Arrieros somos: resquicios de una decisión cortoplacista
Acaba de abrirse un nuevo frente batalla en la campaña electoral más agitada de las últimas décadas: el del Tribunal Supremo
Queda una semana para el primer debate presidencial y cinco semanas, día arriba día abajo, para las elecciones. Con eso en mente lo suyo es que este comentario semanal versara sobre El Dato: los muertos por coronavirus en Estados Unidos acaban de rebasar la barrera de los 200.000 (a los que hay que sumar cerca de 7.000.000 de infectados).
Además, El Dato iba a ir acompañado de un par de affaires tan sintomáticos como surrealistas surgidos en torno a las agencias encargadas de lidiar con la pandemia. A saber: el vídeo que Michael Caputo, portavoz del Departamento de Salud, subió hace unos días a Facebook en el que acusaba a los científicos del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de “sedición” por cuestionar las declaraciones de Donald Trump y, en segundo lugar, la revelación de que “streiff”, un blogero que llevaba meses insultando a Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergia y Enfermedades Infecciosas, es en realidad un tipo llamado Bill Crews que bueno, en fin, era hasta antes de ayer uno de los relaciones públicas del Instituto Nacional de Alergia y Enfermedades Infecciosas.
Sin embargo, los 200.000 muertos y todo lo que iban a traer consigo en este comentario semanal se han visto eclipsados por un fallecimiento de última hora: el de Ruth Bader Ginsburg, jueza del Tribunal Supremo, que el pasado viernes ofreció su último suspiro tras complicarse el cáncer de páncreas que padecía. Ginsburg, aclamada entre el progresismo gringo por sus decisiones favorables a los derechos de la mujer, tenía 87 años.
En otras circunstancias, la muerte de una jueza con un recorrido así no pasaría de la típica secuencia de obituarios laudatorios. Pero estamos hablando de una jueza del Tribunal Supremo. Y eso significa que se acaba de abrir otro frente de batalla en este 2020.
Frente republicano
A ver, un poquito de contexto. El Tribunal Supremo cuenta con nueve jueces que toman decisiones sobre aspectos fundamentales de la vida de los estadounidenses tales como el aborto, la libertad religiosa, el asuntillo de las armas, etcétera. Y resulta, oh sorpresa, que esos nueve jueces se dividen entre “conservadores” y “progresistas”. En plata: la cuerda que domina el Tribunal Supremo tiende a tomar decisiones sobre esos aspectos fundamentales barriendo para casa. Ejemplo clásico: una decisión que tenga que regular el tema del aborto no será la misma siendo la mayoría de los jueces conservadores que siendo la mayoría de los jueces progresistas.
Bien. Así las cosas, ¿en qué estado deja la muerte de Ginsburg la balanza? Pues en un estado preocupante para el progresismo porque hasta su fallecimiento la división era de cinco jueces conservadores frente a cuatro progresistas y bueno, aunque en minoría, con cuatro jueces todavía te puedes ir defendiendo mal que bien. Es decir: que sin Ginsburg la balanza se queda en cinco jueces conservadores frente a tres jueces progresistas… y uno por nombrar.
He ahí el quid de la cuestión: ahora se tiene que nombrar a la persona que sustituya a Ginsburg. ¿Y quién la nombra? Pues el presidente, je. Vale, sí: esa decisión la tiene que ratificar el Senado con mayoría simple (51 votos). Pero ahora mismo el Senado se encuentra bajo control del Partido Republicano, que cuenta con 53 senadores. Jeje. Es decir: todo parece indicar que la persona que sustituya a Ginsburg será un juez, o una jueza, de carácter conservador. Puesto de otro modo: en unas semanas el Tribunal Supremo contará con seis jueces conservadores frente a solo tres progresistas.
I will be announcing my Supreme Court Nominee on Saturday, at the White House! Exact time TBA.
— Donald J. Trump (@realDonaldTrump) September 22, 2020
Y si usted está pensando que tampoco es para tanto porque las encuestas dicen que Joe Biden ganará las elecciones y por tanto él podrá, cuando gane, alterar una composición tan poco favorable… tengo que decir que se equivoca. Porque los del Supremo son cargos vitalicios. O sea, que si Trump escoge a una persona de mediana edad (y las apuestas apuntan a una señora de 48 años llamada Amy Coney Barrett) esa persona ocupará una de las nueve sillas de la sala durante las próximas tres o cuatro décadas. Además, si Trump escoge a una persona de mediana edad esa persona de mediana edad se sumaría a otros jueces conservadores de mediana edad como Neil Gorsuch y Brett Kavanaugh. Resumiendo: corren malos tiempos para la lírica izquierdista.
Frente demócrata
La pregunta surge sola: ya que Biden no podría alterar la composición del Supremo cuando llegue al poder, si es que llega, ¿puede al menos retrasar el nombramiento hasta su llegada al poder, si es que llega, para así ser él, y no Trump, quien escoja a la persona que va a sustituir a Ginsburg? Bueno, en eso están. Tirando de hemeroteca para ver si pueden maniobrar en esa dirección.
Porque resulta que en el año 2016, pocos meses antes de las elecciones que enfrentaron a Hillary Clinton con Trump, quedó vacante una silla en el Tribunal Supremo y el entonces presidente, Barack Obama, propuso el nombramiento del juez progresista Merrick Garland. ¿Y qué ocurrió? Pues que el Partido Republicano puso el grito en el cielo y dijo que no se debía nombrar a un juez del Supremo en año electoral porque no sería justo con el pueblo norteamericano. El Partido Republicano dijo, en fin, que ese nombramiento debía posponerse hasta después de las elecciones y dejarlo en manos del siguiente inquilino de la Casa Blanca. Obama contestó que ni por el forro y tiró para delante… solo para toparse con un Senado que ya entonces estaba controlado por el Partido Republicano y que bloqueó el nombramiento de Garland.
Total, que ahora el Partido Demócrata está exigiendo que se haga lo mismo. El problema es que en estos tiempos de polarización extrema el argumento de la caballerosidad y la elegancia solo ha convencido a dos senadoras del Partido Republicano: Susan Collins, de Maine, y Lisa Murkowski, de Alaska. Biden necesitaría, por tanto, sumar dos más. Sin embargo, los otros tres candidatos a ponerse del lado del Partido Demócrata –el furibundo antitrumpista Mitt Romney, Charles Grassley de Iowa y Cory Gardner de Colorado– ya han dicho que no se van a oponer al nombramiento.
(Mucha gente se ha preguntado por qué Romney, que votó a favor del impeachment de Trump, ahora permite que se salga con la suya. La respuesta es fácil: le caiga mejor o peor el Donald, Romney es un conservador convencido y quiere un Tribunal Supremo afín a la causa.)
No parece, en fin, que el Partido Demócrata vaya a poder evitar lo que ya parece inevitable. Y en parte es culpa suya por haber tocado algo que no tenía que haber tocado en 2013. ¿Que qué pasó en 2013? Pues pasó lo siguiente. En aquel año las ratificaciones del Senado no tenían que contar con 51 votos a favor sino con 60 votos a favor. Un contexto que tenía harto al Partido Demócrata, que por aquel entonces controlaba el lugar, porque los senadores del Partido Republicano habían tomado por costumbre actuar en bloque y bloquear, valga la redundancia, todos los nombramientos que tenían que tramitarse allí. Total, que un buen día el Partido Demócrata dijo eso de hasta aquí hemos llegado y aprobó una reforma puliéndose lo de los 60 votos a favor. A partir de entonces solo se necesitaría la mitad más uno, es decir 51.
Cuando se aprobó aquella reforma el Partido Republicano lanzó una advertencia: “Os arrepentiréis”. Y en esas está hoy la progresía gringa: arrepintiéndose. Gajes de la visión cortoplacista de la política que nos domina, supongo.