La Border Patrol: una brigada latina para guardar la frontera con México
Borja Bauzá analiza la Border Patrol, una fuerza donde más de la mitad de los 20.000 agentes enrolados en la patrulla fronteriza es de origen latino.
Esperanza Pérez y su hijo Jefferson decidieron jugársela el 26 de mayo. Habían llegado hasta la frontera que separa México de Estados Unidos desde Honduras y, con el termómetro rozando los 40 grados, cruzaron el Río Grande. No llegaron muy lejos. En las proximidades de El Paso fueron interceptados por varios agentes de la Border Patrol, el cuerpo de seguridad encargado de vigilar las fronteras de la primera potencia del mundo.
Cuando Jefferson, de nueve años, vio a aquellos hombres uniformados se asustó bastante. Esperanza intentó tranquilizarlo mientras sacaba los papeles –su documento de identidad y la partida de nacimiento del niño– y pronunciaba la palabra mágica: asylum.
Hasta hace unos meses, si un inmigrante se acogía al derecho al asilo y los agentes de la Border Patrol consideraban, por su procedencia, que ese inmigrante corría en verdad peligro, no había ni cárcel ni deportación. Al contrario; la persona que había cruzado ilegalmente la frontera era llevada ante un juez de inmigración para formalizar la solicitud de asilo y luego quedaba libre dentro del país a la espera de la decisión de su señoría. Raro era el inmigrante procedente del triángulo norte centroamericano (Honduras, Guatemala y El Salvador) que no terminaba ante el juez de inmigración.
Pero las cosas cambiaron el pasado mes de abril, cuando el gobierno de Donald Trump anunció la entrada en vigor de la Política de Tolerancia Cero. Según este nuevo código de conducta, cualquier inmigrante que cruce la frontera de manera ilegal estará incurriendo en un delito y deberá ser arrestado y encerrado a la espera de que un juez federal determine su suerte. Es precisamente ahí, en ese punto del entramado burocrático, cuando sucede la polémica separación de familias. Como los menores de edad no pueden entrar en prisión, éstos son separados de sus padres y puestos bajo la tutela de la Oficina de Reasentamiento de Refugiados a la espera de que un juez decida qué hacer con ellos. Es decir: los niños son tratados y juzgados como si hubiesen entrado en el país por su cuenta y riesgo, sin la compañía de adultos.
Cuando logró tranquilizar a Jefferson, Esperanza quiso explicar por qué estaban allí: en Honduras –dijo– habían sufrido amenazas. De esta forma justificaba su derecho al asylum sin sospechar que la palabra había perdido toda su magia. Después de comprobar la documentación, los agentes les llevaron hasta un centro de detención. Aquella sería la última noche que madre e hijo pasarían juntos. Al día siguiente, el domingo 27 de mayo, Esperanza Pérez vio cómo se llevaban a Jefferson mientras ella era conducida hasta una prisión en Nuevo México.
Tres semanas después de aquel incidente el periodista Jonathan Blitzer, encargado de cubrir los temas sobre inmigración en la revista The New Yorker, se acercó hasta el centro penitenciario del condado de Otero para hablar con Esperanza, conocer su historia y poder, así, narrarla. Cuenta Blitzer que cuando se sentó frente a la mujer hondureña ésta le preguntó si además de preguntas traía también alguna respuesta sobre el paradero de Jefferson. Estaba desesperada.
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El caso de Esperanza y Jefferson es uno entre miles. Literalmente. Desde la entrada en vigor de la Política de Tolerancia Cero, y hasta que el pasado 26 de junio un juez federal prohibiera la separación familiar derivada de ésta, más de 2.300 menores han sido apartados de sus padres al intentar cruzar la frontera. Los vídeos mostrando la situación de estos menores y los artículos explicando que hay críos de cinco años sentándose en el banquillo de los acusados para defender su caso sin la ayuda de ningún adulto han generado una ola de protestas, otra más, contra el gobierno de Trump.
Pero la separación de familias en la frontera, práctica que oficialmente comenzó en abril, lleva ocurriendo mucho más tiempo.
La primera pista la dejó caer hace ya más de un año John Kelly, el entonces director del Departamento de Seguridad Nacional. En marzo del 2017 Kelly reconoció en una entrevista con la CNN que estaba planteándose fórmulas para separar a las familias inmigrantes que intentaran atravesar la frontera de manera ilegal. Añadió que, de llevarse a cabo, la medida tendría un carácter disuasorio.
Es probable que Kelly se arrepintiese de haber desvelado sus planes, porque dos semanas más tarde, durante una reunión con senadores del Partido Demócrata para discutir la política migratoria, aseguró ante los presentes que los agentes de la Border Patrol no separarían a ninguna familia salvo por razones de causa mayor como, por ejemplo, una enfermedad grave. Entre el día de sus declaraciones en la CNN y el día de su reunión con los senadores de la oposición, Kelly recibió críticas fortísimas por parte de la prensa estadounidense.
Sin embargo, unos meses después, en agosto del 2017, varios asesores del Departamento de Seguridad Nacional se reunieron para ver de qué manera podían impulsar una política migratoria mucho más dura en la frontera. El objetivo era el que había avanzado Kelly en su momento: disuadir a los inmigrantes mexicanos y centroamericanos de intentar cruzar el Río Grande. Jonathan Blitzer, el reportero de la revista The New Yorker, habló con uno de los presentes. Bajo condición de anonimato esta persona comentó que la reunión fue un despropósito. “Recibimos órdenes de poner negro sobre blanco cualquier idea que se nos ocurriese para disuadir a los inmigrantes de intentar cruzar la frontera”, citaba después en un artículo Blitzer. “Algunas ideas no tenían ningún sentido, otras eran ilegales y, en algunos casos, como el de la separación de los niños, las ideas eran directamente inmorales”. De entrada, ninguna de las propuestas obtuvo el visto bueno de los mandamases; era demasiado complicado y controvertido llevarlas a cabo. Pero la posibilidad de separar a las familias no disgustó del todo y se siguió discutiendo en reuniones futuras.
Ese mismo verano, lejos de Washington y de las discusiones teóricas, empezaron a saltar algunas alarmas. En lugares como El Paso los jueces de inmigración y los abogados de oficio estaban viendo cosas raras. Una en concreto: las familias que entraban ilegalmente en Estados Unidos no llegaban enteras a los centros de detención. Faltaban los menores de edad. ¿Qué estaba ocurriendo? Según desveló posteriormente una investigación del diario The New York Times lo que estaba sucediendo es que los agentes que interceptaban a las familias metían a los niños en un vehículo y a los adultos en otro; los primeros eran conducidos hasta centros de la Oficina de Reasentamiento de Refugiados mientras que los segundos partían hacia los centros de detención. El gobierno de Trump intentó calmar los ánimos alegando que los menores habían sido puestos bajo custodia federal como método de protección frente a los traficantes de personas que, según las autoridades, se hacían pasar por sus padres. La explicación chocó con un muro de escepticismo y las críticas arreciaron. Finalmente, el gobierno decidió que era inútil seguir disimulando. El 6 de abril el fiscal general de Estados Unidos, Jeff Sessions, y la directora del Departamento de Seguridad Nacional, Kirstjen Nielsen, anunciaron la puesta en marcha de la Política de Tolerancia Cero que contemplaba, ya sin pudor, la separación de las familias.
La investigación del Times concluyó que entre octubre del 2017 y abril del 2018 más de 700 menores fueron separados de sus familias; cien de ellos tenían menos de cuatro años de edad.
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— Are you a U.S. citizen, sir?
El control de la Border Patrol me coge totalmente desprevenido, aunque no debería. Ese tramo de la Ruta 90 corre en paralelo a la frontera con México; frontera que, como está delimitada por el Río Grande, puedo ver perfectamente desde la ventanilla del Toyota Corolla que he alquilado para moverme por Texas.
— No, sir, I am afraid I am not a U.S. citizen.
El agente enarca una ceja. No parece estar acostumbrado a que le suelten esa respuesta sin añadir nada más. La siguiente pregunta viene precedida por un leve carraspeo.
— OK. Where are you from, sir?
Esbozo la sonrisa más conciliadora posible.
— Spain, sir.
Su ceja sigue enarcada y a mí me viene a la cabeza lo que se suele decir de algunos estadounidenses: que con los mapas y con la geografía en general se llevan regular. Así que antes de que el agente pueda decir nada me apresuro a añadir una palabra que podría ser clave en el devenir de los acontecimientos.
— Spain, Europe. Sir.
Parece tomar nota mental del matiz y asiente con la cabeza antes de lanzar la siguiente pregunta. Es, probablemente, la más lógica de todas las que ha hecho hasta ese momento.
— OK. Can you prove it, sir?
Palpar el bolsillo, recordar que el pasaporte se encuentra dentro de una mochila en el maletero y jurar en arameo. Todo eso sucede prácticamente a la vez. Por mi cabeza pasan imágenes de conductores electrocutados con un taser al abandonar su vehículo o, peor, abatidos a balazos al intentar explicarse. Trago saliva.
— Sure. There’s a small problem, though. My passport is in my bag and the bag is in the trunk.
OK, contesta. Salga por favor de la carretera y aparque ahí, donde los conos. Sigo sus instrucciones y al bajar del coche para abrir el maletero y sacar el pasaporte observo que el agente que me ha atendido sigue donde estaba, sin moverse, oteando el horizonte y esperando la llegada de más vehículos. En su lugar se acerca otro uniformado que me pregunta, en perfecto castellano, de qué parte de España. Contesto que de Madrid mientras le entrego el pasaporte. Lo revisa con cuidado y al devolvérmelo pregunta por el motivo de mi visita.
— He venido a la boda de un amigo. Se casó el sábado en Austin. Lo que sucede es que, ya que estoy en Texas, he decidido alquilar un coche y darme una vuelta.
— ¿Cuántos días se queda?
— Hasta el 5 de junio.
— Bien. ¿Ya tiene los billetes?
— Sí.
Agarro el teléfono para enseñarle el e-mail en el que American Airlines me confirma que el martes 5 de junio tengo una plaza reservada en el avión que saldrá a las 16.40 horas del aeropuerto de Dallas con destino Madrid, pero el agente me indica con un gesto que no es necesario. Confía en mi palabra, aunque tiene más preguntas.
— ¿Adónde se dirige ahora?
— Voy a El Paso. Aunque esta noche dormiré en… —¿cómo se llamaba el maldito pueblo?– … Sanderson. Sí, eso es. En Sanderson.
— ¿Sanderson? ¿Y tiene usted gasolina?
— Casi medio depósito…
— Asegúrese. Le quedan 80 millas y no hay ninguna gasolinera hasta Sanderson. Además, la que hay en Sanderson no siempre tiene combustible. Y asegúrese también de llevar agua; lo que tiene por delante es puro desierto.
Le agradezco los consejos mientras me guardo el pasaporte en el bolsillo del pantalón. Cuando vuelvo a ponerme en ruta observo que no ha exagerado; las próximas dos horas las paso conduciendo a través de un paisaje apocalípticamente árido. Aprovecho la monotonía para reflexionar sobre mi primer cara a cara con la temida Border Patrol. Me ha sorprendido mucho encontrar a un latino luciendo el uniforme verde de la patrulla fronteriza. Me intriga su historia; si ha nacido en Estados Unidos o si ha nacido en otro sitio. Y, en ese hipotético segundo caso, me intriga mucho saber de dónde viene y cómo logró entrar. También me pregunto si he dado con una excepción o si, por el contrario, es habitual encontrar latinos en la Border Patrol. Aunque lo que más me interesa saber es cómo se siente haciendo lo que hace.
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Mario Villarreal lleva 33 años prestando servicio en el cuerpo. Ingresó en la Border Patrol en 1986 y ha pasado largos periodos de su carrera en dos de los estados fronterizos más conflictivos: Texas y Arizona. Villarreal nació y creció en Chicago, aunque, como el nombre propio indica, sus orígenes se encuentran al sur del Río Grande. El contacto inicial es por e-mail, pero dice que prefiere hablar de estos temas por teléfono. Le llamo.
La Border Patrol se fundó en el año 1924. Muchas personas creen que su primera oficina se instaló en El Paso. Y se piensa esto porque la frontera que lleva dando auténticos quebraderos de cabeza en las últimas décadas en Washington es la sureña. Pero no. La primera oficina de la Border Patrol apareció en el norte; en Detroit. Tiene sentido: aquellos eran los años de la Ley Seca, cuando la mafia italoamericana gestionaba el contrabando de licores procedentes de Canadá.
Fue el Departamento de Trabajo el que puso sobre la mesa el millón de dólares necesario para la puesta en marcha de un cuerpo que, en un principio, podía tomarse muy pocas licencias (no podía arrestar a nadie, por ejemplo). Sus primeros integrantes procedían de la Oficina de Inmigración o bien eran empleados del ferrocarril; personas que no estaban acostumbradas a la vida en la frontera y que no solían tardar mucho tiempo en presentar su renuncia. En 1939 solo había 773 agentes en todo el país.
En 1940 la Border Patrol pasó a ser responsabilidad del Departamento de Justicia que, viendo lo que ocurría en Europa –la Segunda Guerra Mundial– decidió ponerse las pilas: duplicó su presupuesto, contrató a 712 agentes más y empezó a adoptar las medidas necesarias para convertir a la unidad fronteriza en un cuerpo policial con capacidades militares centrado en neutralizar la infiltración de espías enemigos (alemanes primero, soviéticos después) en territorio estadounidense. Fruto de estas reformas, la Border Patrol se plantó a las puertas del nuevo milenio con más de 4.000 agentes en sus filas, una división marina, otra aérea y su propio servicio de inteligencia.
Pero el ataque terrorista de las torres gemelas, ocurrido el 11 de septiembre del 2001, trajo nuevos cambios. Uno de los más importantes fue la creación, en 2002, del Departamento de Seguridad Nacional y, dentro del mismo, la creación de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés). La Border Patrol pasó a formar parte de la CBP, que inyectó todavía más recursos y personal en el cuerpo fronterizo para incrementar su potencial. Si en el año 2000 la unidad tenía 4.000 agentes, en 2006 esa cifra había ascendido hasta los 12.000. El objetivo de George W. Bush, entonces presidente del país, era conseguir que la Border Patrol tuviese más de 18.000 antes de las elecciones del 2008. La cifra se consiguió y durante el mandato de Barack Obama se mantuvo estable.
Hoy la Border Patrol cuenta con cerca de 20.000 agentes, aunque Donald Trump quiere que ese número aumente hasta los 25.000 efectivos en los próximos meses. Más de la mitad –concretamente el 51%– de los agentes en servicio es de origen latino. La mayoría de los candidatos a ocupar esas 5.000 nuevas plazas convocadas por el gobierno también es de origen latino. Por lo visto, el agente con el que hablé en el control de carretera no era ninguna excepción.
Mario Villarreal descuelga el teléfono. Tiene la voz suave y habla con mucha calma. Me pregunta cómo están los ánimos en España después de la eliminación del Mundial. Cree que merecíamos ganar. Yo no lo tengo tan claro. Hablamos un poco de fútbol; me interesa saber qué selección quiere que gane el Mundial. Le da un poco igual, dice. La que juegue mejor.
Una vez roto el hielo me pide que dispare mis preguntas. Le digo que básicamente solo tengo una: cómo está afectando a los agentes de origen latino el tener que lidiar con la Política de Tolerancia Cero y la separación de las familias en la frontera. Antes de contestar, Villarreal pregunta si puede tutearme. Le digo que sí. “Mira, nuestro trabajo es proteger a nuestro país. Trabajamos para el pueblo estadounidense y, como servidores públicos, estamos autorizados a hacer cumplir la ley”. Luego se enfrasca en una reflexión sobre la naturaleza de la Border Patrol, sobre la necesidad de que exista un cuerpo así y, también, sobre la ayuda que –dice– presta a los inmigrantes que intentan cruzar la frontera. De pronto me lanza una pregunta.
— ¿Has estado en Arizona?
— No.
— Pues en Arizona el termómetro puede marcar fácilmente los 50 grados. ¿Sabes lo que hacen los traficantes con las personas que no pueden aguantar su ritmo? Las dejan atrás. Las abandonan en medio del desierto. Muchas de las personas que interceptamos necesitan urgentemente ayuda médica. Somos prácticamente un cuerpo de rescate.
Es el discurso habitual. Muchos agentes de la Border Patrol, al ser preguntados cómo lidian con la obligación de rastrear, detener y expulsar a personas que según los estándares de las Naciones Unidas entran en la categoría de “refugiados”, contestan que sin ellos muchas de esas personas morirían en los desiertos del sudoeste del país. Están –dicen– salvando vidas.
Ya que Mario Villarreal ha destacado la labor humanitaria de la Border Patrol decido preguntarle por la empatía, y sobre todo por la empatía de los agentes de origen latino que comparten –presupongo– idioma y lazos culturales con aquellos que intentan cruzar el Río Grande. Una cosa, aventuro, es proteger las fronteras de Estados Unidos y otra es separar a las madres de sus hijos. ¿No hay malestar? ¿Algún tipo de protesta?
— No puedo afirmar rotundamente que no exista un pequeño número de personas críticas con lo que está sucediendo.
Es todo lo que está dispuesto a decir al respecto.
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El día de mi conversación con Mario Villarreal la revista Harper’s Bazaar publicó un reportaje de la actriz Cara Santana sobre lo que piensan algunos agentes de la Border Patrol de la Política de Tolerancia Cero. Santana vive en Hollywood, pero nació en El Paso. Cuando se enteró de lo que estaba ocurriendo en la frontera viajó hasta su ciudad natal para entrevistarse con las personas encargadas de cumplir el mandato de Jeff Sessions. Gracias a sus lazos familiares y a su popularidad en las redes consiguió hablar con varias fuentes, todas anónimas. Lo que estas personas transmiten es una mezcla de tristeza (“hemos perdido nuestra dignidad”) e incomprensión (“¿por qué estas familias piensan que es mejor arriesgarlo todo en lugar de quedarse en sus países?”).
Otra voz discordante es la de Francisco Cantú, un antiguo agente de la Border Patrol que tras colgar el uniforme decidió escribir The Line Becomes a River: Dispatches From the Border. No es una lectura fácil; Cantú describe, a través de sus vivencias, la desesperación de los inmigrantes ilegales y las emociones, en algunos casos contradictorias, que experimentan los propios agentes. La compasión y el sadismo se van dando el relevo en un libro que es, sobre todo, una crítica feroz al sistema que ha convertido el Río Grande en un estado de excepción permanente. Aclamado por la crítica (un dato curioso: el libro de Cantú no se vende en el museo que tiene la Border Patrol en El Paso, donde sí pude hojear otros libros escritos por agentes retirados), el libro consolidó a Cantú como un ensayista y escritor a tener en cuenta en lugares como Nueva York o California. Presumiblemente, también le abrió las puertas de grandes periódicos como el Times, donde el pasado 30 de junio firmó una durísima columna contra la Política de Tolerancia Cero.
A pesar de las voces críticas, Néstor Rodríguez, profesor de Sociología de la Universidad de Texas, coincide con el agente Mario Villarreal: si hay malestar dentro de la Border Patrol por lo que está ocurriendo es, en todo caso, un malestar anecdótico. “Mi impresión es que los agentes latinos que trabajan en la Border Patrol se sienten orgullosos del cuerpo y ven a los inmigrantes latinos como el Otro, alguien a quien hay que perseguir, detener y, en la mayoría de casos, deportar”.
Rodríguez es experto en relaciones étnico-raciales y en flujos migratorios, sobre todo el que conecta Centroamérica con Estados Unidos. Ha pasado los últimos años reflexionando sobre un concepto que él llama “burocracia coercitiva”. Es decir: cuando agencias gubernamentales utilizan la fuerza, y en algunos casos la muerte, para cumplir con su cometido. “Mi tesis es que este tipo de burocracia desarrolla una ideología que justifica la fuerza que utiliza, y una parte importante de esa ideología consiste en degradar a la población que tiene en el punto de mira hasta concebirla como un Otro peligroso que no despierte ninguna empatía en el agente que tiene que hacer cumplir la ley”. El e-mail que me manda incluye dos ejemplos: las fuerzas de seguridad sudafricanas durante el apartheid y el ejército guatemalteco durante la guerra civil que asoló el país centroamericano durante más de tres décadas. En el primer caso, esas mismas fuerzas de seguridad encargadas de reprimir a la población negra estaban compuestas, precisamente, por muchísimos negros. En el caso de Guatemala, son notorios los episodios en los que soldados de origen maya, habiendo recibido órdenes de masacrar a miles de campesinos mayas, cumplieron sin rechistar.
Siguiendo la tesis de Néstor Rodríguez, la ideologización de los agentes tendría lugar una vez dentro del aparato burocrático. La pregunta que surge entonces es por qué enrolarse en el cuerpo, en este caso la Border Patrol, cuando ya se conoce de antemano a qué se dedica y la mala fama que arrastra.
Esther J. Cepeda, una columnista del Washington Post, escribió un artículo de opinión pocos días después de la entrada en vigor de la Política de Tolerancia Cero destinado a defender, o por lo menos matizar, los motivos por los que un latino se incorpora a las filas de la Border Patrol.
“Los trabajadores latinos de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza se muestran muy orgullosos de haber podido hacer algo con su vida y con la de sus familias”, escribe Cepeda. Y sigue: “Muchos agentes no sólo dicen que el Departamento de Seguridad Nacional es un gran lugar para hacer carrera, también dicen que es uno de los pocos sitios donde todavía quedan oportunidades para aquellos que no tienen un título universitario”. Cepeda opina que muchos de los que señalan las injusticias cometidas por la Border Patrol nunca se verían trabajando en una unidad semejante porque son demasiado privilegiados como para siquiera imaginárselo. Que prueben –dice– a crecer en una comunidad latina golpeada por la última crisis financiera. A ver qué decisiones toman entonces.
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El juez federal que el pasado 26 de junio prohibió la separación familiar vive en San Diego y se llama Dana Sabraw. La prohibición vino acompañada de una exigencia: las autoridades migratorias tienen 30 días para reunificar a las familias y, si el menor de edad tiene menos de cinco años, el plazo para devolvérselo a sus padres se reduce a 14 días.
Jonathan Blitzer, el reportero de la revista The New Yorker, sigue en El Paso porque quiere ver qué efectos reales tienen las palabras del juez. Blitzer duda que muchas familias puedan volver a estar juntas en el plazo dictado por Sabraw. La separación ha sido caótica y la falta de comunicación entre la Border Patrol, encargada de los mayores de edad, y la Oficina de Reasentamiento de Refugiados, encargada de los menores, es tal que nadie sabe muy bien dónde está quién.
Con todo, de vez en cuando llega alguna buena noticia.
Dos días después de entrevistar a Esperanza Pérez en la prisión de Nuevo México, Blitzer volvió por allí a interesarse por su caso. Se encontró a la mujer hondureña totalmente cambiada. Sus ojos ya lograban enfocar al interlocutor, su piel había recuperado color e incluso su pelo parecía brillar algo más. “Esa mañana había podido hablar con su hijo por teléfono”, explicó Blitzer en la entrevista radiofónica donde relató el episodio. Llevaba un mes sin saber nada de él.