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Cultura

Virginia Woolf: «Espero merecer elogios por volver a coger la pluma»

La editorial Trampa Ediciones publica ‘Cartas a mujeres de Virginia Woolf’ (selección y prólogo de Nora Catelli) 

Virginia Woolf: «Espero merecer elogios por volver a coger la pluma»

Annie Sprat | Unsplash

«Me alegraré bastante -en realidad, mucho- de estar en casa, en mi habitación, con mis libros, y quiero trabajar como una locomotora aunque los editores no acepten mi trabajo», le escribía Virginia Woolf a lo largo del mes de enero de 1905 a Violet Dickinson, su amiga y primera mentora, una mujer que se convirtió en uno de los principales sustentos y puntos de referencia de la autora de Orlando, que, en aquella misma misiva, le expresaba su deseo de darle a leer uno de sus últimos manuscritos y le rogaba que se mostrara amable: «Por favor, no digas que quieres cambiar montones de cosas o renunciaré para siempre a la escritura y me daré a la bebida o a la sociedad». Por entonces, Woolf tenía 23 años. El año anterior había comenzado a colaborar con el Women’s Supplement de The Guardian dirigido por Mrs. Lyttelton y ese mismo año comenzaría a escribir en The Times Literary Supplement, pero todavía no se había estrenado como escritora. No sería hasta diez años después, en 1915, cuando Woolf publicaría su primera novela, Fin de viaje. En aquella carta a Dickinson nos encontramos, por tanto, a una todavía joven y algo insegura aspirante a escritora que teme que las críticas le hagan abandonar la escritura que, pocos años después, en 1911, describiría en una carta a su hermana Vanessa Bell como «un verdadero acto de devoción». 

La literatura -las referencias a las obras en las que está trabajando, las reflexiones críticas sobre sus lecturas y sus contemporáneos, la constatación de la dificultad de hallar un momento para la escritura o, incluso, de su imposibilidad- está constantemente presente en las distintas misivas reunidas en Cartas a mujeres (ed. Trampa), un volumen a través del cual somos testigos del día a día de la escritora británica, desde  finales de 1902 hasta el 28 de marzo de 1941, fecha en la que dejó escrita para su marido Leonard su nota de suicidio. Y es que, a través de las cartas, Woolf registra todo cuanto acontece a su alrededor, entremezclando no siempre con orden ni tampoco concierto la microhistoria con la historia con mayúsculas, lo cotidiano con lo extra-ordinario, lo privado con lo social, lo íntimo con lo público. 

Virginia Woolf: «Espero merecer elogios por volver a coger la pluma» 1
Imagen vía Editorial Trampa.

«Qué bien te lo pasarás si lleno toda la página de chismes como es mi intención», le escribe el 17 de enero de 1918 a su hermana Vanessa en una carta en la que, como en tantas otras, el cotilleo se convierte en protagonista: anécdotas de amigos y conocidos devienen objeto de conversación para Woolf y sus interlocutores y para los lectores de hoy son un material imprescindible para contextualizar a la autora y sus relaciones tanto intelectuales como íntimas. A diferencia de Proust, la autora de Al faro no convirtió el chisme en material literario, pero bien podría suscribir lo que dijo el francés, para quien el cotilleo «impide que la atención se adormezca sobre la visión falsa que tiene de lo que cree que son las cosas y que sólo es su apariencia». A través del chisme Woolf nos muestra el «aspecto insospechado del revés de la trama», nos descubre la realidad en toda su complejidad o, como sostuvo el poeta Auden, capta la cosa en sí. «Es escritura de la experiencia, a través del cuerpo, de la cosa en sí. El cuerpo de Woolf es mirada, oído, mano sobre el papel y entrega a la cosa», señala en la introducción del volumen Nora Catelli, haciendo hincapié en la manera en que la escritora cultiva lo nimio que se cuela, a veces, incluso obligando a Woolf a terminar de improviso la carta: «Nelly está ocupada con los huevos en la cocina, de modo que me apresuro a decir que he terminado Troilus and Cressida», le escribe a Vita Sackville-West en una misiva de 1928 en la que también le cuenta que, mientras ella escribía, el cachorro Pinker roncaba «como una vieja cocinera» y que Leonard estaba «furioso como una cocinera con flebitis» porque la linterna «para calentar el motor no va ni para atrás ni para adelante».

Woolf se sale del molde para hablar de todo, desde cuestiones tabú como los dolores de regla hasta temas considerados impropios para una dama como pueden ser la política o la religión.

Como si de una conversación se tratara, Woolf va de un tema a otro: pasa de reflexionar sobre la definición de obra maestra acuñada por su amiga la pianista Ethel Smyth –«acepto tu definición de cosa hecha todo lo bien que puede hacerse… Sólo que de alguna manera creo que habría que diferenciar entre ‘cosa’ (…) Quiero decir que uno debe indicar que una ‘cosa’ es gigantesca y la otra diminuta»– a alabar las dotes de su cocinera Rivett –«buena mano, afición, osadía»-, de la misma manera que comienza una carta para su hermana deseando recibir elogios para poder seguir escribiendo –«Espero merecer elogios por volver a coger la pluma tan pronto»– para, inmediatamente después, comentar los problemas con el suministro de carbón. No solo lo cotidiano, sino los aspectos más íntimos del día a día se infiltran en las cartas hasta tal punto que, tras devotas y apasionadas páginas, Woolf no duda en preguntarle a su amada Vita sobre su diarrea y su reumatismo. Sus cartas están muy lejos de ser ese ejercicio de contención que se esperaba –exigía– a toda correspondencia, sobre todo entre mujeres. Woolf se sale del molde para hablar de todo, desde cuestiones tabú como los dolores de regla hasta temas considerados impropios para una dama como pueden ser la política o la religión –baste como ejemplo las referencias al origen judío de la familia de Leonard o el catolicismo de Ethel. 

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Vita Sackerville-West y Virginia Woolf. | Imagen vía Braninpickings.

«Al contrario que su literatura», apunta Catelli en el prólogo, sus cartas «son la arqueología de aquello que su obra de ficción contribuyó a liquidar: la representación realista de la vida social». Sería erróneo, por tanto, leer las misivas como ejercicios de estilo o borradores de novelas. La mirada no solo es distinta, sino que va evolucionando a medida que pasan los años, a medida que Woolf se hace adulta y deja de ser esa joven aspirante a escritora para convertirse en una autora admirada internacionalmente, como queda reflejado, por ejemplo, en la correspondencia que mantiene con Victoria Ocampo, que la traduce animada por un entusiasta Jorge Luis Borges, traductor al castellano de Orlando. En este sentido, la correspondencia puede leerse en paralelo con los diarios, que, según su traductora, Olivia de Miguel, fueron escritos desde el convencimiento «de que tendrán un alcance mayor que el de la esfera privada y, por ello, desde la primera página hay una clara voluntad de estilo». Es difícil saber hasta qué punto dicho convencimiento estaba también presente en Woolf a la hora de escribir cada una de las cartas, pero de lo que no hay duda es de que sí se puede hablar de una voluntad de estilo que nace precisamente de la mirada que sobre el mundo y sobre sí misma quiere reflejar. 

En las cartas de Woolf las miserias de la vida cotidiana se imponen al arte, su captación directa del mundo escapa de todo filtro estético y su relación consigo misma y con sus interlocutores rehúye de cualquier forma de contención.

«¿Te dije que estoy volviendo a leer toda la literatura inglesa?», le pregunta a Ethel el 1 de febrero de 1941, «para cuando llegue a Shakespeare estarán cayendo las bombas. De modo que he arreglado una última escena perfecta: leyendo a Shakespeare y habiendo olvidado mi máscara de gas, me desvaneceré y olvidaré del todo (…) En lugar de pensar: para mayo estaremos… lo que sea, pienso, ¡sólo tres meses para leer Ben Jonson, Milton, Donne y el resto!». Nunca llegaría a Jonson, quizás ni tan siquiera alcanzó a Shakespeare, pues, tan solo un mes y medio después de aquella carta, Woolf se quitaba la vida. Los continuos bombardeos y el imparable avance del ejército alemán no solo detenían su escritura, sino que le hacían imposible pensar en un futuro. Sus últimas cartas reflejan perfectamente de qué manera, desde ese cuarto propio, Woolf vivía todo cuanto acontecía fuera, de qué manera su manera de estar en el mundo dependía de ese mismo mundo. Y es en la escritura donde tiene su reflejo: si en la joven Woolf encontramos que la inseguridad –«Estoy empezando a pensar que lo mejor que podría hacer es dejar de escribir, novelas, porque a nadie le importa un bledo que una las escriba o no», le confiesa a su hermana el 13 de noviembre de 1918-, el miedo a las críticas o el temor a no recibir los suficientes elogios influyen directamente en su disposición a la hora de enfrentarse a la página en blanco, con el paso de los años, aparecen otros factores, desde una vida social no excesivamente deseada –«Dime, por favor, ¿qué necesidad psicológica hace que la gente desee ‘ir a ver’, etc. Etc.? Yo jamás lo hago», confiesa a Ethel Smyth- hasta el contexto bélico, pasando, indudablemente, por los momentos de malestar y fatiga –«Estoy mejor (…) pero bastante fatigada, no sé por qué (…) Sólo que, si se trata de caminar o escribir durante más de media hora, siento: Dios, ¿dónde está el lugar donde pueda recostarme y levantar los pies? »-, de dolor de cabeza o de necesario aislamiento. 

La lectura de Cartas a mujeres nos descubre a la Virginia Woolf que está detrás de sus novelas y ensayos; las cartas no son el reverso de su obra, más bien en ellas encontramos todo aquello que, desde su plena conciencia de que existe una cosa llamada alta creación, quedó fuera de su proyecto literario. Como señala Catelli, aquí no encontramos ningún signo del «triunfo del arte o del pensamiento libre; el de la lucidez y la crítica del filisteísmo, o el del tironeo entre enfermedad y ambición artística». En las cartas de Woolf las miserias de la vida cotidiana se imponen al arte, su captación directa del mundo escapa de todo filtro estético y su relación consigo misma y con sus interlocutores rehúye de cualquier forma de contención, abriéndose en canal a sus interlocutores sin pensar en posibles y futuras miradas escrutadoras. 

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