Josefina Carabias, periodismo 'avant tout'
La editorial Seix Barral reedita, con prólogo de Elvira Lindo, ‘Azaña. Los que le llamábamos Don Manuel’, una de las obras más destacadas de la periodista Josefina Carabias, la primera corresponsal de la prensa española
«Creo que todos los que hemos vivido una época histórica —en algunas cosas tan distinta, en otras tan semejante a la actual— tenemos el deber de contar lo que vimos, aunque sea mal contado, como es mi caso» y así hizo Josefina Carabias a lo largo de su extensa carrera como cronista y corresponsal. Sin embargo, seguramente para no pecar de soberbia, Carabias es injusta consigo misma, pues si algo demostró con cada uno de sus textos, ya fueran artículos, crónicas, columnas de opinión o retratos, es que fue una de las firmas que mejor contaron el tiempo y el lugar que le tocó vivir. Para ella, narrar su época era un deber al que nunca renunció, permaneciendo hasta el último día de su vida fiel a esa profesión, la de periodista, en la que comenzó a destacar siendo muy joven.
Es cierto que, junto a ella, hubo muchas otras mujeres que antes o después destacaron por su labor periodística, como Carmen de Burgos, hacia quien mostró siempre esa misma gran admiración que también dirigió a Victoria Kent, Carmen Eva Nelken o Sofia Casanova, pero sí por algo destaca Carabias es por haber sido la primera redactora de información general, sobre todo a partir de su incorporación al periódico La Voz: «Mujeres que firmaban sí que había, desde hacía más de un siglo, pero como colaboradoras y escribiendo sobre temas concretos: arte, literatura y cosas de la mujer. Lo que no existía eran redactoras, en el sentido más amplio de la palabra. Y así entré yo, para hacer lo que un redactor cualquiera, como uno más en el periódico», recordaba muchos años más tarde a lo largo de la entrevista que le realizó Juby Bustamante.
Es habitual citarlos siempre a ellos, a Wenceslao Fernández Flórez, a Julio Camba, a Josep Pla o Azorín. Sin embargo, allí estaba Josefina Carabias, a la que, si bien con retraso, en 2018, se la reconocía como una de las plumas más agudas que han pasado por el Parlamento convocando un premio con su nombre. Memorables son algunas de las crónicas parlamentarias y de pasillo que firmó no solo para La Voz, sino también para Ahora, donde inolvidable es la crónica sobre la aprobación del Estatuto de Cataluña ilustrada con una fotografía en la que se podía ver a los diputados catalanes separados por grupos según sus posturas divergentes. Testigo privilegiada, la periodista observó de qué manera la vida parlamentaria fue cambiando a lo largo de las décadas, desde aquellos años de la Segunda República hasta la restaurada democracia, pasando por los oscuros y largos años de la dictadura, durante la cual siguió escribiendo, primero escondida tras el seudónimo de Carmen Moreno, que, sin embargo, solamente empleó durante un breve tiempo, justo después de su regreso a España en 1942.
«Mis principios periodísticos han sido pocos y claros. En primer lugar, la sinceridad, soy incapaz de decir lo que no siento, lo cual no quiere decir que diga todo lo que siento»
Y es que Carabias no estaba dispuesta a renunciar a su profesión y, si bien nunca ocultó el respeto y amistad que la unía al presidente Manuel Azaña Díaz, como tampoco sus ideales progresistas, especialmente ligados a los derechos y libertades de la mujer, supo adaptarse a los nuevos tiempos sin dejar nunca de romper esquemas. Tras conseguir nuevamente el carné de periodista, a partir de 1949 firmó una serie de columnas bajo el título de Mujeres en el fútbol que tuvieron una gran repercusión, sobre todo desde su publicación en formato libro, y que la convierten en todo un referente para aquellas mujeres que quisieron dedicarse al periodismo deportivo, durante décadas y, en parte, todavía hoy género casi exclusivamente masculino. Apenas dos años más tarde, conseguía el Premio Luca de Tena por El congreso se divierte, un artículo sin firmar donde el humor y la ironía le sirven, como en tantos otros textos, para esquivar una censura extremadamente literal. «Mis principios periodísticos han sido pocos y claros. En primer lugar, la sinceridad, soy incapaz de decir lo que no siento, lo cual no quiere decir que diga todo lo que siento. Procuro no ser grosera, no ofender, pero jamás digo lo que no pienso», afirmaba en 1971 Carabias, que, si bien durante mucho tiempo consideró el periodismo como algo profesional, algo que dejaría en poco, siempre concibió su escritura desde el más férreo compromiso con la información y con la honestidad hacia unos valores a los que no renunciaría y que, si bien a veces camuflados en el humor, destacan en cada una de sus piezas.
No hay mejor prueba de ello que las crónicas escritas desde su corresponsalías, primero en Nueva York y, luego, en París. Desde Estados Unidos, no dudó en destacar, aún no compartiendo todos sus principios, la relevancia social del movimiento feminista ante la nueva sociedad de consumo a la que criticó sin piedad: «Los movimientos feministas americanos actuales son un disparate, pero motivo no les falta (…) Los investigadores de mercado americanos, que son auténticos genios, han descubierto que la mujer intelectual es mala compradora, no es sensible a la propaganda, compra según su criterio y no se deja engañar fácilmente. Entonces se trata de cepillar a la mujer, dar un cierto brillo, pero no ilustrarla. Prestarla una sensación de libertad con el lujo, la belleza, el confort, el vestido, pero dejándose guiar ciegamente por la publicidad. Desarrollo aparente, pero no ilustración, en una palabra». Asimismo, y con mayor contundencia si cabe, condenó la censura soviética como aplaudió el gesto de De Gaulle de «rehabilitar» a Pétain –«muy significativo y muy justo que el general De Gaulle vuelva ahora sobre la figura de Pétain, y la considere desapasionadamente y hasta rinda un homenaje al valor y al honor de aquel anciano, quien, habiendo podido permanecer a salvo en Suiza, se obstinó en regresar a Francia para que lo juzgaran»- o se mostró más que escéptica ante la detención por parte de los servicios secretos israelíes de Eichmann: «Los argentinos no simpatizan con Eichmann –¿quién podría simpatizar con un ser de esa clase?–, y la prueba está en que el responsable de los campos de la muerte vivía en Argentina con nombre supuesto. Pero de eso a permitir que en su país puedan los extranjeros dar el cloroformo a quien se les antoje, hay una gran diferencia»
Azaña: mucho más que la biografía de un político
Los principios de sinceridad que defendía a lo largo de su entrevista con Juby Bustamante rigen Azaña. Los que le llamábamos Don Manuel, la biografía que Josefina Carabias escribió en 1980 no solo para reconstruir la vida del que fuera Presidente de la Segunda República, sino también para expresarle una admiración que, más allá de las críticas que le pudiera realizar, se refleja en cada una de las páginas y que la propia Carabias reconoce, ofreciendo de esta manera al lector un relato honesto en el que dialogan distintos géneros. De hecho, se podría decir que Azaña no es solo la biografía del político, sino también el relato autobiográfico de los años de formación en el Ateneo hasta de sus inicios de periodista en La Voz, donde se estrenó con una entrevista «inventada» a Valle-Inclán: «Como hubiera sido horrible fracasar en lo primero que me mandaba un director al que acababa de conocer, no he tenido más remedio que hacer la interviú de memoria. Quiero decir que he puesto las cosas que le había oído a usted otras veces», le confesaría la joven al ya reputado escritor de origen gallego, «seguramente por ser el socio más ilustre» y «el más querido, el más simpático y el más ocurrente» del Ateneo y hacia el cual sentía un cariño solo comparable al que también manifestaba por Pio Baroja, ese «viejo vocacional y cariñoso» al que había conocido en el Colegio de España en París, tal y como recordaría tiempo después en su libro Como yo los he visto. En Azaña. Los que le llamábamos Don Manuel encontramos también perfiles de los más ilustres nombres de las letras y del ámbito político de la época, retratando a la vez el Madrid previo a la declaración de la Segunda República y de los años inmediatamente posteriores, una ciudad en la que todo resultaba «alegre, confortable y lujoso —e incluso barato—, donde podía encontrarse, además, una intelectualidad literaria, artística y científica comparable en número y calidad con las de los países de rango más alto».
La periodista presta particular atención a la vida urbana y sus costumbres, no dejando nada atrás: desde la vestimenta -el uso del sombrero o la elegancia de los parlamentarios-, pasando el elitismo de determinados ambientes –«Cuando yo llegué de mi pueblo tardé mucho en entender por qué razón en sitios como el Regina, donde yo veía entrar a unas señoritas vestidas con gran elegancia —muchas de ellas con sombrero—, no podíamos entrar ni siquiera las estudiantes que íbamos con la mayor naturalidad a comer a una tasca sin que tampoco estuviera mal visto que tomáramos un aperitivo de pie en el mostrador de un bar de la calle del Príncipe, muy famoso porque era el único donde servían una copita de vermú con una aceituna y una anchoa diminuta sólo por quince céntimos»— hasta las limitaciones a las que se enfrentaban las mujeres y las conquistas que para ellas supuso la llegada de la República, en concreto, el derecho al voto y al divorcio o la llegada al Congreso de Clara Campoamor y de Victoria Kent.
Y es que la relevancia de una obra como Azaña. Los que le llamábamos Don Manuel es que transciende con creces el género biográfico, es la culminación de toda una trayectoria dentro de los distintos géneros periodísticos o, mejor dicho, subgéneros que, para Carabias, convergían todos en la crónica: «En periodismo no hay más que un solo género: el reportaje». A diferencia de las noticias que «explican la importancia y naturaleza de los acontecimientos», los reportajes, sostenía Carabias, “van más allá que las informaciones sobre la inmediata actualidad», son complejos y exigen “atención reposada», aunque se ofrezcan con demora. Y, en cierta medida, Azaña. Los que llamábamos Don Manuel responde a esto, retrata a un personaje —al político, al escritor y al hombre en la intimidad— y a su época, profundizando en el tiempo y el contexto social, político y cultural. Sigue con atención los acontecimientos, narrándolos desde perspectivas diversas, convocando testimonios distintos a través de los cuales, además, Carabias dibuja un retrato de Azaña en el que pone en contraste su imagen pública con aquella que reservaba a sus más allegados a la vez que subraya las divergentes opiniones que sobre él tenían, incluso aquellos que no dudaron en apoyarle. La periodista se hace eco, por ejemplo, de las discusiones en torno a la aprobación del Estatuto de Cataluña y a la incomprensión de muchos hacia el papel jugado por el entonces presidente del gobierno, una incomprensión que se hacía patente en las discusiones que tenían lugar en los distintos círculos intelectuales y que Valle-Inclán trataba de solventar con declaraciones tan salomónicas como no exentas de ironía: «Conozco muy bien a Azaña y sé cómo disfruta llevando la contraria, sobre todo a sus amigos. ¿No han observado su preferencia por los ministros más impopulares e incluso por algunos personajillos a los que no puede ver nadie? Siempre he dicho que Azaña es igual que doña María Guerrero. En cuanto los críticos hablaban mal de alguna actriz de su compañía… ¡le subía el sueldo!».
El periodismo fue para Carabias un compromiso con su tiempo, del que no solo debía ser testigo, sino su más honesta narradora.
La aprobación del Estatuto, el «Viva España» desde el balcón de la Generalitat, los debates con los socialistas que consideraban inaceptable pactar con un burgués, tal y como siempre se definió el propio Azaña, o el escándalo de Casas Viejas que obligan a Don Manuel a renunciar a la presidencia del gobierno. Es en esta ocasión donde la periodista, que, si bien había empezado a trabajar en El Sol donde, a pesar de las buenas relaciones, «nunca se hizo azañismo», se muestra más comprensible hacia el político al que terminaría tratando como amigo en ese exilio compartido. «¿Cómo iba a imaginar Azaña que quienes acusaban al Gobierno de debilidad frente a los desmanes del anarquismo furioso se unirían en el ataque a los extremistas de izquierda que le acusaban de sanguinario? ¿Cómo pensar que alguien daría crédito a las supuestas órdenes como la de «tiros a la barriga?» Cualquiera que conociera a Azaña no podía creerle autor de una expresión que, además de una crueldad, era una ordinariez», se preguntaba Carabias a raíz de las acusaciones que se dirigieron hacia Azaña después de que la Guardia Civil acabara con la vida de diez personas tras las revueltas anarquistas en la localidad gaditana de Casas Viejas.
Azaña. Los que le llamábamos Don Manuel es la culminación más brillante de décadas de ejercicio periodístico. Esta obra es la plasmación de la concepción que Josefina Carabias tenía del periodismo como herramienta no solo para contar noticias, sino para profundizar en el contexto en el que estas tienen lugar. El periodismo fue para Carabias un compromiso con su tiempo, del que no solo debía ser testigo, sino su más honesta narradora. Y desde esta honestidad escribe una biografía que, yendo más allá de todos los límites que impone el género, es una atenta crónica de unos años marcados por la esperanza ante la construcción de una sociedad nueva y moderna y por el desengaño, el dolor y la frustración por el fracaso de un proyecto que, desde su exilio y atento a la suerte de aquellos que habían permanecido en España, Azaña considera irrecuperable. Sabía que no podía volver y tampoco lo quería. Falleció en exilio en 1940. Carabias regresó y siguió dedicándose al periodismo, profesión a la que se entregó hasta su último día de vida.