Antonio García Maldonado, un hombre contra el final de la aventura
El ensayista nos regala un libro fabuloso donde caben ‘Master and Commander’, la exploración del espacio y un par de vueltas al sentido de la vida
Tiene Cartarescu un personaje –en El Mendébil; dejémoslo por escrito– que es un profesor de literatura, uno que vive más por detrás que por delante, donde ocurrió «lo original y tal vez insólito» de su vida, y que se pregunta si no hay más razón para su existencia que haber nacido. Y esa es una cuestión que, tarde o temprano, nos planteamos todos. Solo que algunos lo hacen con mayor frecuencia, claro; se detienen en la idea treinta minutos en lugar de treinta segundos, primero un día y luego otro, y van leyendo y escribiendo, leyendo y escribiendo, hasta llegar al punto de partida con las mismas dudas y alguna nueva. En fin. Hemos venido a hablar de un autor y un libro; un ensayo escrito por Antonio García Maldonado, llamado El final de la aventura, editado por La Caja Books, prologado por Manuel Cruz. Los datos de la solapa, sobre la mesa. Y vamos a las páginas, menos de doscientas, que albergan decepciones y anhelos, miedos y promesas, y un hilo de fondo que es Master and Commander.
–¿Le has enviado a Peter Weir el libro?
–Todavía no –sonríe–. Pero se lo mandaré.
Hay una escena de aquella película marina —ambientada en las guerras napoleónicas— que rememora el ensayo, ¿cómo era? Dos muchachos entran en la sala del capitán Aubrey, cabecilla del orgullo británico, y uno de ellos le revela un secreto: yo vi la construcción en Boston de ese navío francés que algunos comienzan a llamar el Fantasma. Y el muchacho, que no domina únicamente el arte de la observación sino también el de la carpintería, le entrega una réplica exacta y a base de madera que deja al capitán fascinado: aquello explica su plasticidad en el mar, su velocidad y su capacidad de carga, por qué demonios es tan escurridizo y peligroso. «Es el futuro», se dice. «Vivimos en una era fascinante».
–Asume, como cualquiera de nosotros, que lo que está por venir tiene que ser mejor.
–Porque es necesario –retoma Antonio–. El presente, por definición, es ingrato. El día a día tiene sinsabores. El presente es el momento en el que padecemos; el futuro, que es la imaginación, es la vía de escape. Lo distintivo de esta época es que el futuro se ve muy difuminado o no se ve. Y, si lo ves, no te ves en él. Y, cuando no ves futuro, ves pasado.
Antonio García Maldonado nació en 1983, en Málaga, y dice que echa de menos el mar; no la arena, no el bronceado, no la sombrilla, no los juegos de playa, no el sol de mediodía: el olor a salitre, el sentirlo cerca, estar ahí. Madrid tiene tantas cosas, tantas, que una de ellas es tierra y más tierra allá donde mires.
Cuando comenzó a escribir este libro, durante el confinamiento general, Antonio lo hizo asaltado por las dudas: ¿qué debo esperar de mi vida?, ¿qué puedo hacer con ella?, ¿cuánto está en mis manos?, ¿debería provocar algún cambio?, ¿por qué tantas dudas? Cuenta en la coda del libro que El final de la aventura es «una biografía involuntaria», quizá un espasmo anticipado de «la crisis de la mediana edad».
«El libro es el relato de mi aventura buscando por qué me siento incapaz de encontrar una aventura»
El título anticipa lo que anticipa, el título no engaña; pero lo que esconde de amargura, lo esconde de esperanza. Se remonta a los exploradores de antaño, que se echaban a la mar empujados por la bravura y la necesidad –de sorpresas, tesoros, lo que sea–. Se pregunta qué nos queda por conocer, ahora que conocemos tanto, y llega a la conclusión de que las dos aventuras fundamentales de nuestra especie —a 2020, por supuesto— son el calentamiento global y la exploración del espacio. Y piensa en Elon Musk: «Tiene esa mezcla de locura y heterodoxia, pero también un lado de la narrativa norteamericana del éxito que me genera un poco de inquietud y rechazo». Y considera que su aportación, a su tiempo, será importante: sin ir más lejos, con sus cohetes reutilizables; también con sus coches, que tienen la autonomía y la sostenibilidad por bandera.
—No podremos mudarnos a otro planeta si no sobrevivimos a este.
—Exacto —retoma—. Distinto será cuando ya estemos en otro planeta y el último vuelo no sea reutilizado.
Hay mucho de biográfico en el libro, pues; pero debía existir algo más en su angustia. Algo generacional, algo de los tiempos; algo de este vivir frenético y francamente agotador, algo del desgaste de la palabra pausa. Un tocayo lo llamó agitación.
Encontramos esta cita a Sennet en sus páginas: «¿Cómo pueden perseguirse objetivos a largo plazo en una sociedad a corto plazo?». «El libro es el relato de mi aventura buscando por qué me siento incapaz de encontrar una aventura», continúa Antonio. «Me pregunto si eso tiene una validez más social o incluso generacional. Ese enlace es clave. El libro nace de que yo, en un momento determinado, me planteo la posibilidad de hacer un cambio hacia ese tipo de aventuras que cuento. Y me pregunto por qué necesitaba esa aventura: si era porque quería, si era fruto de un malestar personal. Y lo que diagnostico es que hay determinadas cosas que pertenecen a un ámbito estrictamente histórico-político que ha sido previamente cocido».
«Una cosa es predecir y otra, decretar. Contra eso me rebelo»
Cocido o construido, añade, a base de predicciones. Antonio acumula recortes y recortes de periódicos con noticias que vaticinan la muerte de la muerte, la sociedad de los cyborgs, la mudanza a Marte, ya se entiende. Sin embargo, la realidad es tozuda: las previsiones que nos contaron se van desarmando, una detrás de otra; la vida no entiende de planes. Lo constatamos ahora: ¿qué será de nosotros cuando pase lo peor de la pandemia?
—Hacemos nuestra vida en base a las predicciones y son tan fascinantes y refinadas que acabas por creerlas —agrega—. La burbuja inmobiliaria estaba avalada por las mejores empresas y auditoras, por los mejores másteres en finanzas, y se hicieron las bases del futuro con esas predicciones. Seguimos tendiendo a creer en eso. Yo critico las predicciones en el libro, o cómo las asumimos, y el mensaje que te mandan con cada una de ellas: te están diciendo que, hagas lo que hagas, el futuro va a ser eso. Una cosa es predecir y otra, decretar. Contra eso me rebelo. Ahí estáel final de la aventura. No podemos asumirlo, es tanto como asumir que somos prescindibles. Si yo no aporto nada, ¿para qué me esfuerzo tanto?
Hay algo que tampoco se escapa en el libro: una voluntad de que el futuro que asombraba a Aubrey sea igual para todos. Sin hacer una apología del comunitarismo, sin instalar un huerto en el meollo de cada barrio. Antonio, matiza, aspira a la construcción de una sociedad que viva en un mundo y no en dos; recela de que sea el futuro exclusivo de unos cuantos privilegiados: «Habría que dar cabida, en esa aventura, a cuanta más gente, mejor».
Todo se entiende mejor con una historia. Por eso recuerda cuando Kennedy, en los tiempos de la carrera espacial contra los soviéticos, se acercó a un operario de la NASA y le preguntó: «Usted, caballero, ¿a qué se dedica aquí?». Y el operario respondió: «¿Yo? A poner un hombre en la Luna».
Puedes encontrar El final de la aventura en tu librería más cercana y en la página de la editorial.