Cuando los abuelos asumen la paternidad en Venezuela, pero con hambre
La parroquia San José Obrero de Puerto Cabello es vitrina de pobreza. La FAO ubica en más del 70% el hambre en el país, y en esta localidad los estómagos crujen confirmando la alerta. Con una economía fracturada, la emigración se llevó a madres y padres, dejando atrás a los pequeños a cargo de los abuelos, sin ingresos y sin bocado
Sobre un banco en la primera fila de la iglesia San José Obrero se encuentra Margarita Brizuela. Sus ojos reflejan tristeza, su postura evidencia cansancio y su piel muestra los surcos de los años. Tiene 67, pero aparenta 80. Sobre ella está su nieta Jeilith, de dos años, mientras Jailith, de seis, corretea por el lugar. No está en el templo para orar, sino para encontrarse con Cáritas Venezuela y poder comer.
Margarita quedó a cargo de las pequeñas desde hace más de seis meses, cuando su hija se fue de Puerto Cabello porque no encontraba un buen trabajo con el que pudiera mantener a la familia. El primer destino fue el estado Bolívar, donde ingresó a trabajar en las minas “cargando sacos, sacando oro”. Al poco tiempo volvió a su hogar, hizo maletas y partió a Colombia. Ahora, Margarita ejerce el rol de madre nuevamente, uno que su salud no le permite desarrollar con la misma energía de hace 40 años.
A veces, dice entre lágrimas, se acuestan sin comer. No tiene dinero porque ni ella ni su esposo trabajan. La pensión solo le alcanza para comprar arroz o granos que duran apenas dos días, y su hija no ha mandado remesas porque asegura que el padre de las niñas se lo impide.
El 27 de julio de 2019, el director de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), José Graziano da Silva, dijo que hubo un “aumento vertiginoso” del hambre en Venezuela. Explicó que en 2012 Venezuela tenía 3,6 millones de personas en situación de inseguridad alimentaria y en la actualidad la FAO tiene una estimación que 21,2 millones de personas pasan hambre. Se trata, por tanto, de más del 70% de la población si se calcula una base de 30 millones de habitantes. Pero del país han huido más de cuatro millones de personas, según Acnur, por lo que la proporción pudiera escalar y superar el 80%.
“Esta situación lo tiene a uno al borde de la locura. El abuelo ta’ viejito, yo toy viejita. Tengo que salir a la calle a pedir para darle a las niñas. A veces se me acuestan sin comer y se ponen a llorar; pero ¿qué les voy a dar? Tenemos que llorar las tres porque no tenemos nada. Estamos pasando necesidad”, explica Brizuela.
Cuenta que la falta de alimentos hizo que las pequeñas dejaran de asistir al colegio y también las condujo a un cuadro de malnutrición severo.
Por otro lado, la salud de la abuela se deteriora cada vez más. Padece diabetes, sufre de la tensión y sus rodillas ya no resisten largas caminatas. En ocasiones, mientras camina, pierde el equilibrio y cae. Los padecimientos son intensos, peligrosos, pero no cuenta con el dinero suficiente para costear los medicamentos. No es solo que el bolsillo no le alcance, es que quizá nunca los pueda conseguir: la producción de fármacos en el país ha disminuido en un 49% según Tito López, presidente de la Cámara de la Industria Farmacéutica (Cifar), quien ha dicho que la contracción económica hace que la gente se debata “entre comprar su medicamento o comprar alimentos”.
Margarita está cansada. Sueña con descansar de verdad, con no tener que hacer más sacrificios. A Dios, en ocasiones, le ha dicho que cuando la necesite, se la lleve. Pero recuerda que es la única persona con la que cuentan las niñas y le pide que no lo haga, que le mande fuerzas para aguantar cuanto sea necesario. “Si yo me llego a morir, quién me las va a cuidar, quién va a proteger a esas niñas. Yo estoy en pie por mis muchachitas”.
Por medio de una vecina supo sobre las jornadas que Cáritas comenzaría en la parroquia y ahora las infantas reciben suplementos vitamínicos que las han ayudado a volver a su peso y recuperar su fuerza. Mientras que Margarita se ve beneficiada por una olla solidaria que la parroquia brinda para aquellos que no tienen qué comer. Allí ella es uno más de los abundantes casos que se registran en la localidad.
Cada vez son menos kilos
La parroquia San José Obrero está constituida por 14 sectores, y el padre Luis Parada la dirige desde hace cuatro años. Durante su gestión ha notado cómo la crisis ha acabado con la vida de los habitantes del lugar. Describe como crítico el estado en el que se encuentran las familias. Impresiona “la cantidad de madres y padres, personas y niños que llegan a la casa parroquial pidiendo comida, ropa, medicamentos”.
El sacerdote señala que el mejor ejemplo de ello es la cesta que todos los domingos se pone en el altar con la intención de que la feligresía done alimentos para llevar a los hogares de los necesitados. Desde hace más de un año, la cesta termina el día tal como comenzó: vacía. “La gente empezó a recortar la ayuda. Lo que ponían era una yuca, un plátano verde o maduro, traían una tetica de arvejas; ahora nada”.
El sacerdote -junto con la pastoral social- implementó la iniciativa “Comparte tu pan” para llevar comidas a las comunidades más afectadas en épocas específicas. Los esfuerzos fueron muchos, pero la sustentabilidad se hizo inviable. Afortunadamente, la unión con Cáritas concretó la aplicación del proyecto Samán, “cuyo objetivo central es el bienestar de la población más vulnerable del país mediante la provisión de servicios de nutrición y salud”.
No es casual que Cáritas haya comenzado a operar. La parroquia San José Obrero es una de las 120 en las que, en 16 estados del país, actúa la organización. Uno de los lugares escogidos por la vulnerabilidad de sus habitantes y porque la malnutrición y el hambre campean.
El sacerdote alega que cada vez son más los casos que se reportan donde los niños quedan bajo la tutela de sus abuelos, personas sin trabajos ni una fuente de ingresos estable. “¡Es dramático!, hay abuelos aquí que en vez de ser cuidado son cuidadores. Se les reconoce ese heroísmo de preferir pasar hambre para dárselo a sus nietos”.
Maribel Cordero tiene 57 años y quedó a cargo de tres de sus nietos. Su hija Francis Maribel Cordero Iglesias partió a Perú en enero. Desde entonces, lo poco que la joven le ha logrado transferir más los -ya no tan constantes- bonos de la revolución los usa para comprar arroz picado y granos y hacerlos como un asopado para que le rinda. No siempre alcanza para un cartón de huevos. “Si comen dos veces es mucho. Leche no les puedo dar porque está por las nubes y eso es importante sobre todo para el niño”. La familia Cordero no prueba un trozo de carne desde diciembre cuando algunas comunidades del país se vieron beneficiadas con la venta de un pernil por parte de los CLAP.
“Cuando agarro el bonito y lo que mi hija me manda, compro. Pero cuando se acaba no sé qué comer. (Todos los días) yo digo ‘Dios mío ¿qué se va a comer hoy?’”. Su realidad la llevó a bajar de peso estrepitosamente: de 70 kilos pasó a 39.
“Yo ya no tengo fuerza”
A pocas cuadras de la iglesia vive Loira Gregoria Martínez. Con una sonrisa recibe a cualquiera que la pase a saludar, especialmente al padre Luis Parada a quien ve como un hermano. Loira es una mujer robusta y, aunque está próxima a cumplir 69 primaveras y en su juventud fue muy atlética, hoy la vida la condena a padecer dolencias que no le dejan trabajar.
“Mi salud está mal, me siento muy mal”. Loira es hipertensa y ya ha sufrido dos infartos. El medicamento que debe tomar no lo consigue y cuando lo hay el dinero no le alcanza. Además, la vida la ha condenado a tener dos piernas que poco a poco le han dejado de funcionar, que ya no le permiten subir escaleras ni hacer largas caminatas. Sin fuerza para trabajar, Loira solo cuenta con lo poco que su hija puede enviarle y la pensión que recibe. Con eso compra un paquete de arroz y frijoles chinos.
Aun así le ha tocado cargar con otro peso: su nieta.
Alondra Eloy del Valle Aguilera Martínez tiene 12 años y culminó el primer año de bachillerato en el colegio Fe y Alegría. Su madre Ingrid Ruth Aguilera Martínez, hija de Loira Gregoria, se fue hace cuatro meses a Medellin, Colombia, a buscar el pan.
Entretanto, la adolescencia comienza a manifestarse y la rebeldía se ha vuelto la aliada de Alondra. “Mi nieta sale y me parece que no llega. Ya hay hombres por ahí que me la están piropeando, que me le ofrecen esas chupetas raras con las que duermen a las niñas”.
Loira está angustiada, ya no duerme. Su nieta ha dejado de hacerle caso y el temor de que le ocurra algo está siempre presente. Se enfrenta a un proceso natural de la vida en medio de una sociedad más viciada.
Aunque fue la misma Loira la que ayer motivó a su hija a irse del país, hoy le pide que regrese pues la situación ya no la soporta. “Tiene que venir porque le pedí auxilio por la niña. No puedo controlarla. Yo ya no tengo fuerza y la niña no me quiere obedecer”.
Monseñor Saúl Figueroa, obispo de Puerto Cabello, indica que pese a que la migración es un problema nacional, en Puerto Cabello “muchas personas han abandonado a los ancianos y otros los han dejado a que cuiden a los niños y el problema está en que ellos ya no tienen la capacidad de hacerlo por falta de medios, dinero, muchas veces se quedan esperando las remesas y la situación se vuelve más difícil”. Asegura que, aunque la crisis es un factor nacional, en el que ha sido el primer puerto de Venezuela, la situación es muy dura pues ¾ partes del mismo están paralizadas lo que ha generado una ola de desempleo masiva propiciando que la migración sea más severa.
Ante ello, y junto a Cáritas Venezuela, la Iglesia está “llevando varios programas de alimentación, el banco de alimentos, formación de derechos humanos y tenemos un dispensario en San Esteban que estamos tratando de habilitar”, dice el sacerdote. Además, los comedores en varias parroquias de la diócesis reciben ayuda internacional.
Loira agradece a la Iglesia la ayuda. Espera que el Señor le conceda vida suficiente para ver crecer a su nieta, volver a disfrutar de su hija y que ambas viven en la Venezuela “de antes, que éramos ricos y no lo sabíamos” porque dice que “hoy en día no podemos ni respirar”.
“La fe mía está en Dios. El único que puede acomodar esto es nuestro padre eterno. Yo soy católica y trato de llevarle la palabra a la gente, lo poco que encuentro me gusta compartirlo. Me gustaría que nuestro padre celestial nos ayude, yo sé que esto se va a acomodar”.
Desde Caracas, monseñor José Trinidad Fernández Angulo, actual secretario de la Conferencia Episcopal de Venezuela, hace un llamado de atención sobre el “desmembramiento que sufre la familia venezolana”. Indica que la migración forzada ha dejado desamparados a abuelos y niños, siendo estos víctimas de largas colas para conseguir alimentos y caminatas exhaustivas por la falta de transporte, penurias que ninguna generación debería enfrentar. De esta manera invita a quienes son parte de la Iglesia y a los que no, a unirse a la Campaña Compartir, cuyo objetivo de este año es ayudar a quienes se encuentran en situación de vulnerabilidad. Asimismo, el Monseñor recalca las palabras del papa Francisco, quien invita al mundo “a acoger a aquellas personas que por la migración masiva han quedado atrás”.