíos. Si cancelamos esos testimonios cancelamos esa historia. Tenemos que conservar los documentos de la barbarie, que diría Benjamin, porque nos cuentan una historia que no debemos olvidar. No nos podemos acercar a los libros ni de una manera sacralizada ni tampoco ingenuamente.
Empezábamos hablando de que la historia de los libros es una historia de continuidades. ¿Hoy la biblioteca de Alejandría es posible en la red?
La biblioteca virtual de internet no hubiera sido posible sin la biblioteca de Alejandría, que supuso un antes y un después desde el punto de vista cultural e intelectual. Bibliotecas había muchas, pero ninguna tenía la ambición de la de Alejandría: reunir todos los libros, también en otros idiomas y con sus traducciones. La biblioteca de Alejandría era una apuesta por la memoria, por el conocimiento, por la conservación del patrimonio. Y de esa biblioteca, a la que acudían investigadores, filósofos y científicos, surgieron ideas y hallazgos imprescindibles. Además, ese proyecto nos permitió pensar la cultura como algo global. Sería terrible que solamente leyéramos nuestros libros y desconociéramos otras tradiciones y otras lenguas. La Biblioteca de Alejandría fue, en palabras de Stefan Zweig, un momento estelar de la historia. Más allá del lugar físico, es un concepto que todavía perdura y que redefinió nuestra idea de cultura y de saber.