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Alberto Olmos : “Una de las premisas de 'Irene y el aire' era cómo no parecer el clásico pesado que cree que todo lo que le pasa lo puede contar y el lector debe leerlo”

Alberto Olmos : “Una de las premisas de ‘Irene y el aire’ era cómo no parecer el clásico pesado que cree que todo lo que le pasa lo puede contar y el lector debe leerlo”

Sergio Loes | Cedida por el autor

Hace justo cuatro años que el ahora popular columnista de El Confidencial, Alberto Olmos, publicada su última novela, Alabanza (Random House, 2016). Fecha que coincidió con el nacimiento de su primera hija, Irene, y que ahora cuenta en su novela autobiográfica Irene y el aire (Seix Barral, 2020). Entre medias, eso sí, tuvo tiempo para recopilar sus textos periodísticos en Cuando el VIPS era la mejor librería del mundo (Círculo de Tiza, 2020).

No tener un hijo es el único fracaso definitivo

Eso es lo que escribió Alberto Olmos en su diario: “No tener un hijo es el único fracaso definitivo”. Antes, sin embargo, había estado fuertemente convencido de no tenerlo, al hijo. “Siempre consideré acabados o consumidos o echados a perder a mis amigos varones cuando fueron padres”, escribe Olmos en Irene y el Aire. Y continúa: “Siempre he creído que los mejores escritores de la historia de la literatura eran los que no habían tenido hijos”, Y, aun más, dice: “Durante años, afirmé que no quería tener hijos pobres”. Pero, sin embargo, de repente, quiso tener un hijo. Se dieron cuenta, él y su mujer (Eugenia), que preferían estar del bando de los que sí querían tener hijos, porque se sabían equivocados en su deseo de no tener hijos. Así que hicieron un catálogo de argumentos. La conclusión fue que se puede vivir sin hijos, pero no morir sin ellos. Y, a partir de aquí, todo fue ponerse. Olmos habría de entender entonces que, ser padre, no es sino la primera de las traiciones a la juventud.

Una animalidad sin protocolos

El padre vive el embarazo como un rumor de la vida, permanece en una suerte de prórroga de la no-paternidad. Lo suyo es casi, escribe Olmos, “una plácida incomparecencia”. Nada en su cuerpo cambia. Sin embargo, la mujer sí ve cómo su cuerpo, su ánimo, sus ritmos se modifican. Y no hace más que vigilar, mientras el padre espera, observa. Irene y el aire es el dietario que testimonia esa observación atenta del cuerpo gestante. Ese aguardar pacientemente lo inevitable. Irene y el aire, contra el mito del saber oculto, revelador y mágico que se suele (todavía) adjudicar al embarazo y al proceso de gestación, nos habla de la inquebrantable voluntad de la naturaleza y el azar. Sobre la sangre. Sobre la pura animalidad sin protocolos.

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Imagen vía Seix Barral.

Esta conversación con Alberto Olmos se produce al calor de la silenciosa madrugada cómplice de un jueves de octubre, y de forma telemática.

Hola Alberto, en primer lugar, quería preguntarte en qué momento te das cuenta de que debías escribir esta historia.

Me puse a escribir este libro para quitarme de encima el relato del parto. Eugenia y yo no parábamos de contarnos lo que habíamos vivido, y cada día añadíamos un nuevo matiz, un detalle, algo que el otro no vio o no pudo ver. La verdad es que fue una experiencia demasiado intensa, por las circunstancias en las que se produjo. Quiero decir que por primera vez en mi vida me vi realmente al borde del acontecimiento, uno lúgubre y fatal. Entonces me propuse escribirlo para, como quien dice, tener una versión oficial. No diré que lo hice sin pensar en publicarlo, pero sin que publicarlo fuera lo más importante. Luego me di cuenta de que era un libro original y nuevo -al menos yo no conozco un libro así, exclusivamente sobre venir al mundo tomando un caso concreto- y me dio por darle una cierta velocidad narrativa, entre la novela de terror y thriller -suponiendo que yo sepa hacer novela de terror o thriller, que tampoco es tan fácil.

En Irene y el aire tu participación es más bien la de un personaje testigo, ¿cómo confrontaste este hecho?

Bueno, ahora que lo preguntas, aquí habría que pararse un poco. Cuando hablamos de narrador testigo damos por hecho que el protagonista, el héroe, es otro, el que vive las aventuras. El narrador testigo simplemente cuenta lo que hace el otro. Sin embargo, es también un gran poder, una gran aventura y un protagonismo ser quien narra. Obviamente yo en el parto no soy nadie, pero no salgo nunca del plano, porque la cámara también soy yo. Quiero decir que mi presencia secundaria en el texto no debe eludir el hecho de que, creativamente, lo protagonizo, con todo lo bueno o lo malo que eso pueda conllevar. Luego, a lo que vamos, que es el relato, yo estoy encantado de no hablar de mí. Una de las premisas de Irene y el aire era cómo no parecer el clásico pesado que cree que todo lo que le pasa lo puede contar y el lector debe leerlo. Quité cosas constantemente, corregí muchísimo, sopesé cada detalle. Debo decir que he quedado muy contento con mi trabajo, al punto de que siento que estoy en otro momento como escritor, ese momento adulto en el cual realmente sabes que amas tu oficio y sólo te importa hacerlo lo mejor posible.

Quería que me contaras de qué forma te planteaste el diseño arquitectónico de la novela.

Me gusta la técnica literaria hasta cierto punto, me interesan los manuales de teoría literaria, los libros de autores importantes donde hablan de cómo escriben…, pero al final cada libro es un rompecabezas único. En esto coincido con Javier Marías: no sé si sé hacer novelas, sólo que las hice una vez. Esto parece increíble, pero realmente cada novela tiene algo de primera novela. Te pones a hacerla y vas viendo qué pasa, descubriéndola. También me gusta lo que dice Coetzee: escribo para saber lo que quiero decir. Por otro lado, en muchos de los libros que he escrito me ha pasado algo curioso, también en Irene y el aire. Me atrae lo que quiero contar, pero, en la primera página, me digo: ¿lo voy a contar ya, sin más? Y entonces doy un rodeo de 200 páginas, dejando para el final lo que realmente quería yo narrar. En este caso es el parto en sí. Supongo que esto puede tener alguna explicación, algo sobre el pudor, algo sobre calentar motores, algo como que lo explícito no es literatura. Sea como sea, doy rodeos, y, obviamente, a lo mejor el rodeo al final es más interesante que el lugar donde tú creías que querías llevar al lector.

Alberto, me gustaría preguntarte si crees que el hecho de comparecer semanalmente en tu columna de El Confidencial y haber estado abierto durante los últimos tiempos a un público no específicamente literario (y más amplio) va a beneficiar a la recepción de este libro. Y también cómo ves Irene y el aire respecto al resto de tu producción.

Ah, no lo había pensado en esos términos, como que los artículos han allanado el camino para que los lectores sientan cierto interés por un libro de no ficción, dado que los artículos mismos hablan del presente y de la realidad. Yo simplemente pienso que si uno es columnista y tiene un público, algo de ese público puede picar con las obras literarias, en formato libro. Poco más. La verdad es que sigo sin saber quién me lee y sin escribir para nadie, o sea, escribiendo para la humanidad entera. Soy así de romántico.

Dentro de mi larga -yo creo que ya va para larga- obra novelística, este libro es bastante excepcional. No es comparable con nada salvo con esos desvíos que vemos por ejemplo en Richard Ford, que de pronto escribe un librito sobre sus padres que no tiene nada que ver con su narrativa, y quizá es lo mejor suyo. También pienso que si este libro funcionara demasiado bien, me vería obligado a escribir otro parecido, pues el éxito -esto lo dice mucho Vila-Matas- conlleva a menudo esa esclavitud de repetirse, de dar más de lo mismo. En ese sentido, no sé si me pondría otra vez con algo tan íntimo, ni si quisiera vivir para contarlo luego, cosa que me parece un tanto obscena.

Tengo la impresión de que Irene y el aire es una reivindicación de la paternidad por omisión (escribes en la p.166: “Al final sólo ha pasado lo que uno escribe que ha pasado”). Una suerte defensa de la narratividad del hecho de ser padre, pues, a diferencia de la madre, éste ni participa ni puede participar del hecho físico del alumbramiento. ¿Todas las reflexiones del libro surgieron durante la propia escritura o el proceso fue el inverso?

Pienso a menudo que soy mucho más inteligente escribiendo que hablando, que soy un tipo bastante vulgar salvo si me pones un teclado delante. Esto, lo tomes como lo tomes, es muy importante. Ayuda o explica por ejemplo por qué yo sé que un artículo mío va a funcionar muy bien: lo sé porque yo mismo flipo con lo que acabo de escribir, con lo que acaba de escribirse. Quiero decir, respondiendo a tu pregunta, que sucede justo como dices: me pongo a escribir y descubro lo que puede ser dicho, lo que hay que decir o lo que supone un decir diferente. Luego la gente me pregunta qué quería decir con tal o cual frase y yo no tengo ni puta idea. En los artículos en concreto me veo escribiendo cosas que ni siquiera podría desarrollar, pero que, cuando las tecleo, me sorprenden, me hacen gracia o me descolocan. Estoy explorando en contra de mí mismo, muchas veces, en contra de mi concepción del mundo, en contra del cliché, en definitiva. La cita que me pones es justamente el tipo de citas que yo, al hojear el libro y encontrarla, subrayaría. Subrayaría como si no fuera mía, quiero decir. Esto suena vanidoso si no conoces la magia -perdón por la cursilería- de escribir, que muchas veces el texto no es una comunicación, sino una epifanía.

¿Cómo ves tu libro en relación a toda esa nueva tendencia de libros sobre crianza y nuevas masculinidades que se dedican a revisar la figura del padre?

Bueno, lo veo quizá como enfrentar lo real con un montón de estupideces. Todo es más sencillo, más fácil y más natural que como tratamos hoy en día de verlo. Te pongo un ejemplo: nos regalaron antes de nacer Irene unos walkie talkies cuya función parecía ser, puesto uno en la cuna y otro en la habitación de los padres -pensando que los padres duerman en otra habitación-, que estos pudieran escuchar los ruidos del bebé y acudir en su ayuda. La realidad es que cuando llora un bebé se escucha en toda la manzana. No llegamos a abrir esos walkie talkies. Todo es una extraña mezcla de marketing, sentimiento de culpa, flojera de carácter y consumismo. Se vende a los padres cosas que no hacen falta (con mi segundo hijo apenas hemos comprado nada: no hace falta nada para cuidar a un niño, no tenemos ni chupetes), y se venden desde varias perspectivas no poco miserables. Una es que no eres buen padre, buena madre, porque ¿qué persona que se crea buen padre no va a comprar a su hijo un manta “antiasfixia”? Por supuesto, esta manta es una gilipollez. Pero ¿te vas a arriesgar a que tu hijo muera asfixiado por una manta que no sea antiasfixia? Y así todo. Manuales que te dicen que hables y cantes al bebé… ¿Quién no habla, canta y acaricia y besa a sus bebés? ¿Hace falta que te lo digan? Padres modernos que “comparten” los cuidados… Yo no paro de ver por la calle padres con sus hijos, sus bebés recién nacidos, encantados de llevarlos en la mochila de porteo o el carrito simplemente porque son sus hijos, los quieren y es maravilloso pasar tiempo con ellos. No necesitan leer ningún manual, ningún reportaje. Son cosas totalmente lógicas y sencillas y naturales. En fin, la lista de engaños, extorsiones y bobadas aparejadas a la paternidad sería infinita.

Al hacer tú mismo la crítica de tu libro en El Confidencial escribiste “éxito es escribir a pesar de todos vosotros.” Quería ampliar esa frase y decirte: “Éxito es escribir a pesar de mí”. Y lo refiero al pudor que siempre has manifestado de hablar sobre ti mismo. Me gustaría saber cómo fue ese escribir contra tu propio pudor.

Ahí tienes un ejemplo de frase llamativa sobre la que no siento la menor responsabilidad. Como es conocido, no me gusta mucho el mundo editorial, el así llamado mundillo. Pero la frase “éxito es escribir a pesar de todos vosotros” surge mientras tecleo, no la había pensado nunca. En todo caso, el pudor fue un obstáculo muy pequeño en este caso. Llevo tanto escribiendo que ya me da lo mismo lo que nadie pueda pensar de lo que escribo, de lo que expongo cuando escribo o de la vida verdadera que pueda delatar mi escritura. Por otro lado, la escritura del yo, que en cierta medida he practicado siempre -también Trenes hacia Tokio, a pesar de llamarse David el protagonista, es prácticamente autobiografía-, la contemplo de manera muy rigurosa como la escritura de lo conflictivo, oscuro, infame o ridículo. Todo lo que pueda poner en mis libros sobre mí será siempre lo peor de mí, nunca lo mejor. Entonces escribir Irene y el aire para decir que soy un tipo cojonudo, amoroso, que vive como nadie el advenimiento que se está fraguando… es algo que no haría nunca, no le veo sentido. Yo le veo sentido a escarbar en lo inconfesable, lo mezquino, la obsesión o el patetismo. Comprenderás por tanto que la corrección política no puede repugnarme más -eso de prohibir canciones como La mataré, de Loquillo-, porque censura el arte como campo abierto para el propio conocimiento, y lo reduce a una doctrina maniquea y bobísima, además de sumamente aburrida.

¿Podríamos decir que, de alguna forma, Irene y el aire es un libro sobre el aprendizaje de la paternidad?

En realidad estamos llamando paternidad a ser padre, a ese instante diminuto en el que una vida llega al mundo y es culpa tuya. La paternidad real yo creo que es otra cosa, mucho más gris y sacrificada. Ojalá fuera todo ver llegar niños al mundo, y no llevarlos al colegio todos los días y darles de comer todos los días y cuidarlos todos los días y discutir con ellos casi todos los días, por no hablar de lo que nos espera en la adolescencia y más adelante. Así, el libro narra un nacimiento y no creo que su narrador aprenda nada, salvo lo que es un nacimiento; nada sobre paternidad, digo. La paternidad real todavía está por venir: llegará cuando tu hijo pueda tener razón.

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