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Las aventuras gráficas de Joe Richardson, o el Renacimiento a través del absurdo

Las aventuras gráficas de Joe Richardson, o el Renacimiento a través del absurdo

'The Procession to Calvary'

Hay pocas cosas más incómodas que preguntarnos qué nos hace reír. Podemos tratar de racionalizarlo, buscar ejemplos, incluso meternos en el jardín de lo cultural para encontrar los lugares comunes. Pero siempre nos toparemos con caminos insospechados, y a veces hasta vergonzosos. Chorradas que nos sacan una sonrisa o una carcajada, sin que seamos capaces de explicarlo.

Eso sí, hay algo que nos divierte a todos y es ver a los demás hacer el ridículo. El chascarrillo se multiplica si quien queda ridiculizado es alguien o algo extremadamente serio; si el chiste destruye ese dique de la rigidez tan inamovible a veces en nuestra mente a causa de las convenciones sociales. Tal vez sea esto lo que hace que las obras del desarrollador británico Joe Richardson funcionen tan bien: la irreverencia es evidente desde el primer momento, sin medias tintas, y sin cortarse ni un pelo. Quienes quedan expuestos al filtro de lo ridículo y la sátira son obras renacentistas de lo más seriotas; piezas artísticas visuales y musicales de la época, de libre acceso, que el desarrollador utiliza con total desvergüenza para componer aventuras gráficas inspiradas en el humor de los Monty Python. 

Richardson califica sus obras más recientes, Four Last Things (2017) y The Procession to Calvary (2020), como «obras maestras renacentistas» en formato point-and-click. Ahí es nada. El género de la aventura gráfica puede parecer exigente, puesto que hay que tener cierto conocimiento de sus reglas internas para seguir los discursos mentales que nos llevan a la resolución de sus puzles. Sin embargo, en lo referente a mecánicas básicas es de lo más accesibles. Como indica el término point-and-click, lo único que tenemos que hacer es apuntar y clicar, y estar dispuestos a leer una cantidad considerable de texto en algunos casos. Así que el trabajo de Richardson también cumple con otra de las premisas sobreentendidas de la comedia: funciona mejor cuando todo el mundo puede entrar en ella.

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Imagen de ‘Four Last Things’

Los escenarios por los que nos movemos provienen de obras clásicas que nos serán más o menos familiares, pero no necesitamos conocer ni su nombre ni el de su autor para percibirlas como «vacas sagradas», elementos de esa tradición artística a la que no podemos (no deberíamos) faltarle al respeto. Richardson lo hace, vaya si lo hace. Escudriña cada rincón del cuadro que utiliza e insufla vida como un demiurgo socarrón a las figuras que laten en ellos, arrastrándolas desde el fondo hasta un primer plano. Claro que no es la vida que esperaríamos. Los personajes con los que interactuamos pueden funcionar como secundarios de la historia o ayudarnos a resolver algún puzle, pero todos se convierten de inmediato en parodias de sí mismos, de su entorno y de la época. Richardson juega con lo ucrónico y lo esperpéntico por igual, sin que el ritmo de la comedia decaiga en ningún momento, sin resultar cargante o pretencioso. Parte de la «culpa» de esto lo tiene la duración de los juegos, que podemos terminar en una tarde. Pero, sobre todo, se debe a su capacidad para no tomarse nada demasiado en serio: Richardson tampoco escatima en burlas a sí mismo o a sus supuestas escasas dotes como desarrollador en más de una ocasión, agrietando la cuarta pared con martillo y cincel.

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Imagen de ‘Four Last Things’

Four Last Things nos pone en la piel de un hombrecillo que se podría haber escapado de una de las pinturas de El Bosco. Atormentado por haber vivido una existencia pecaminosa, trata de encontrar la redención, y como no podía ser de otro modo en su época (digamos que el siglo XVI) acude para ello a una iglesia. Sin embargo, se topa con la burocracia eclesiástica, un simple tecnicismo que lo trastoca todo: no le pueden absolver porque no ha cometido ningún pecado dentro de su  «jurisdicción». La solución a la que llega parece bastante eficaz. Si vuelve a cometer todos los pecados dentro del terreno de la iglesia, podrá ser perdonado por esta (inserte aquí meme de Kayode Ewumi señalándose la sien). Esa será nuestra misión: encontrar el modo de cometer actos impuros, siguiendo la senda de los siete pecados capitales.

Una lógica absurda muy similar es el punto de partida del sucesor espiritual del anterior juego, The Procession to Calvary. La protagonista es una guerrera recién llegada de la Guerra Santa, en la que se ha dedicado a lo que más le gusta en el mundo: masacrar sin piedad. Sin embargo, una vez en el hogar se encuentra con que hay un nuevo régimen en el que destripar gente ya no está tan bien visto. Cuando pide explicaciones al respecto, le dejan claro que la única manera de volver al anterior estado de las cosas, donde la violencia era la norma, sería que el nuevo Papa desapareciera del mapa. Nuestra guerrera no necesita más explicación. Al fin y al cabo, no hay nada que se le dé mejor que matar. Para llegar a los aposentos del Papa, sin embargo, tendrá que encontrar el modo de sortear a su inflexible guardia. De nuevo se interpone la burocracia, aunque probablemente no sea nada que unos cuantos sobornos bien escogidos no puedan solventar…

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Imagen de ‘The Procession to Calvary’

La obra de Richardson es extravagante y desvergonzada, y es también un rara avis dentro del mundo del videojuego al centrarse en exclusiva en la comedia. Es cierto que el humor se ha prodigado en el terreno de la aventura gráfica durante décadas, pero sigue siendo un concepto menos explorado en otros géneros. Suele emplearse como recurso ocasional dentro de la trama para aliviar momentos de carga dramática; o bien se centra en el estímulo fácil, como el slapstick de Fall Guys, Overcooked o Human: Fall Flat, entre otros. Cabe preguntarse por qué no hay más apuestas que busquen la complicidad del jugador para completar el discurso humorístico, como sucede con los juegos de Richardson o con otros como Jazzpunk (2014), una hilarante historia de espías que navega hábilmente entre mecánicas con el absurdo como hilo conductor.

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Imagen de ‘The Procession to Calvary’.

Está claro que el jugador medio se lo piensa dos veces antes de involucrarse en una historia cómica, sin tener claro si llegará a conectar con ella o no. Tal vez ese prejuicio de «género menor» que afecta a la comedia en otras disciplinas artísticas también exista aquí, y se vea reforzado por la propia condición del medio. Si una película o una serie de humor no nos convence, siempre podemos separarnos de ellas, sin más; no habremos desperdiciado el «esfuerzo» que supone interactuar con un juego de manera activa.

No podemos obviar otro motivo, la escasa importancia que se otorga a la escritura en el mundo del videojuego, por regla general. Al menos, en numerosas producciones que buscan obtener el favor del gran público (no todas, por suerte). El guionista, si acaso existe, se ve supeditado a los imperativos del gameplay; no son pocos los escritores que han contado, frustrados, cómo sus historias eran recortadas durante la producción del juego y convertidas en un collage a veces incomprensible. La figura del diseñador narrativo surgió precisamente como puente entre ambos mundos, el técnico y el creativo. Sin embargo, mantener el ritmo del humor con la precisión que consigue Richardson no es nada sencillo y exigirá, casi siempre, una descompensación por el lado de la mecánica. Tal vez por ello sea el género de la aventura gráfica el que mejor se adapte a esta necesidad: tratamos de cazar el chiste del mismo modo que cazamos el píxel oculto. Hemos venido a resolver puzles, sí, pero al final lo más importante de todo será terminarlos con una carcajada.

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