Antonio Lucas: «Al marinero le asquea la idea del héroe, eso es una estupidez que forma parte de la literatura»
El periodista y poeta ficciona en su primera novela, ‘Buena mar’, la travesía que realizó en el verano de 2018 a bordo de un pesquero por el caladero de Gran Sol
«Todo empieza en una comida en el restaurante Lúa de Madrid. Yo estaba con mi amigo Manuel Villanueva, que es periodista, cuyo padre fue marinero en Gran Sol y me contó que su hermano había fallecido con 29 o 30 años en su primera marea allí. En una sobremesa larga me envalentoné y dije: voy a hacer el mismo viaje que tu hermano», cuenta Antonio Lucas. Poeta y periodista, todo lo que conocía del mar lo había visto únicamente en la literatura cuando en el verano de 2018 decidió embarcarse, un poco movido por la osadía que otorga la «inconsciencia», en uno de esos pesqueros que alimentaban su fantasía narrativa con rumbo a uno de los principales caladeros situados en el Atlántico Norte. «Hice la misma ruta que hizo Agustín Villanueva a finales de los 80 y vi el punto en el que naufragó. De algún modo es un homenaje que hice a alguien que yo no conocí y a la historia de tantos marineros de Gran Sol, a esos hombres que están ahora mismo faenando mientras tú y yo hablamos, en situaciones casi siempre muy penosas, con muchas fatigas, sorteando y surcando mar».
Aquella aventura, que narró entonces en una serie de reportajes, es el poso sobre el que se asienta ahora su primera novela, Buena mar, un texto lírico y reflexivo, el lado más visceral de aquella epopeya, donde narra la historia de un periodista, Mauro, que decide embarcarse para vivir la experiencia y poner distancia con los problemas que le embarrancan en tierra firme.
Nunca antes habías publicado ficción, acostumbrado más a escribir poesía, ¿te resultó más complicado embarcarte en alta mar o terminar tu primera novela?
Creo que ha sido más complicado embarcarme que escribirla. Este es un libro que se ha escrito porque se ha vivido y la capacidad de evocación que uno tiene cuando vive algunas experiencias que le marcan es mayor. Siempre hay un flujo de palabras, ideas y emociones que permiten que algo pueda ser contado. Sin embargo, con el paso del tiempo me he dado cuenta de que solo fui capaz de embarcarme por inconsciencia. Si yo llego a saber lo que es aquello es muy probable que no hubiese entrado. No saber qué iba a hacer, cómo iba a responder yo a eso, no saber dónde estaba y, cuando vi que estaba donde estaba, cómo iba a aguantar hasta el final, eso fue muy complicado. Eso sí, me encontré con once personas a las que no había visto en mi vida y que, cuando yo salí de ese barco 21 o 22 día después, habían sido mis padres, mis hermanos, mis amigos… Habían sido mi tribu. Y yo para ellos sospecho que era un estorbo, un inconveniente, pero hicieron de mí uno más durante ese tiempo. De aquella aventura lo que sí que nunca va a borrarse es aquel vínculo de complicidad que todavía mantenemos. Seguimos viéndonos. Yo cuando puedo he ido a Galicia a verlos cuando están en tierra y por teléfono a lo mejor una vez al mes, una vez cada tres semanas, cuando pillan cobertura por ahí arriba, dejan suelto algún mensaje de voz o alguna llamada si es posible.
¿Y qué te aportó la ficción que no te permitieran los reportajes? ¿Por qué volver ahora con una novela?
Pues mira, es curioso. Yo no he escrito ningún poema que tenga que ver con Gran Sol y lo que más suelo hacer cuando vivo algo es llevarlo al ámbito de la poesía. No lo he hecho. Hice los reportajes pero cuando alguien escribe un reportaje intenta quitarle su emocionalidad a lo que cuenta porque los protagonistas son otros y uno debe apoyar la fuerza del relato en lo que está viendo y haciendo. Así que cuando pasó el tiempo y ya aquello quedó atrás, me di cuenta de que les faltaba algo que era muchísimo más importante que la mirada de un testigo contando Gran Sol, faltaba la parte emocional de alguien que, desconociendo aquel territorio, entra a vivirlo. Y pensé que esa parte solo se podía contar desde la ficción. Una ficción muy suave porque es verdad que hay muchas cosas que soy yo, el personaje tiene todas mis trazas, mis hechuras, por lo menos las profesionales y las biográficas, pero no toda la verdad del personaje es la mía.
Se han escrito grandes novelas sobre el mar, tú de hecho mencionas a Aldecoa o Jack London en tu libro, ¿qué tiene el océano que nos hipnotiza tanto para que genere tanta literatura?
El mar es un territorio que tiene una mitología alucinante. Es un espacio de culturas que se cruzan, un lugar de tránsito. Es la primera puerta de salida que tiene el primer ser humano para llegar a nuevos horizontes. El mar es alimento, superchería, peligro y vida. Las primeras formas de vida que se dan en el planeta salen del agua. Nuestra civilización se hace cruzando mares. La cultura se ensancha cruzando mares. Cuando uno está en el mar se da cuenta de que todo viene de ahí. La vida no viene de las montañas, las montañas son la sedentarización de la vida. La vida viene del mar.
Y luego hay una parte muy poderosa que es la de estos marineros. La pesca es un arte, un oficio atávico. Lo primero que ha hecho el hombre desde que es hombre es cazar y pescar. Con la caza es más fácil, la gente cazaba y volvía a la cueva o a la casa, pero cuando uno se embarcaba en el mar nunca sabía si regresaba a casa en dos días, en tres, en cinco… El mar es muy inclemente, tiene un punto muy terrible porque no hay una mecánica que puedas controlar. Puedes controlar tus pasos en tierra pero no en el mar. Y eso es una cosa que te enseñan los marineros. Ellos por ejemplo mantienen un respeto extraordinario por el océano. Y ese respeto es una forma de mantener la vida. Ellos no claudican ante el mar, lo respetan, a la vez también lo odian, pero saben que la única forma de salir de allí es aceptarlo y todo lo demás es un proyecto de naufragio. Los poetas y los héroes naufragan en el mar, que siempre tiene las de ganar.
¿El mar te cambia?
Te da una especie de humildad. Y eso lo aprendes. Hay muy poco fanfarrón en el mar de verdad, muy poco exhibicionista, muy poco farfullero. La gente de mar suele ser templada, bondadosa, silenciosa. Su tiempo suele ser distinto al nuestro. Y esa condición probablemente la enseñe el mar, la contonea y además la exige. Al mar no le gustan los ruidos, más que los que hace él.
Y ahora, con la templanza que da el tiempo, ¿qué fue lo que más te impactó de aquella experiencia?
Lo que más me impactó fue «el temporal». Eso en lo físico, en lo palpable. Y después en lo que uno lleva dentro, lo que más me marcó fue la bondad de ellos, la forma de hacerte entender que la vida pesa lo que pesa, que no le des más piedras, que ya tiene bastantes. La forma que tenían de intentar hacer siempre que las cosas deben pasar sin temerlas. Porque otra cosa es que nunca hablan de la muerte. Ellos tienen la muerte muy cerca, siempre, todo el día. El barco es un peligro constante, el mar en una hora puede girarse y propiciar un desastre y ellos jamás hablan de la muerte. De hecho en la novela no se habla de eso. La gente que vive muy cerca la muerte no tiene necesidad de hablar de ella. Y si se habla de ella siempre es con algo interpuesto, un naufragio, un acontecimiento, pero nunca se reflexiona directamente sobre ella. Hay un respeto, imagino que también una cierta superstición y una necesidad de no atizar lo que siempre sabes que vas a tener ahí, porque la vida de un marinero no tiene más que dos vías: salir cuanto antes del mar o morir en el mar. Esa es la pura verdad.
Ya que lo mencionas, ¿cómo recuerdas aquel temporal?
Aquello fue terrible. Es que duró además siete u ocho horas. Empezó a media tarde y ya cuando oscureció —allí oscurece muy tarde porque el sol se pone por allí—, cuando llegó la noche, la oscuridad, se recrudeció y lo viví muy mal. Fueron siete u ocho horas hasta que empezó a amanecer, sobre las cinco, pero en momentos de oscuridad el barco se bamboleaba de una manera alucinante, veías las olas cruzar, el sonido del barco era terrible, parecía que se desvertebraba cada vez que le atizaba un golpe de mar, como que el propio barco aullase, como si fuese un animal aullando y combatiendo contra esa fuerza del temporal. Así que al final me tuvieron que dar un Lorazepam, a mí que nunca he tomado pastillas para nada. Ellos estaban preocupados porque no era normal un temporal de fuerza siete en junio pero sabían que se salía. Yo no tenía ni idea. Y estuvimos muchas horas porque eso propició el embarre y un problema con el motor, que ya venía tocado. Así que al final nos pasamos 26 o 27 horas sin dormir entre el temporal y arreglar las cosas que se destrozaron. Fue una situación bastante insólita para mí y que me ayudó a comprender mucho mejor la vida de un marinero en Gran Sol, cómo la cabeza se sujeta a la realidad de una manera extraordinaria con una fortaleza asombrosa, cómo la fortaleza de esos hombres mantiene la templanza frente a algo que conocen pero que saben que no puede dominar. Veintisiete horas sin dormir y ninguno perdió el compás. Es el oficio, es la vida, es lo que toca cuando estás en Gran Sol.
Pero además, una de las sensaciones que se transmite en tu narración es la sensación constante de claustrofobia, ¿cómo lo viviste?
Cuando sales de puerto ya te dicen: en el momento en que crucemos por allí, una especie de bocana, mirarás para atrás y durante dos horas verás tierra, a la tercera hora dejarás de verla y no vas a volver tierra hasta dentro de veinte días. Eso es una abstracción. El mar se convierte también en una condena, en un espacio muy absorbente, muy intransigente y muy claustrofóbico que oprime mucho. Además la línea del mar y cielo se juntan y casi pertenecen a lo mismo, casi estas en una burbuja, en un espacio bastante incalculable para ti donde no sabes dónde está el norte o el sur, pierdes toda referencia. Eso es muy claustrofóbico. Porque además no es un mar hermoso. El mar de allí no es un mar bello, no es el Mediterráneo con su luz y sus reverberaciones. No. Es un mar negro, permanentemente en lucha, con unos vientos que ululan y a veces se encabritan y es hasta difícil sacar la cabeza por el portillo de cubierta. Es un mar que no te permite tampoco sentarte a contemplarlo con esa bondad que otros mares ofrecen, aunque luego todos los mares son peligrosos, pero aquí no hay bondad, no hay belleza, hay un mar negro y olas que se rizan y se rizan y rizan… Y al final las espumas parecen tres filas de dientes. Entonces, claro, se hace todo mucho más opresivo: el exterior, el interior del barco, tu cabeza también empieza a darle vueltas a muchas cosas, a la necesidad de estar allí, a cosas de tu vida, lo que has dejado. Se carbura de una manera a veces un poco áspera. Todo el contexto lo es. Y sí sientes que necesitas ver tierra, algo que reconozcas, aunque sea un islotito, una roca, y no hay nada más que olas y olas y olas… Algunos días fueron plácidos también. Tres o cuatro días salió el sol. Y salí a cubierta y me tumbé en las redes, a pesar de los olores. Pero por lo general, la vida que viven ellos, la vida que vive Mauro y la forma que tiene uno de entender esta novela es la del testimonio de una supervivencia. Once supervivencias que llevan veinte años sobreviviendo y una supervivencia de un tipo que se mete allí creyendo que mudar la piel es posible y que la distancia es el mejor desengrasante para los problemas, y no es verdad.
Uno de los problemas que abordas en la novela es la preocupante falta de mano de obra actual, ¿qué ha cambiado para que ya nadie quiera trabajar en el mar?
Hay menos pesca, hay menos barcos pero también hay menos marineros. No falta trabajo allí. Pero claro, un trabajo tan penoso como ese quién lo quiere. No es solo el barco y el esfuerzo físico, es que es el mar. Quién tiene arrojos para tirarse tanto tiempo fuera y en esas condiciones. Y luego los propios marineros que vienen de tradiciones de sagas de marineros son los primeros que no quieren que sus hijos se dediquen a la mar. De los trabajos legales que hay es uno de los más infames. Hay gente joven que ya no tiene ningún interés por esa vida. Entonces lo que quedan son muchos inmigrantes. Afortunadamente hay inmigrantes. Son parte de los protagonistas de Buena mar. Y es la gente más encriptada del barco. A los que yo conocí eran de Senegal, Ghana y Marruecos. No hablaban mucho y no les agradaba que les preguntase demasiado. Probablemente el viaje que habían hecho ellos para llegar hasta el barco había sido mucho más penoso que su vida en el barco y posiblemente su vida era mucho más amable en ese barco con todas las inclemencias de lo que fue el recorrido hasta llegar a él. Y ellos no cuentan nada de eso, no quieren saber nada de eso, no por nada, sino porque entienden que ellos no tienen por qué contarlo. Los marineros nunca presumen de nada, es un gesto de dignidad bárbaro. Al marinero le asquea la idea del héroe, sabe que eso es una estupidez que forma parte de la literatura, de una fantasía o una mitología ajena a la realidad por lo menos del mar. Así que en ese sentido yo creo que la falta de marineros tiene que ver con que nadie quiere meterse. ¿Hay opciones de trabajo? Claro que las hay, pero quién quiere aguantar ya eso. Es una vida muy infausta. Y es una vida además, en la parte de los marineros de base, mal pagada. Encima eso.
Anecdóticamente mencionas la vida de una patrona, Maruxa, de la que te hablan los marineros del barco, ¿hay pocas mujeres en la vida marítima?
Hay muy pocas, sí. Ahora hay una mujer que es patrón, es joven, tiene 30 y pocos años. Yo la vi en un reportaje, no la conozco, no sé mucho de ella pero creo que es la única mujer patrona que hay ahora mismo. Maruxa existió, pero su personaje está ficcionado. Ellos no te dicen por qué hay o no mujeres. Ellos tienen un concepto de la familia por ejemplo muy rotundo, muy fuerte. Es su mejor amarre a la vida. En el caso de la mujer, tienen un sentido de admiración y de gratitud alucinante hacia ellas. Y no porque sean mujeres, como a veces se nos han vendido, que esperan o se ocupan de la casa, sino sobre todo por el enorme coraje que demuestran. La mujer de un marinero es una mujer que no está aguardando, está activa permanentemente: trabaja, desarrolla, busca, cuida, atiende, resuelve. No es una mujer enlutada de forma prematura. No es el proyecto de viuda a la espera de la mala noticia. Es alguien con un sentido terriblemente claro de la vida. Y ellos, cuando hablan de sus mujeres o de sus familias, hablan con un sentido reverencial que aquí probablemente no tenemos. Es gente que ha pasado más de la mitad de su vida sin estar con sus familias o estando en periodos muy breves y que ha desarrollado sobre la familia el primer eslabón de la cadena que lleva a volver a puerto. No hay cosa más terrible para un marinero que no tener a nadie esperando en tierra. Siempre hay que tener un motivo para volver. Y no es el dinero que puedes ganar o perder, o el descanso, siempre es alguien. Ellos vuelven a puerto porque hay alguien siempre esperando.
Comentabas al principio de la entrevista que no te hubieras embarcado si no hubieras sido un poco inconsciente, ahora que ya lo has vivido, ¿volverías a repetir la experiencia?
No. El viaje se hizo como se tuvo que hacer. Lleno de inconsciencia, de curiosidad y de revelaciones. Y repetirlo por mi parte sería una idiotez. No hay nada que ya no sepa de Gran Sol. Y probablemente lo que yo desconozco de Gran Sol es que puede haber temporales o situaciones mucho más terribles. No es un lugar plácido para ir. Ni tampoco creo yo que deba volver ahí donde descubrí tantas cosas porque no hay ninguna más.