José Ignacio Carnero: «La soledad se cura acompañado»
‘Hombres que caminan solos’ es un tierno y doloroso relato sobre las relaciones entre un padre y un hijo perdidos en el mundo, sin el apoyo de una madre que cohesionaba sus vidas
El escritor y abogado bilbaíno, ahora afincado en Barcelona, José Ignacio Carnero, se presentó en sociedad con Ama (Caballo de Troya, 2019), uno de los libros seleccionados por los entonces editores del sello, Luna Miguel y Antonio J. Rodríguez, y que tuvo largo recorrido, gracias al cariño de los lectores y que llevó a que se consignaran cinco ediciones de este texto memorialístico, donde contaba la enfermedad terminal de su madre.
Ahora, con Hombres que caminan solos, Carnero da el salto al sello mayor de la casa (Literatura Random House) y trata de revalidar una escritura donde las categorías de ficción y realidad son más lábiles de lo que parecen.
El significado de las cosas (y su ambivalencia)
«Soy yo, cuando escribo estas líneas, el que pone nombre y significado a las cosas. En la vida real, eso no sucede», escribía José Ignacio Carnero hacia el comienzo de Ama, su anterior obra. En ella, se servía de un narrador que era y se parecía mucho a él mismo y que trataba de contar la vida de su madre a través de la voz de ésta, pero también gracias a su propia voz. Ahí se pretendía escuchar y escribir. Frases cortas, verídicas, sentencias encadenadas. Recuerdos retomados (y escritos) con la trepidante urgencia de la muerte que acecha. Así, Ama era, en cierto sentido y entre otras muchas cosas, una toma de conciencia de la soledad. Al narrador, igual que en Hombres que caminan solos, le afligía una extraña presión que solo se aliviaba con la escritura. Por ello, ambos libros (a pesar de sus notables diferencias) comparten un hilo secreto: el rescate de la memoria (la memoria del pasado en Ama y la memoria del futuro en Hombres que caminan solos).
Al teléfono desde Barcelona, y preguntado sobre el asunto de las relaciones entre los narradores de sus dos libros, José Ignacio Carnero opina que, para el lector de Ama, «es muy útil que esta segunda novela venga guiada por la misma voz de la anterior, ya que facilita la conexión entre una y otra». El punto de Carnero es que, a pesar de que su libro anterior era más fiel a los hechos, «desde el momento en el que pasa por mi subjetividad y está cruzado por el tiempo de la escritura y se sirve de mi óptica, no se puede afirmar que sea no-ficción». Pues se ha de tomar en consideración detalles como la propia visión del escritor, el tiempo que ha transcurrido desde que suceden los hechos y hasta que se escriben, pero también los fallos de la memoria. Y, lo más importante: «las herramientas que tiene uno escribiendo, que no son perfectas, porque las palabras llegan hasta donde llegan», matiza el escritor. Considerando así el motto que defiende Carnero y que es que «las novelas tienen que parecer reales, no tienen que serlo», podemos aceptar que su libro más reciente, Hombres que caminan solos permita una lectura ambivalente: una desde la autoficción y otra desde la imaginación literaria que se ancla a la realidad gracias a un narrador que ya tiene su historia y, por lo tanto, un perfil como personaje. Si en Ama se podría decir que el autor dialogaba con su madre, aquí en Hombres que caminan solos aparece un narrador emancipado (pero que parte del narrador real, o sea, del escritor) que dialoga con el autor de Ama.
Romper las expectativas
La estructura de Hombres que caminan solos es más compleja que la de Ama, y se divide en dos grandes partes: una suerte de cara A que nace de la realidad y se pierde en la ficción, gracias a un nebuloso juego literario (y que sucede en Buenos Aires) y una continuación (o cara B) en la forma de roadtrip padre/hijo, que se desarrolla durante un viaje a Cádiz. Todo ello hibridado con un falso inicio que abre un horizonte de expectativas que, de inmediato, el libro trunca (un poco à-la-Hitchcock, para que nos entendamos).
Carnero nos cuenta que comenzó escribiendo la historia con un tono más confesional (el inicio es casi literalmente cierto, y cuenta un viaje por Marruecos con sus amigos), pero pronto se relajó y se dio cuenta de que no era necesario ceñirse exactamente a la escritura confesional. Ello coincidió con un viaje real de vacaciones a Buenos Aires, donde el autor permaneció un mes. Allí tuvo una revelación y es que para contar la verdad de las cosas necesitaba sentirse más libre, desapegado de lo verídico y apostando por la imaginación. Mantuvo la voz con la que ya había venido trabajando en su proyecto anterior (Ama) y sintió que aquello funcionaba, «que esa voz podía ir tirando de cosas que podían haber sucedido o no, o que podían haber sucedido a medias». La idea era muy sencilla (a la par que arriesgada): «Colocar al lector en un contexto, en un inicio y ante una historia posible, muy concreta, para enseguida darle un giro que sorprendiera al lector, para que éste permaneciese alerta pensando qué va a pasar ahora…». Y a fe que lo consigue.
Dame hechos, no me des ideas
Carnero parte siempre de una escena, que tiende a ser motor de la narración. Se preocupa por los hechos, los sucesos, las escenas. Y, así, las ideas le vienen como por añadidura. Es una forma de reflexionar (a la carrera) sobre el modo en el que se cuentan las historias y la forma de narrar diferentes hechos. Eso le sirve para hablar de la depresión, de la soledad y de los afectos, mientras todo ello sucede. Meditando, como quien dice, sobre la marcha, y no deteniéndose en un páramo ensayístico. Nos dice el escritor que «como lector me gusta ver a alguien que cuenta algo en libertad y que camina en la narración al mismo paso que yo y que me deja un gran margen para que yo como lector me haga mis propias ideas. Así creo que la forma de conseguirlo es contar cosas». Es así como José Ignacio Carnero entiende la escritura. Lo visual y lo factual priman sobre el estilo.
Contar la depresión
El tema central de Hombres que caminan solos es la depresión del protagonista. Y esto le planteaba a Carnero un reto, ya que «es un tema complejo para tratarlo en una novela, porque en realidad es un tema poco novelesco. Es un lugar tan oscuro, estéril y que no vale para absolutamente nada, que ni siquiera sirve para hacer literatura». De ahí que el escritor se sirva de los aledaños, de las aproximaciones metonímicas, de las olas de sentido, que le permiten contar sin decir. Así, en este libro, se habla de la depresión por la vía de la contigüidad y la vecindad. Por ello se hace mucho énfasis en la incapacidad de amar, en la insatisfacción continua, en el egoísmo de quien se sabe (y se quiere) solo en su desdicha, en la insidia de quien percibe difusamente una realidad que es incapaz de apercibir de forma adecuada (en el error del sentido, pues). En la falta de sentimientos y de empuje vital.
Hacia el final del libro se produce, sin embargo, un leve cambio en el narrador protagonista. Gracias al tiempo que pasa con su padre, éste se da cuenta de que «la soledad se cura acompañado. El mero hecho de compartir con los demás, el mero hecho de caminar acompañado ya es un gran logro». No hay efectivas ni memorables catarsis, ni una gran revelación iluminadora. Se trata de algo tan sencillo como lo que ya revela el título de la novela. Porque, como dice José Ignacio Carnero, «la vida es mucho más prosaica, mucho más gris. Se camina mucho paso a paso. Eso sucedía antes en los grandes peliculones de Hollywood. Pero ya no. Ahora significa muchísimo el estar con otra persona, caminar juntos en la misma dirección. Eso ya es muchísimo». Pues de eso va precisamente esta novela, de «pisar la tierra virgen de la delicadeza», como declara el narrador hacia el comienzo del libro.