Cuando las palabras construyen aceras: cinco libros imprescindibles para conocer cinco grandes ciudades
Porque no nos interesan las guías de viajes ni una descripción comercial de las ciudades, nuestra selección es un tanto especial. De Carmen Laforet a Gay Talese o Thomas Mann, los textos que presentamos a continuación constituyen una auténtica experiencia para los sentidos.
Este sábado 31 de octubre se celebra el Día Mundial de las Ciudades. En un momento como el que vivimos, cuando las urbes están siendo las más afectadas por el coronavirus[contexto id=»460724″] y las restricciones, en The Objective te traemos los libros que mejor las comprenden y revelan, los que mejor las recrean en la imaginación del lector.
Porque no nos interesan las guías de viajes ni una descripción comercial de las ciudades, nuestra selección es un tanto especial. Los textos que presentamos a continuación constituyen una auténtica experiencia sensorial; no se limitan a situar su acción en una ciudad o a hablar de la misma, sino que toda la narración está empapada de su espíritu. Desde la primera a la última página, cada coma, cada personaje y cada diálogo se convierte en una calle de esa ciudad, en una cafetería, en una esquina.
De Thomas Mann a Gay Talese o Carmen Laforet, cinco libros para adentrarse en cinco ciudades con su propia idiosincrasia, su olor único y una luz diferente.
1. Nueva York: El puente, de Gay Talese
Los boomers son los trabajadores del hierro que recorren EEUU de boom en boom, de construcción en construcción y que, como describe Talese «llegan a la ciudad en coches enormes, viven en habitaciones amuebladas, beben whisky acompañado de chupitos de cerveza y persiguen a mujeres que no tardarán en olvidar. Se quedan poco tiempo, no más del que necesitan para construir el puente».
De la mano de esta suerte de marineros urbanos, Gay Talese elabora una crónica sobre la construcción del puente de Verrazano-Narrows en los años 60, uno de los menos conocidos por los turistas, pero que une Brooklyn y Staten Island (una decisión muy polémica en su momento, pues cientos de personas y edificios se vieron afectados en en lado de Brooklyn, mientras que las facciones poderosas de Staten Island celebraron por fin ese puente que acabaría con su aislamiento del resto de la ciudad de NYC) y constituye el puente colgante más largo de Estados Unidos.
No se equivoquen: sí, es un libro sobre los hombres que trabajaron como obreros durante casi cinco años en el Verrazano-Narrows, es una celebración no tanto del puente en sí, sino de aquellos que lo levantaron; pero el interés de Talese por las historias humanas que se esconden tras esos monstruos de hierro parte precisamente de su experiencia como neyorquino:
«Cuando me instalé en Nueva York a mediados de la década de 1950, acostumbraba a formularme preguntas del tipo: ¿a quiénes pertenecerán las huellas impresas sobre los tornillos y vigas de esas edificaciones vertiginosas en una ciudad tan inmensa? ¿Quiénes serán esas personas que caminan sobre el alambre provistas de botas y cascos de seguridad, que se ganan el pan jugándose la vida en lugares donde una caída suele ser fatal y donde los familiares y compañeros de los fallecidos consideran sepulcros los puentes y rascacielos?».
El puente se convierte en una ventana única para conocer esa gran ciudad que muchas veces es recordada por sus materiales, por sus rascacielos y por las interminables estructuras de hierro que la sostienen. El Puente de Brooklyn, el de Manhattan, el puente de Williamsburg o el Robert F. Kennedy son algunos de los que recorren la geografía neoyorquina; y Talese nos sumerge con tal fascinación en las historias de los boomers que los levantaron, que nunca más podremos dejar de verlos como los guardianes de la Gran Manzana, como aquellos que, en su día a día, se colgaban a 180 metros sobre el nivel del mar para dejar su huella en ese Nueva York de acero.
2. Lisboa: Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi
Pereira es un periodista de los de toda la vida: a lo largo de su carrera se ha encargado de la sección de sucesos en el diario Lisboa, pero en el verano de 1938 recibirá el encargo de dirigir la página cultural del periódico.
Con esta premisa, Tabucchi nos presenta un personaje al principio un tanto simplón y sin ambiciones que, al igual que la propia ciudad de Lisboa, va ganando página a página en matices, luces y rincones. Con la dictadura salazarista como telón de fondo, la capital lusa aparece retratada como un lugar angustiosamente tranquilo, donde la «brisa atlántica» no parece poder llevarse una sensación persistentemente fúnebre, donde el jadeo y el sudor que acompañan día a día a Pereira nos indican que la fotografía no está completa, que aquello que el periodista «sostiene» no es todo lo que está ocurriendo en la ciudad.
El texto de Tabucchi se convierte en un auténtico callejero para recorrer la urbe, su trazado irregular y los continuos desniveles que agotan al protagonista y le dejan sin aire (claro reflejo de la culpabilidad de Pereira, que trata de ignorar lo que está ocurriendo en el país, pero cuya realidad se le acumula en el pecho y apenas le deja respirar). Tranvías que recorren la Avenida da Liberdade, edificios vestidos por tejas de colores y paseos de Pereira hasta su casa en la Rua da Suadade; la vida del periodista parece anclada en el pasado, en una Lisboa señorial y apacible que en 1938 ya ha quedado atrás.
Así, entre algún que otro asesinato perpetrado por la Guardia Nacional Republicana y los pelotones de soldados en puntos estratégicos de «una ciudad que apesta a muerte»; el Café Orquídea se convierte en el lugar más simbólico de esta Lisboa literaria. Un oasis, tanto urbano como narrativo. Es el lugar donde Pereira parece poder respirar, donde la bochornosa brisa atlántica deja paso a un refrescante ventilador y donde, tan solo si él, periodista, lo desea, Manuel, el camarero, le informará de la actualidad.
Porque la Lisboa de Antonio Tabucchi es una Lisboa de contradicciones, donde se vive una «extraña conjunción de música y policía», donde la bochornosa brisa atlántica parece silenciar los gritos de socorro, y donde las limonadas del Café Orquídea no parecen ser suficientes para saciar la sed de todo el país.
3. Venecia: La muerte en Venecia, de Thomas Mann
Gustav von Ascenbach, procedente de Munich, llega a Venecia en busca de «un mundo exótico, que no tenga relación alguna con el ambiente habitual, pero no muy alejado». Esto es sin duda lo que ocurre cuando un europeo viaja a Venecia: somos prácticamente vecinos, pero en cuanto ponemos el pie en esa ciudad en penumbra sabemos que nunca antes hemos visto ni vivido algo igual.
En el caso de Aschenbach es la visión de un anciano, un «joven falsificado», de dentadura postiza y pretenciosa peluca, la que parece iniciar su delirio, justo cuando el barco de vapor se aproxima a los canales del Véneto. Es ese ser maquillado y asfixiado en su impostura el que parece darle la bienvenida a la ciudad, erigiéndose como Caronte en la laguna Estigia. Porque la Venecia de Mann, con ese carácter onírico que tienen también novelas como Relato soñado o La señorita Elsa; es una ciudad donde los decorados nos fascinan y al mismo tiempo nos mienten, donde las casas y las ventanas cerradas no parecen indicar que el lugar esté deshabitado, sino que aquellos que deambulan entre sus paredes no están dispuestos a salir a la luz del día.
Venecia, a pesar de encontrarse en el norte de la península italiana y vivir del turismo, no es un lugar lujoso. Sus callejones pintorescos nada tienen que ver con otras «ciudades de cuento», como Brujas; y por sus canales discurren aguas diferentes a las de Amsterdam o Utrecht. Es la ciudad del carnaval, del disfraz que enmascara la ruina. Venecia huele como ese baúl de vestidos que abres en la casa de una tía abuela cuya historia realmente nadie conoce. Venecia rezuma decadencia, pero también belleza impostada.
Sin embargo, tal y como le ocurre a Gustav von Aschenbach en la novela de Mann, justo cuando encontremos la hermosura en la culpa y el desasosiego, justo cuando rocemos con los dedos la verdad de esta ciudad; será justo entonces cuando Venecia nos ahogue para siempre en sus aguas turbias, en esa laguna Estigia sobre la que flota su decorado carnavalesco.
4. Edimburgo: Trainspotting, de Irvine Welsh
Todos los veranos, Edimburgo acoge el Fringe, el festival alternativo de artes escénicas, y la capital de Escocia se convierte en un lugar dinámico y deseado. Después de Londres, Edimburgo es la ciudad más visitada de Reino Unido, y los turistas alaban su castillo y los demás edificios y calles de estilo medieval.
En Trainspotting, Welsh nos traslada a la otra Edimburgo: la de la miseria y la desocupación, la de las adicciones y el VIH. De la mano de un grupo de jóvenes a medio camino entre La naranja mecánica y la obra de teatro Jerusalem, la desesperación está presente en cada una de sus intervenciones. Entre líneas de un agresivo lenguaje callejero se cuela la heroína; y Edimburgo empieza a parecerse más a un pueblo español azotado por el tráfico de drogas que a la capital escocesa de las artes y la historia.
Sick Boy, Spud y Mark Renton se mueven del «antro de Johnny» a la casa abandonada donde se chutan ese «elixir que da y quita la vida»; pero el Edimburgo por el que nos llevan parece estancado, un limbo donde el tiempo lo marca la jeringuilla. Cuando consiguen su dosis, las horas se dilatan y Edimburgo parece más luminoso. Cuando tratan de sobrellevar el mono, la ciudad se vuelve hostil e insuficiente.
Un poco como le ocurre a Billy Elliot, hijo de una familia minera que nunca ha estado en la catedral de Durham, ese Edimburgo de cultura y turismo es ajeno a los protagonistas. Sin embargo, el retrato de Welsh (que después llevaría Danny Boyle al cine en la película homónima) resulta absolutamente necesario para aproximarnos al Reino Unido más gris, a ese norte de clase trabajadora de finales de los años 80.
5. Barcelona: Nada, de Carmen Laforet
Quizá esta elección, la última, resulte un tanto confusa. Es cierto que la primera parte de la novela, desde que Andrea llega a la calle Aribau, se desarrolla casi exclusivamente en la casa de sus familiares, ese piso decrépito y lleno de polvo. Sin embargo, precisamente porque el texto ha estado dominado hasta entonces por una sensación de encarcelamiento, el primer paseo de Andrea por la ciudad resulta liberador:
«Yo, de pronto me encontré en la calle (…) No sabía si tenía necesidad de caminar entre las casas silenciosas de algún barrio adormecido, respirando el viento negro del mar o de sentir las oleadas de luces de los anuncios de colores que teñían con sus focos el ambiente del centro de la ciudad».
El primer encuentro auténtico de Andrea con la ciudad de Barcelona, más allá de los paseos soporíferos forzados por su tía Angustias, transcurre de noche, justo después de haber estado tomando unos licores en casa de su amiga Ena. Por primera vez, el fantasma de la calle Aribau ya no le persigue, y la protagonista se mueve a sus anchas por esas aceras que durante unos meses solo podía imaginar. Las infinitas posibilidades en la ciudad catalana le abruman, y la mirada de Andrea, de apenas 18 años, que ya no siente el frío, le lleva justo a donde quiere estar: la Catedral, que a esas horas disfruta solo para ella. Es esa sensación a medio camino entre la plena independencia y sentir que la ciudad es excesivamente grande y apabullante para uno mismo; algo que todo aquel que vive en una gran urbe ha experimentado después de una cena o unas copas de más, perdido en el limbo que precede al amanecer.
En la novela de Laforet, que ganó el premio Nadal en 1945, Barcelona no es sino el testigo de la evolución de Andrea, de su progresiva independencia y emancipación de los lazos familiares. Los parques, la plaza de Cataluña, la universidad, la casa de Pons en la calle Muntaner… Cada rincón se articula como el escenario de la protagonista, que poco a poco irá dejando atrás esa Barcelona imaginada y fundada en la esperanza para empezar a vivirla, a comer en los restaurantes de la calle de Tallers y a pisar sus aceras. Paso a paso, la ciudad condal se irá levantando cálida y mediterránea entre los plátanos y el sonido del tranvía, gracias a las palabras de Andrea, que la dibujará para nosotros.