Gérard de Nerval: «Para mí no existe más que una mujer en el mundo»
La editorial Wunderkammer publica las cartas de amor de Gérard de Nerval envió a la actriz Jenny Colon
«El sueño es una segunda vida». Con esta frase empieza Aurelia, la obra que dejó sin publicar el poeta romántico Gérard de Nerval cuando, con tan solo 47 años, decidió suicidarse, ahorcándose el 26 de enero de 1855 de la verja de una casa que fue demolida para construir en 1874 el Teatro Sarah Bernhardt, hoy rebautizado con el nombre de Théâtre de la Ville.
En aquella desaparecida casa, como también lo es la Rue Vielle Lanterne en la que se encontraba, los amigos del poeta encontraron el manuscrito de Aurelia y junto a él una serie de cartas dirigidas a Jenny Colon. Aurelia es un viaje enfebrecido a la irrealidad, pues, como confiesa el propio poeta, “aquí empezó para mí lo que llamaré el desbordamiento del sueño en la vida real«, un desbordamiento provocado por un amor perdido, condenado a su imposibilidad. Si “el sueño ocupa un tercio de nuestra vida” se pregunta Nerval, “¿Quién sabe si no existe un nexo entre esas dos existencias y si no es posible para el alma anudarlo desde ahora?».
Aurelia, su obra cumbre, es una indagación en esas dos existencias, entre las cuales se inserta la figura de Jenny Colon, la actriz de la que se enamoró hasta tal punto que el poeta, en una de las cartas que la editorial Wunderkammer publica bajo el título de Cartas de amor a Jenny Colon, no duda en escribirle: “Para mí no existe más que una mujer en el mundo”.
Jenny Colon existió; el joven Nerval se enamoró de ella nada más conocerla en el salón de Madame Boscary de Villeplaine, sin embargo, él nunca fue el único pretendiente. Ni tan siquiera fue el preferido, más bien todo lo contrario; las misivas reflejan la disparidad en el amor que ambos se profesaban, una disparidad que Nerval tolera, pero también le reprocha. “Usted me ama, sí, mucho menos de lo que la amo, sin duda, pero me ama, y, sin eso, yo no habría penetrado tan dentro de su intimidad”. No sabemos que le contestaría ella, pero por las cartas del poeta encontramos a una mujer a quien le gusta ser amada, que pretende de su amante una atención que ella no siempre le ofrece, mostrándose distante, en ocasiones, incluso displicente ante un Nerval siempre presto a disculparse ante cualquier cosa. “¡Sí, me he ganado la humillación!, sí, ¡aún tengo que pagar con muchos sufrimientos el instante de orgullo en que cedí! ¡Ah, qué risible ambición la de creerme alguien al lado de una mujer de su mérito y su belleza! ¡Pretender que podía prestarle la ayuda de no sé qué influencia que tengo sobre los demás y hablarle como rey con corona en nombre de esa miserable autoridad!”, leemos en la cuarta carta enviada por el poeta, que nunca pudo disfrutar de un tiempo tranquilo en compañía de Jenny en esa habitación que, como cuenta Théodore de Banville en un relato incluido en la presente edición, el poeta amuebló con tanto esmero, recorriendo media Europa hasta encontrar la alcoba en la que consumar finalmente ese amor.
Fue en el camerino de la artista, quizás de forma inesperada, sin tiempo para el deleite de la compañía mutua, donde Nerval se encontró a solas con Jenny. ¿Un único encuentro? Aparentemente fue así, y es que ese amor parecía condenado no solo a la desesperación del amante –“¡Ya lo verá cuando me acabe matando! ¿Qué diría usted si yo fuera a matarme?”, fueron las últimas palabras que el poeta le escribió-, sino al más absoluto de los fracasos.
Hay algo de amor trovadoresco en estas misivas, en esa amante distante, a momentos displicente, y con el corazón ocupado por otros, y en ese amor condenado, aparentemente, desde sus inicios a su imposibilidad. Las cartas, asimismo, no solo parecen estar estrechamente relacionadas con Aurelia, sino también con Sylvie, una obra precedente publicada en 1853, con Angélique y, más en general, con las breves prosas reunidas en Las hijas del fuego o con el poema El desdichado, cuyos versos pueden funcionar casi como nota al pie de esta correspondencia: “»Yo soy el Tenebroso, -el Viudo, -el Sin Consuelo, / Príncipe de Aquitania de la Torre abolida: / Mi única Estrella ha muerto, -mi laúd constelado / También lleva el Sol negro de la Melancolía».
Más allá de la locura que lo atormentó a lo largo de toda su vida y que, como señalaba Cirlot en un artículo incluido en la edición de Wunderkammer, “dividió sin duda el alma del escritor en periodos de calma, depresión y exaltación, en etapas de lucidez y delirio”, en la correspondencia con Jenny encontramos una indagación en el tema del amor entendido “como algo religioso”, en palabras de Cirlot. La amada no solo parece ser el punto de unión entre la realidad y el sueño, entre la vivencia realmente vivida y aquella soñada y/o evocada, sino que tiene un carácter trascendental. Decía el poeta que Jenny era la imagen de su alma, una imagen que está en el centro de Aurelia, donde la amada es elevada “al rango de una deidad extraña y omnipresente”.
Jenny Colon existió, sí, pero ¿hasta qué punto la actriz que encontramos como destinataria de estas cartas no es una recreación de un poeta que concibe esta correspondencia como parte de una obra en proceso de escritura? ¿Tenía razón el crítico Jules Marsans cuando sostenía que no estamos delante de una verdadera correspondencia sino de un ejercicio literario? “Basta con mirar el manuscrito, dispuesto de manera regular en hojas grandes, para reconocer no una serie de cartas distintas, sino, bajo forma epistolar, una suerte de pequeña novela, o, si se quiere, de diario íntimo”, afirmaba Marsans, cuya opinión no dista del todo de la de Albert Béguin que, tiempo después, avisaba de que las cartas “son mucho más que documentos biográficos”, son “un intento inicial de trasposición mítica, un esbozo de Aurelia”.
Independientemente de cómo fueran las cosas, lo cierto es que las misivas de Nerval a Jenny Colon son, como decía Béguin, mucho más que un documento biográfico y lo son independientemente de que el poeta las escribiera como parte de una obra por venir. Si fueron escritas únicamente como prueba de amor hacia Colon o no es indiferente en el momento de acercarse a ellas y leerlas. El valor literario está ahí, per se, como lo está en los diarios íntimos -de Woolf a Pizarnik pasando por Gide-, que, más allá de ser un documento biográfico, destacan por su carácter literario. “Mi alma abatida, dolorida, que apenas si comprende que sus días oscuros ya han pasado y que vuelve aún de tiempo en tiempo a entristecerse por costumbre. ¡Oh, los arrebatos de juventud, el brillo de unos ojos que se encuentran, la imaginación desbordándose en cada día!”, leemos en la decimoquinta carta que, como todas las demás, son una indagación en la compleja interioridad del sujeto romántico. La contención de algunas misivas contrasta con el arrebato de muchas otras, en el que el sentimiento amoroso se muestra como algo irrefrenable, imposible de ser contenido ni tan siquiera por la escritura, que se desborda a través de imágenes que unen lo real con lo onírico, lo factible con lo deseable, lo tangible con lo imaginado.
El paso del tiempo, la insatisfacción, el deseo como fuente de placer y dolor, la mujer amada como aspiración, el amor como fracaso vital, estos son algunos de los temas de una correspondencia que, más allá de las circunstancias en que fueron escritas, son la prueba más fehaciente de la grandeza de un poeta, novelista y dramaturgo que, considerado el introductor del romanticismo en Francia y nombre clave para los surrealistas –“con mayor justicia todavía, habríamos podido apropiarnos del término surrealismo, empleado por Gérard de Nerval en la dedicatoria de Les Filles du feu. Efectivamente, parece que Nerval conoció de maravilla el espíritu de nuestra doctrina”, diría de él André Breton– resulta necesario volver a ponerlo en las mesas de novedades, releerlo para que, sobre todo, Nerval no termine reducido a ser el poeta que tenía como mascota una langosta, anécdota que popularizó Los Simpson en el séptimo capítulo de su décima temporada. “Había resuelto no escribirle. Incumpliendo mi resolución me expongo otra vez a un peligro del que me puede salvar la indulgencia…”, afortunadamente, Nerval se expuso a ese peligro repetidamente, escribió y nos dejó estas cartas, el mejor punto de partida para adentrarse en la obra del poeta.