«La fiesta del Chivo» y la resaca de la historia
Un inspirado Juan Echanove da vida al dictador dominicano de los últimos días, un hombre radicalmente machista, xenófobo y déspota que sometió a todo un país bajo su asfixiante yugo durante más de tres décadas
¿Hasta qué punto es capaz un pueblo de perder la dignidad por causa del miedo? Esta es una de las grandes cuestiones que plantea la novela del Premio Nobel, Mario Vargas Llosa, La fiesta del Chivo, y que la adaptación teatral de Natalia Grueso muestra de forma palpable estos días en el Teatro Infanta Isabel de Madrid.
Durante el siglo XX las dictaduras militares fueron una constante alrededor del globo, con una importante incidencia en los recientemente emancipados Estados Latinoamericanos. El optimismo que trajo la ilustración del XIX en pos de los valores de la ciencia y el progreso, cayó en desgracia con la llegada del nuevo siglo, las ideologías deshumanizadas y las grandes guerras que estas provocaron, sumiéndonos en la profunda crisis posmoderna que perdura hasta nuestros días. Este ambiente enlodado por la incertidumbre y el temor favoreció el florecimiento de férreas dictaduras militares defensoras del orden y la ley frente al enemigo común, que acostumbraba a ser el vecino más cercano.En este relato, vivido desde la perspectiva de Urania Cabral (Lucía Quintana), se muestra, a través de una historia ficticia, pero con un intenso carácter historicista, la vergonzosa herencia de uno de los regímenes totalitarios más crueles y sanguinarios de la historia reciente de América Latina, la del General Trujillo en la República Dominicana. Un inspirado Juan Echanove da vida al Chivo de los últimos días, un hombre radicalmente machista, xenófobo y déspota que sometió a todo un país bajo su asfixiante yugo durante más de tres décadas.
La fiesta del Chivo se presenta como una radiografía tremendamente realista del horror que supusieron este tipo de dictaduras. Sin embargo, más allá de indagar en la aceptación e idolatría de las masas hacia este tipo de líderes tan carismáticos y absorbentes, la obra se cuestiona sobre la capacidad de estas personalidades superlativas para seducir e incluso enamorar a intelectuales cuyo criterio se presupone más independiente y formado. Una admiración inexplicable que sobrepasa cualquier atisbo de raciocinio, hasta llegar al extremo de sacrificar lo más importante que puede haber en el mundo, el amor de una hija.
Una escenografía muy sencilla, con apenas un trono y una silla, un espejo y un fondo sobre el que se proyectan sugerentes imágenes ambientales, generan una atmósfera sobria pero efectista. El juego de luces y el acompañamiento musical de ritmos latinos con merengues y boleros como Mataron al Chivo o Bésame mucho, completan el engranaje sensorial preciso para ilustrar el transcurso de la acción. Una historia escrita por Vargas Llosa, dirigida por Carlos Saura y representada por un elenco de categoría, son razones más que suficientes como para prescindir de grandes artificios y lograr, aun así, calar de forma tan intensa en el público que acude con expectación al teatro.
La interiorización por parte de los actores de cada uno de los personajes transmite una naturalidad redonda. Agustín Cabral (Gabriel Garbisu) y Joaquín Balaguer (David Pinilla) representan ese necesario apoyo intelectual del régimen, incondicional, culto e irracionalmente sumiso hacia El Benefactor de la patria. Johnny Abbes (Eugenio Villota), el jefe del Servicio de Inteligencia Militar, encarna el fino trabajo sucio que un régimen tan hermético y totalitario necesita para mantenerse sin oposición, un perro del Estado, fiel y sin escrúpulos cuyo único fin se limita a cumplir con su trabajo. Por otro lado, está el embajador Manuel Alfonso (Eduardo Velasco), el vicioso cómplice de juergas del dictador, un hombre mezquino y repulsivo dedicado a los placeres mundanos y siempre dispuesto a reírle todas las gracias a El Jefe.
En contraposición con el resto de personajes masculinos, cómplices de la barbarie, Urania personifica a la verdadera víctima de esta historia, una mujer luchadora a la fuerza, que tuvo que madurar demasiado pronto al darse cuenta de la clase de mundo opresivo en el que vivía. Una interpretación ejecutada por Lucía Quintana con carácter y aflicción, sin caer en falsos sentimentalismos vacíos.
Mención aparte merece la caracterización de Juan Echanove como Rafael Leónidas Trujillo: megalómano, genocida, misógino y racista, idolatrado tanto o más por sí mismo, que por quienes lo acompañan. Echanove se mueve con la libertad y la soberbia de un emperador al que todo lo que ocurre sobre el escenario le pertenece, una personalidad monstruosa que empequeñece y humilla al resto de personajes, igual que un dictador empequeñece y humilla a todo un país.
El mayor éxito de la función se encuentra en la capacidad de comprimir una obra de 500 páginas en algo más de hora y media sin perder el carácter documental y emocional de uno de los capítulos más negros en la historia de una nación. La intensidad de la representación acaba dejando un sabor agrio por la crudeza de la historia, que termina volviéndose catártico por el privilegio de vivirlo desde el otro lado del escenario. De esta forma, la adaptación teatral de La fiesta del Chivo conserva ese carácter de relato histórico para no olvidar que el miedo es el mejor aliado del mal gobierno.