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Daniel Gascón: «No creo que haya habido una voluntad de vaciar el campo»

Mientras Netflix prepara una adaptación de ‘Un hipster en la España vacía’ -compró los derechos en el 2000, pero todavía hoy no se sabe si su intención en convertir la novela en película o serie-, el periodista y escritor Daniel Gascón presenta ‘La muerte del hipster’ (Literatura Random House), una especie de segunda parte en la que nos volvemos a encontrar con Enrique Notivol

Daniel Gascón: «No creo que haya habido una voluntad de vaciar el campo»

Carola Melguizo | The Objective

Mientras Netflix prepara una adaptación de Un hipster en la España vacía -compró los derechos en el 2000, pero todavía hoy no se sabe si su intención en convertir la novela en película o serie-, el periodista y escritor Daniel Gascón presenta La muerte del hipster (Literatura Random House), una especie de segunda parte en la que nos volvemos a encontrar con Enrique Notivol.

El hípster que se fue a vivir a La Cañada y que terminó con convirtiéndose en alcalde ahora se enfrenta, siempre desde la alcaldía, a la pandemia de Coronavirus. Mientras gestiona las diferentes medidas que le vienen impuestas desde el gobierno central y estudia cómo adaptarlas al contexto rural, ve como está dejando de ser el único hípster de La Cañada: son muchos los que están abandonando la ciudad refugiándose en los pueblos. 

En La muerte del hípster nos volvemos a encontrar con Enrique Notivol y nos encontramos, sobre todo, con que el pueblo se ha convertido en un destino deseado con la llegada de la pandemia. ¿Se puede hablar de un cambio de percepción del mundo rural tras los meses de confinamiento?

Lo curioso es que, en realidad, en el pueblo que describo en el libro, nada cambia, aparentemente todo sigue inalterable. Se parece en este sentido a la aldea gala de Astérix donde siempre todo continua igual, inalterable. Lo que sucede es que la pandemia lo trastocó todo, el mundo rural y el mundo urbano. Esto hizo que tuviera que replantearme, de alguna manera, el libro. El hecho de que la acción suceda durante la pandemia me permitió, sin embargo, jugar con el concepto de originalidad, que ya estaba presente en la anterior novela. El protagonista es, hasta un determinado momento, el único hípster del pueblo. De repente, sin embargo, con la pandemia, comienzan a llegar al pueblo muchos otros urbanitas y él, que ya lleva tiempo viviendo ahí y se ha -en cierta medida- ruralizado, los ve como forasteros y los mira con esa desconfianza con la que miramos a los que se parecen mucho a nosotros. Cuando escribía, pensaba en El libro de la selva, pues, llegado un momento, Mowgli no es ni mono ni niño. Y esto es lo que le sucede a Enrique, ya no es el hípster que llegó, pero tampoco es alguien autóctono del pueblo. El hecho de no ser ni una cosa ni la otra me parecía divertida y, además, me ofrecía muchas posibilidades para parodiar esa idea de originalidad. Lo que aquí planteo, en definitiva, es algo similar a lo que sucedía en Little Britain donde había un personaje que era el único gay del pueblo y quería seguir siéndolo. 

Enrique mira, como dices, con desconfianza a los hípsters que llegan y, en parte, sigue mirando algo paternalísticamente a la gente del pueblo.

Sí, la mirada paternalista es la que predomina en la novela y es de la que me burlo. De hecho, comencé a escribir Un hipster en la España vacía precisamente con esta idea, pensando en una novela que parodiara el paternalismo del urbanita hacia el mundo rural. Obviamente, este fue solo el punto de partida y el proyecto se fue enriquecimiento y fui ampliando el prisma de la parodia. Pero, como te decía, el proyecto comenzó a partir de esa idea, puesto que me parecía interesante la figura del forastero que llega a nuevo lugar y lo mira con superioridad. En cierta manera, hay algo de western en estas dos novelas o, por lo menos, en la primera, puesto que aquí nos encontramos al protagonista más o menos instalado. Ya forma parte de la comunidad.

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Imagen vía Literatura Random House.

También parodias el mundo rural y a sus habitantes, si bien, en realidad, el vivir en el mundo rural no significa estar alejado o ser ajeno a la cultura y a los modos de relación supuestamente urbanos.

Si hablamos de la realidad y no del libro, sin duda hay una continuidad mucho más grande entre el mundo rural y el mundo urbano de manera que uno puede pasar de uno al otro con total normalidad. Muchos de nosotros, de pequeños, podíamos vivir en una ciudad, pero asumíamos como propio el pueblo de los abuelos y de los padres. De todas maneras, en el libro quería reírme de todo, empezando por mí mismo. Y, para ello, opté por una estética muy impresionista. Todo es muy exagerado, en primer lugar, el hípster, pero también muchos de los habitantes del pueblo, a los que caricaturizo, si bien a algunos de ellos los convierto en una especie de héroes. Pienso, por ejemplo, en aquel que es capaz de enamorar a todo el mundo, independientemente del género, o en los cazadores, que tienen una puntería excesivamente buena. 

Por lo que se refiere a las influencias, haces dialogar a Woody Allen con Azcona, Berlanga o Cuerda.

Muchas veces estas mezclas son intuitivas, no eres plenamente consciente de ellas a la hora de escribir. El hípster es un personaje muy propio de Woody Allen; basta pensar en algunas de sus películas, pero también en sus relatos de Cuentos sin plumas. De ahí su influencia. Sin embargo, para retratar y parodiar el mundo rural, recurro a los códigos de Azcona, Berlanga o Cuerda, aunque también utilizo mucho de mi propia experiencia personal. En mi infancia pasé mucho tiempo en casa de mis abuelos, en el pueblo, pero, además, mi madre es médico rural y, por lo tanto, conocí desde muy pronto el humor de los pueblos, los mitos, esos vecinos «legendarios» que todo el mundo conoce… Quería mezclar las referencias culturales con mis propios recuerdos y mi propia experiencia como urbanita. De ahí la parodia del lenguaje posmoderno del hípster, pero también del lenguaje del campo, que recreé recurriendo a frases y expresiones que decía mi abuelo o que yo había escuchado de niño. 

Los dos libros tienen grandes dosis de sátira política y, en el caso de La muerte del hípster, ironizas sobre las restricciones y normas que se tomaron durante la pandemia y que tenían sentido en la ciudad, pero no en el mundo rural. ¿Desconocimiento? ¿Incompetencia?

Es comprensible que algunas medidas resultaran difíciles de aplicar en determinados contextos porque fueron tomadas sin que se supiera exactamente qué estaba pasado y qué iba a pasar. Todos estábamos muy aturullados. Se tomaron medidas que, a priori, no tenían que ser discriminatorias para ninguno, pero, quizás, se hubiera tenido que afinar un poco más y tener cuenta que las formas de restricción pensadas para el núcleo urbano no necesariamente pueden ser trasladadas al ámbito rural. Durante los meses de confinamiento, hubo gente que me contaba que sus abuelos, que vivían en sus pequeños pueblos, eran multados por ir a cuidar el huerto. No tenía ningún sentido la multa; ellos no ponían en riesgo a nadie. Anécdotas como esta me hizo pensar en que un problema real como fue la pandemia tenía, al mismo tiempo, muchas posibilidades cómicas. Además, el humor me permitía mostrar cómo se había vivido ahí la pandemia, teniendo presente que todos esos meses fueron narrados casi exclusivamente desde la ciudad y desde la perspectiva del urbanita. Quizás por esto, por el hecho de que se nos contó principalmente cómo era afrontar las restricciones desde la ciudad comenzamos a ver el pueblo como un lugar idílico, sobre todo a la hora de afrontar un confinamiento. 

Te ríes del teletrabajo aplicado en el campo, pues resulta imposible pastorear las vacas a distancia. Pero, si lo pensamos bien, el teletrabajo fue y es un privilegio de unos pocos, en la ciudad y en campo. Ni el agricultor, ni el ganadero ni el trabajador de una fábrica o de un supermercado pueden teletrabajar. 

Claro. Una de las cosas que vimos durante la pandemia es la fractura social provocada por el hecho de que algunos podían trabajar desde casa, pero muchos otros estaban necesariamente obligados a acudir a su sitio de trabajo. Pienso, en efecto, en la gente de los supermercados o de los servicios de limpieza, por ejemplo. Por tanto, cuando se decía que las restricciones no discriminaban por clase, no era así. La pandemia distinguió por clase. Y, de hecho, en Estados Unidos se decía que la pandemia y sus consecuencias no distinguía por razas, pero en realidad lo hacía en la medida que distinguía por clases sociales. Además, cuando pensamos en el teletrabajo como algo idílico si se realiza desde un entorno rural, olvidamos que, muchas veces, la conexiones en los pueblos son muy complicadas, Internet no llega… No se puede aplicar la misma lógica en una ciudad que en el mundo rural. Por ejemplo, pienso en el debate en torno a los coches y la necesidad de reducir su uso. En julio fui a presentar mi libro en el pueblo de mis abuelos y la concejala de cultura vino. Ella vive en Alcorisa, trabaja en otro pueblo y tuvo que acudir hasta el pueblo de mis abuelos para participar en la presentación. ¿Cómo haría sin el coche? La gente que vive y trabaja en el entorno rural necesita el coche. Mientras que para los que vivimos en una ciudad con una gran red de transporte públicos no es necesario, para muchos de ellos es imprescindible. 

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Foto: Carola Melguizo | The Objective.

Esto me hace replantear lo que comentaba antes. ¿Se trata de desconocimiento, desinterés o hay algo de premeditado en ciertas decisiones o postulados? 

Quiero creer que, cuando se toman decisiones, habrá alguien que preste atención y conozca la realidad sobre el terreno. Pero es cierto que se ven muchos errores, cierto desinterés, pero también cierta preocupación interesada. Es decir: o no se les tiene en consideración porque son pocos o se les presta mucha porque son pocos y sus votos son decisivos. Pero, al final, volvemos a lo mismo: se toman decisiones desde las ciudades sin considerar del todo las consecuencias que estas tienen en los pequeños centros. Por ejemplo, seguramente es necesario cerrar las centrales nucleares para frenar el cambio climático, pero su cierre tiene sus problemas y sus consecuencias en los lugares donde muchos viven de dichas centrales. Hay que ver qué se hace con toda esta gente. Recurriendo al humor, en los dos libros describo este paisaje de fondo, sus contradicciones y los problemas derivados de ciertas tomas de decisión.

Tú tomas el concepto acuñado por Sergio del Molino de la España vacía y descartas hablar de España vaciada.

Sí, ante todo, porque «vacía» es un nombre muy descriptivo y cuya acuñación por parte de Sergio del Molino hizo que mucha gente prestara atención a una realidad que no es nueva, sino que siempre estuvo ahí. De hecho, la pérdida de población de los pueblos no es de ahora. Además, me parece que «vaciada» implica señalar un culpable, decir que España se ha vaciado por culpa de alguien. Y no creo que haya sido así. No creo que haya habido una intencionalidad, sino más bien la concatenación de muchos factores. Por esto, prefiero hablar de la España vacía, tal y como hizo Sergio.

Seguramente no hay un único culpable, pero, cuando vemos que se cierran centros de asistencia de salud y colegios, no se mejoran las carreteras… ¿Seguro que no podemos pensar en algo intencionado? ¿Seguro que no se está vaciando el territorio? 

No sé en otras comunidades, pero en Aragón, cuando baja la ratio a menos de tres niños por pueblo, se cierran los colegios. Lo que quiero decir con esto es que se cierran cuando la población ya ha disminuido, cuando ya ha bajado el número de habitantes. Es muy difícil diseñar políticas para fijar población y, por esto, creo que es muy importante que en las ciudades medias haya oferta laboral y los servicios necesarios para quienes viven en los pueblos de alrededor. Sé que es muy triste, entiendo perfectamente esa sensación de miedo a la extinción y es cierto que hay que favorecer el acceso a los servicios, pero es muy difícil retener a la gente y revertir ciertos procesos. Yo no creo que haya habido una voluntad de vaciar el campo. Quizás no se prestó demasiada atención a lo que estaba sucediendo, pero también es cierto que la gente se urbanizó y se sigue urbanizando, va a las ciudades a buscar trabajo, pareja y una cierta libertad.

Pero si cierras centros médicos, no hay cajeros para sacar dinero, no hay farmacias, no hay buenas comunicaciones… se fomenta que la gente se vaya, no se anima a que la gente se instale ahí y condenas a los pocos que quedan a tener muchas dificultades en su día a día. 

Pero, como te decía, creo que la pérdida de servicios es resultado de la pérdida de población. De todas formas, creo que también es importante decir que, ahora mismo, la vida de los pueblos es mejor que con respecto a hace cincuenta años: hay una buena oferta cultural, se tiene acceso a la prensa, las telecomunicaciones han mejorado, las carreteras son más accesibles… En este sentido, la distancia entre ambos universos se ha reducido mucho. 

En la novela ironizas sobre el lenguaje inclusivo, la nueva masculinidad, el «Procés», la ecología, todos temas que abordas con otro tono en tus artículos de opinión y en las tertulias políticas.

Me gustaba mucho la posibilidad de abordar temas sobre los que normalmente hablo en registros más serios y hacerlo de una forma mucho más libre, desde el humor. Además, creo que el pueblo de La Cañada, donde transcurre toda la acción, es una especie de microcosmos en el que he podido trasladar todos los problemas que he querido o, por lo menos, todas aquellas cuestiones que conozco mejor y, por lo tanto, sobre las que me resulta más fácil ironizar. Como la discusión política muchas veces es bronca, libros como Un hípster en la España vacía y, ahora, La muerte del hípster permiten replantear la discusión y sus temas, pero con un tono distinto, más ligero y, sobre todo, menos agresivo. 

Un tema sobre el que te ríes mucho es de las nuevas masculinidades. Veo que no te convence demasiado la cuestión.

Sí, bueno, es que el lenguaje que rodea todo el debate en torno a las nuevas masculinidades es muy parodiable. Además, es un debate que va muy de acuerdo con el tipo de personaje que es Enrique, pues él representa esa nueva masculinidad de la que se habla, pero vive en un mundo, La Cañada, en el que impera, por decirlo de alguna manera, la vieja masculinidad. Seguramente, si el escenario hubiera sido otro, hubiera tenido que buscar otros aspectos para parodiar, pero el contexto rural me era muy propicio para ironizar sobre la relación con la masculinidad y la relación con el medio ambiente de alguien que viene de la ciudad. En términos generales, el que vive y trabaja en el campo tiene una relación productiva con el medio ambiente, mientras que la relación del hípster es lírica, romántica. 

De todas formas, no es todo blanco o negro: en las ciudades hay también mucha masculinidad de siempre, así como en los pueblos encuentras iniciativas feministas, por ejemplo, el colectivo Ramaderes de Catalunya.

Es cierto y, si bien no pongo mucho énfasis, esto también está en el libro, con los personajes de las empresarias o con la dueña del bar, por ejemplo. De lo que yo me río no es tanto de los objetivos que pueden estar detrás de un replanteamiento de la idea de masculinidad como de la ceguera del hípster: él plantea ciertas cuestiones, pero no ve cómo son las cosas, cómo es la realidad. Él, por ejemplo, no ve algunos de los espacios que ocupan las mujeres del pueblo como tampoco se da cuenta, en el primer libro, que la pintada «forastero gilipollas» se refiere a él y no al magrebí. Al final, el problema del protagonista es que habla de las nuevas masculinidades como algo que es necesario inculcar en el pueblo sin percatarse que ahí las relaciones de autoridad son distintas ni que ciertas ideas ya han calado.

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Foto: Carola Melguizo | The Objective.

A raíz de lo que comentamos, se podría decir que tu ironía se dirige especialmente a determinados discursos de la izquierda.

Esto es así porque la voz que más se parodia en las novelas es la de un hípster bastante ideologizado, pero, de todas formas, se parodian muchas otras cosas. También es cierto que, puesto que el discurso de cierta izquierda es muy potente culturalmente y en ciertos círculos tiene un carácter prescriptivo, es mucho más parodiable que otros. Cuanta más seriedad, más parodia. De todas formas, ni Un hípster en la España vacía ni La muerte del hípster son novelas contra algo en concreto.

Evidentemente, no es un libro contra la izquierda, pero muchos de los discursos que se parodian provienen de la izquierda próxima a Podemos.

Sí, es cierto, pero esto se debe al protagonista y también al hecho de que son discursos que conozco relativamente bien. Al final, uno parodia el mundo que más conoce. 

También te burlas de los estereotipos y lo haces, entre otras maneras, presentándonos a un magrebí que vota a VOX.

Al final, el problema reside en las generalizaciones. Existen estereotipos y el chiste es la excepción que te permite reír de las abstracciones y de los atajos cognitivos que todos tenemos. De la misma manera que la mirada de la ciudad hacia el campo es reductiva y está llena de prejuicios, la percepción que tenemos sobre las personas está llena de tópicos. Y, sin embargo, hay muchas excepciones. La realidad y la gente somos mucho más difíciles de encajar en abstracciones de lo que creemos. Todos tenemos una gran cantidad de contradicciones, de absurdeces y de matices. 

¿Estos matices se pierden en el debate político polarizado sea en el Parlamento como en las tertulias? 

Esto sucede siempre. Tendemos a hacer perfiles ideológicos y, por tanto, consideramos que el ser de izquierdas va a aparejado con tener determinadas opiniones y ser de derechas con tener otras. Nos pensamos como paquetes y asociamos a una tendencia ideológica a características muy arbitrarias que, a veces, nada tienen que ver con las características que en otro país se asocian a esa misma tendencia. Pienso, por ejemplo, en el tema del centralismo: en Estados Unidos, la derecha es la que defiende más los derechos y autonomía de los estados, mientras que la izquierda es más centralista. En España es todo lo contrario. Por esto es importante comparar para darse cuenta de lo azarosas que son ciertas asociaciones. Lo que me parece muy cansado del debate español es el alineamiento de unos y otros. Esto lo vemos también en el campo literario, muchas veces parece que la importancia de un escritor depende de si es de izquierdas o de derechas. 

Se critica la polarización, pero se replica en las tertulias: los tertulianos se separan, incluso, físicamente en el plató dependiendo si se les considera de izquierda o de derecha. 

Sí, porque desaparece la política y los alineamientos sin matices colonizan el debate. Y es una pesadez, porque, como digo, lo coloniza todo. A veces resulta incluso complicado hablar de una película o de un libro, porque estás obligado a situarlo dentro del mapa ideológico y no siempre es posible decir si es de izquierda o de derechas. Esto mismo sucede en otros ámbitos o en otras cuestiones. En términos culturales, esta alineación provoca un empobrecimiento del análisis estético y, al mismo tiempo, impide que se hable de los temas, porque se presta más atención del posicionamiento de uno mismo frente a los temas que de los temas en sí. Creo sinceramente que en España encontraríamos un mayor acuerdo si habláramos de los asuntos en concreto y no nos preocupáramos tanto de mantener nuestro posicionamiento ideológico. 

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