Oilcraft: el hechizo que nos llevó a perder los papeles en la Conchimbamba
El académico Robert Vitalis ataca, en este ensayo, uno de los mitos sobre los que se asienta el imaginario colectivo estadounidense: la necesidad de controlar regiones petrolíferas para que no falte de nada
Horas después de proponer una reseña de Oilcraft, cuyo subtítulo es, en castellano, «los mitos de la escasez y la seguridad que obsesionan a la política energética de Estados Unidos», pensé: «Borjita, menuda cagada». Primero, porque el CV del autor, Robert Vitalis, echa un poquito para atrás por excesivo: terminó su formación en la facultad de Ciencias Políticas del MIT con un doctorado sobre el auge del capitalismo en Egipto durante la primera mitad del siglo XX, da clases sobre desarrollo y relaciones internacionales en la Universidad de Pensilvania y su obra publicada gira en torno al petróleo como gran activo de Arabia Saudí. Y segundo, porque en nada de eso tengo yo demasiada idea. Así que mi cabeza proyectó una lectura endemoniada, de mucho rascarse la cabeza, tragar saliva y obligarse a seguir. En plena ola de calor, además. El infierno.
Afortunadamente, Vitalis es un académico que empatiza con el gran público y su libro está pensado para que lo entienda, más o menos, todo aquel que tenga interés en saber si el petróleo es realmente tan importante como para, según dicta la narrativa oficial, desplegar armadas, declarar guerras y ocupar países. Como puede adivinarse por el título –un juego de palabras entre statecraft, o el arte de gobernar, y witchcraft, que significa brujería– la respuesta es no. Debates éticos al margen, lo de querer controlar determinadas zonas ricas en crudo por razones estratégicas, dice, no tiene mucha razón de ser. No, al menos, en términos estrictamente económicos.
Además de desmontar los mitos que giran en torno a la importancia del petróleo en el plano geopolítico, el libro, contesta su autor cuando le preguntan, busca cuestionar una serie de lecturas concretas. A saber: la que todavía se hace de las crisis de los años 70; la que impera al analizar el pacto entre Washington y los monarcas saudíes (basado, se supone, en el acceso al petróleo a cambio de seguridad frente a sus enemigos regionales); y la que dice que Arabia Saudí estaba a punto de abrazar los postulados liberales pero que entonces sucedió la revolución iraní y eso dio al traste con las buenas intenciones de la casa de Saúd.
¿Por qué? Pues porque hay un problema, explica Vitalis, y es el siguiente: todas esas lecturas históricas condicionan la política exterior estadounidense actual del mismo modo que la obsesión de los viejos imperios decimonónicos por controlar otras materias primas condicionó la política exterior de las potencias occidentales hasta bien entrado el siglo XX.
Precisamente, su relato comienza en la década de 1920, cuando seguía circulando la idea de que no tener acceso directo a los recursos naturales (es decir: no dominar físicamente los recursos naturales) llevaba inexorablemente a la ruina nacional. Una idea que el académico compara, por similar, a la creencia que circulaba entonces sobre la existencia de diferencias biológicas entre razas; que unas estaban más predispuestas a la inteligencia y al mando y otras condenadas al subdesarrollo y a ser tuteladas.
Tras establecer el punto de partida, Vitalis se lanza contra el affaire de 1973; cuando algunos países productores de petróleo anunciaron que iban a reducir el suministro de petróleo en un 5% mensual a ciertos compradores hasta que Israel se retirara de las tierras árabes que había ocupado en el transcurso de la Guerra de Yom Kipur. El principal objetivo de la medida era presionar a Estados Unidos por su apoyo a los israelíes.
Lo primero que aclara el autor es que la decisión no se tomó en el marco de la OPEP, que es la Organización de Países Exportadores de Petróleo, sino de la OPAEP, que es la Organización de Países Árabes Exportadores de Petróleo (aunque algunos también forman parte de la OPEP). Lo segundo que hay que tener en cuenta, dice Vitalis, es que algunos de esos países, tres días más tarde, decidieron detener todo el suministro de crudo a los estadounidenses… pero también a los holandeses, portugueses, sudafricanos y rodesianos. El tercer punto a tomar en consideración es que ese embargo duró seis meses y no consiguió su propósito: la retirada de Israel. Y entonces añade: «Durante aquellos meses, las importaciones que llegaban a las refinerías estadounidenses podrían haber caído hasta un 5% porque los suministros tenían que redirigirse desde países productores que no fueran árabes». Es decir: petróleo había, lo que ocurre es que hubo que encontrar nuevos compradores para cubrir la carencia y eso, como cualquier operación logística de envergadura global, llevó algún tiempo. Además, «en aquel momento solo el 7% de las importaciones de crudo procedían de Oriente Medio». Es decir: el parón fue grave… solo hasta cierto punto.
Sin embargo, debido a las colas kilométricas que se organizaron en las gasolineras, aquel embargo apuntaló en el imaginario colectivo estadounidense el miedo a no controlar los suficientes pozos de petróleo como para garantizar el buen funcionamiento de la sociedad y, por extensión, del país. Da igual, cuenta Vitalis, que para el final de 1974 ya no hubiese cola alguna y las ventas de automóviles de lujo se hubiesen disparado porque los depósitos de crudo volvían a estar repletos. Y da igual, añade, que en otros países embargados como Holanda nadie hiciese cola en ninguna gasolinera. El daño psicológico ya estaba hecho y el afán por ocupar físicamente regiones petrolíferas sembrado. Y de esos polvos, estos costosísimos lodos y una relación con los saudíes inspirada en una noción equivocada de la vida.
El mensaje que quiere transmitir el académico es el siguiente: desde el momento en que existe el comercio, desde el momento en el que unos venden y otros compran, el acceso a las materias primas, petróleo incluido, está garantizado (siempre que se pueda pagar, claro) sin necesidad de tener al 6º Regimiento de Marines dando vueltas por Iraq.
Cuando digo que Oilcraft se entiende «más o menos» sin ser un experto en la materia es precisamente por el estilo directo esgrimido por Vitalis. Alguien que, además, desliza cierto sarcasmo mientras pone los puntos sobre las íes. En realidad, no se sabe muy bien si el profesor está relamiéndose o tirándose de los pelos pero, en cualquier caso, la lista de responsables no le cabe en el bolsillo: mandamases, burócratas, periodistas e intelectuales van desfilando por sus páginas y recibiendo alguna que otra colleja. Pero que nadie se lleve a engaño: Vitalis aliña sus argumentos con docenas de datos, estadísticas, citas y declaraciones rescatadas de aquí y allá al tiempo que va ahorrándose contexto. Eso es lo que puede hacer su lectura un pelín densa, cuando no confusa para los neófitos.
La pregunta, en fin, es la de siempre: ¿compensa dedicarle un par de tardes al libro? Si te interesan las relaciones internacionales, desde luego. Y si alguna vez has acudido a una manifestación sujetando una pancarta con un mensaje parecido al de «no más muertes por petróleo», también. Primero, porque el de Vitalis es un texto que nada contracorriente y eso siempre resulta refrescante. Segundo, porque pese a nadar contracorriente y meterse con personalidades de todo tipo, condición e ideología, tras un año en el candelero nadie le ha enmendado la plana. Sí se ha criticado que no ofrezca un camino a seguir en el último capítulo o, en The Wall Street Journal, que se centre demasiado en unas cosas y no aborde otras. Pero no he visto a nadie cuestionar sus datos. Más bien al contrario: ha sido recomendado en algunas publicaciones especializadas. Todo lo cual indica que posiblemente se encuentre lejos de ser un ensayo perfecto, o al menos tan demoledor como pretende, pero camina, no obstante, por derroteros interesantes.