Federico Falco: «Uno siempre escribe a solas, en un cuerpo a cuerpo con el teclado, con la página, con las palabras»
‘Los llanos’, de Federico Falco, finalista del 38º Premio Herralde de Novela, aborda el duelo de una ruptura en un tiempo que se parece más a un pantano de remolinos lentos que a un río de corrientes rápidas
En 2010, la revista Granta lo seleccionó entre los mejores narradores jóvenes en lengua española y diez años después queda finalista del Premio Herralde con Los llanos (ed. Anagrama). Durante esos años, Federico Falco ha demostrado con creces ser uno de los autores argentinos más hábiles en el género del cuento, gracias a títulos como 222 patitos, La hora de los monos o Un cementerio perfecto.
En Los llanos, Falco nos presenta a un escritor que, tras una ruptura amorosa, se retira en una casa rural. Al cuidado del huerto, el protagonista ya no puede escribir los relatos de antes; ahora apenas realiza una serie de apuntes en los que reflexiona sobre cómo escribir sobre un cuerpo dolorido y, entre evocaciones y recuerdos, sobre cómo reconstruirse a sí mismo.
En una entrevista he leído que comenzó a escribir Los llanos sin ser consciente de que estaba escribiendo una novela. ¿De qué manera esta no conciencia le dotó de mayor libertad a la hora de escribir?
Supongo que, acostumbrado a las distancias cortas pero intensas del cuento o el relato, me imaginaba que la escritura de una novela requeriría la misma intensidad, pero de más largo aliento y eso me daba cierto temor: no sabía si podría sostenerla durante tanto tiempo. En el proceso de escribir relatos, además, en general puedo armar en mi cabeza un cierto mapa de la estructura de la historia, un mapa que tal vez vaya actualizando a medida que avanzo, pero que me sirve para, de alguna manera, sentirme ubicado en tiempo y espacio en cada escena, en cada momento. Y esto era algo que no me resultaba tan fácil con una novela. Fui escribiendo Los Llanos a lo largo de mucho tiempo, sin un propósito muy específico, en algunos casos como fragmentos de relatos que no terminaban de cuajar, en otros casos, como reflexiones más cercanas al ensayo personal. Lo sorpresivo fue que, en algún momento, en mi cabeza se armó una estructura, pero de lo que ya tenía escrito. Después quedaba mucho por delante: reescritura, completar ciertas partes, edición, montaje, puntadas finas, pulido, pero el grueso, la materia prima de la novela, ya estaba ahí. Creo que una mayor libertad, cierto sentido de juego en ese segundo momento del proceso, provino de la certeza de que en esos materiales ya había una novela y de no tener que estar lidiando todo el tiempo con la ansiedad y la incertidumbre de si lo que escribía llegaría o no a buen puerto.
El carácter fragmentario de Los llanos, una especie de cuaderno de notas y/o diario, ¿tiene tanto que ver con su proceso de escritura como con el que lleva a cabo el protagonista?
La novela esta narrada por una primera persona que atraviesa un duelo amoroso. Por esa razón siente que no puede concentrarse lo suficiente como para escribir cuentos, o ciertos tipos de cuentos, o por lo menos lo que el personaje considera como “cuentos”, esto es, relatos estructuralmente organizados de los que pueda desprenderse un sentido. De alguna manera perdió la fe en ese tipo de relatos, pero eso no le impide ir tomando notas, registros más cercanos a la cotidianidad y la vida. Son esas notas la que, en última instancia, le ayudan a encontrar una salida para su bloqueo. Si bien es cierto que las intuiciones a las que se va acercando el narrador en la novela se ven reflejadas en la forma que termina adoptando Los llanos, en la practica el proceso de escritura no fue necesariamente similar. Ciertas zonas del texto tenían desde el inicio esa estructura fragmentaria, pero en otras fue necesaria buscar la fragmentación y, sobre todo, trabajar bastante en el orden de los fragmentos, en cómo se relacionaban unos con otros, en que cadencia y ritmo daban a cada capítulo.
Antes hablaba del salto a la novelística, pero ¿hasta qué punto Los llanos es verdaderamente una novela? Y no lo pregunto por el carácter fragmentario -ya dijo Walter Benjamin que la única escritura posible era la del fragmento-, sino por ser «tiempo sin narrativa, sin historias», tal y como decía un crítico recientemente.
En general, a la hora de escribir, me interesan más las posibilidades que abren las mixturas, las hibridaciones, antes que las etiquetas taxativas que definen qué es un cuento, que es una novela, hasta donde llega una cosa y dónde puede considerarse otra. De todos modos, tengo la sensación de que hace mucho que la novela habilitó para sí misma otras múltiples formas posibles, que no necesariamente descansan siempre en la trama o la evolución lineal de acontecimientos. En el caso de Los llanos el verdadero desafío era cómo narrar el tiempo de un duelo. Un tiempo que transcurre, pero que muchas veces no tiene una narrativa clara, no hay un modo o una manera correcta de atravesarlo, donde no es fácil poner las cosas en perspectiva. Es algo que incluso no depende de la propia voluntad sino más bien de ciertas marchas y contramarchas que por momentos pueden parecer azarosas, o incluso un poco opacas. En ese aspecto, es un tiempo que se podría comparar más con un pantano de remolinos lentos que con un río de corrientes rápidas. En Los llanos, de a poco, en ese tiempo que en principio se mostraba como vacío, el personaje va descubriendo pequeños acontecimientos en los que fijar la mirada, aparecen los recuerdos, las dudas, hay encuentros, suceden cosas. El personaje vuelve a encontrar, lentamente, un cauce, una forma de contarse a sí mismo.
Leyéndole pensaba en Flaubert, que se preguntaba cómo escribir sobre la nada. Los llanos, en cierta manera, es una interrogación sobre cómo escribir “un cuerpo apenado”. ¿Es este cuerpo apenado esa nada o ese vacío al que debe enfrentarse la escritura?
A veces la escritura tiene que lidiar con ese límite, que es su propio límite: ¿cómo escribir las sensaciones, las emociones? ¿Cómo volverlas lenguaje y compartirlas con el otro? ¿Cómo asegurarse de que ese otro entenderá lo que queremos decir? Podría pensarse como un desafío: el desafío de poner en palabras lo que sucede de la piel para adentro. Confiar en el lenguaje para romper esa soledad congénita en la que todos estamos atrapados y que, gracias al lenguaje, a veces, logra agrietarse un poco, habilitar el encuentro, o al menos su posibilidad. Un cuerpo lleno de pena no es necesariamente un cuerpo sin historias, sino más bien todo lo contrario. Sí puede llegar a ser, a veces, un cuerpo embarcado en un cierto aislamiento más allá de las palabras y en la búsqueda de un lenguaje -limitado, escaso, pero lenguaje al fin- que le permita nombrar lo que siente para así compartirlo, para encontrase consigo mismo y con los otros.
La pregunta sobre cómo escribir va acompañado de la constatación por parte del protagonista de que la escritura ya no sirve para armarse un relato al que aferrarse. ¿La escritura y, por tanto, los relatos, se han vaciado, han perdido su sentido?
No creo que los relatos hayan perdido su sentido. Creo que los relatos son terriblemente poderosos, que generan efectos, que muchas veces armamos nuestras vidas en base a esos relatos, incluso relatos ajenos, relatos que no son impuestos y que no son para nada inocentes (relatos familiares, relatos de consumo, relatos de identidad, relatos que juegan con la idea de triunfo y de fracaso, de éxito y de felicidad, y un largo etcétera). De hecho, parte de lo que le sucede al protagonista es que, habituado a construir relatos de ficción, en la crisis advierte que durante mucho tiempo fantaseó con que su propia vida copiara la forma de un relato más convencional o paradigmático. Lo que se le desarma es esa ilusión: le estaba pidiendo a la escritura algo que la escritura no le podía dar. La novela de alguna manera intenta dar cuenta de la búsqueda de una nueva manera de relacionarse con la escritura, el empezar a pensar en la posibilidad de otros relatos, de otras formas de contarse, quizás menos armónicas, menos cerradas y conclusivas, menos artificiales pero más cercanas a la vida o a los restos -o rastros- que puede dejar la vida sobre un cuaderno.
Al final, el lenguaje es lo único que tenemos, a pesar de todo.
Me gusta mucho algo que creo dijo Seamus Heaney: el lenguaje es una herramienta mellada, imprecisa, pero es la única que tenemos. Es al mismo tiempo lo que nos permite encontrarnos con el otro y lo que nos marca los límites de nuestra soledad, de nuestro aislamiento. Y a lo mejor por eso el lenguaje siempre requiera un poco de fe de nuestra parte: no dejarse vencer por el pesimismo, hacer caso omiso a todas sus fallas, sus limitaciones, los posibles malentendidos que genera y creer que ese encuentro en las palabras, o el espejismo de ese encuentro, hace posible la amistad, la vida en pareja, en familia, en comunidad.
El protagonista confiesa que en sus inicios como escritor buscaba «controlar todo lo que sucede dentro del mundo de la historia». Ahora nos lo encontramos que desconfía de la escritura. ¿Hasta qué punto no hay algo de inocente en esa búsqueda de juventud?
No sé si necesariamente se trata de inocencia. Tal vez es solo ansiedad, o miedo. O una inocencia a la que llega empujado por una necesidad desesperada de creer en algo. Ante la incertidumbre y lo que pueda ser la vida hacia delante, ante el peso de las propias expectativas y auto exigencias, elige aferrarse a ciertos relatos que lo tranquilizan: si hacía lo correcto o lo esperado todo iba a ir bien; si cumplí con cierto trabajo lo ascenderían; si lograba controlar todo, podría evitar cualquier mal.
La comparativa entre escribir y cultivar no es nueva, pero, en relación con lo que antes le preguntaba, usted pone el acento en el aspecto aleatorio, en su carácter incontrolable.
Supongo que escribir puede ser muchas cosas al mismo tiempo y que hay muchísimas aproximaciones posibles a la escritura. En lo personal, hay algo del orden, de lo controlado, que siento que a veces asfixia la escritura. Es como si se obligara a entrar lo que se escribe en un molde preconcebido, muchas veces parecido a otros moldes, formas de lo que creemos que puede gustar, que será aceptado por el lector. Por otro lado, en el completo desorden, en el descontrol, hay algo que puede llegar a deshilachar la escritura hasta no dejarla ser: una escritura que no llega a armar sentido, una escritura sin lectura posible. Me interesa pensar la escritura como una especie de respiración, de movimiento entre esos dos extremos: algo de descontrol y desorden (que vaya más allá de uno mismo y nos lleve a otras zonas, propias pero desconocidas y nos permita explorar nuevas formas de contar y de ser) y algo de orden y control (que habilite que la escritura pueda seguir siendo encuentro con un otro, que la lectura sea posible). El narrador de Los llanos recorre de a poco ese espectro: parte de una cierta desilusión con la idea de orden y control a la que se aferraba, fantasea con la posibilidad de una escritura sin sentido -solo palabras dibujadas, como fuegos artificiales que no significan nada- para después comenzar a descubrir otras posibilidades, no tan extremas.
Otro de los temas de la novela es la tensión entre vida y arte/literatura, que tan bien expresa la cita que Olivia Laing que usted incorpora a la novela: «Escribir es una manera de expresar nuestra necesidad de contacto. O nuestro miedo al contacto».
Escribir implica un cierto aislamiento -es uno con el cuaderno, uno con el teclado- pero al mismo tiempo prefigura a un otro que nos acompaña. Una figura fantasmática o fantaseada, un lector al que desconocemos, del que no sabemos nada, pero con el que, de alguna manera –si la intención es hacer público lo escrito- nos queremos comunicar. Es una necesidad de contacto, pero mediada: un encuentro a la distancia, con límites. Y una posibilidad, un vínculo posible –en el objeto del libro- entre esas dos esferas: la de la vida y la del arte. Que, por otro lado, es una relación mucho más compleja y no solo tiene que ver con los efectos que pueda generar lo escrito, sino también con la génesis de la escritura en sí. Por que a veces le pedimos a la vida que copie la estructura o la forma de los relatos que conocemos y que tenemos internalizados desde pequeños (que nos regale un final feliz, o que nos permita pensar un traspié solo como un elemento de tensión: así como el personaje de una historia supera sus pruebas, vamos a salir de esto, y vamos a estar bien; que nos de la certeza de que, porque ahora caímos en un pozo de amargura, en el final de la obra seremos recompensados con la felicidad) pero también es posible utilizar la escritura como una manera de explorar otras formas de vida, otras posibilidades de habitar el mundo y de estar juntos, más allá de las aprendidas.
¿La escritura necesita de soledad y aislamiento? El protagonista confiesa que al inicio escribía en los bares…
Retomando lo de la respuesta anterior, aunque se nutra de su entorno para mí la escritura siempre es en soledad. Más allá del contexto, más allá del lugar. No importa el paisaje, dónde o cómo, no importa si estamos en medio de una fiesta y usamos la libreta (o el teléfono celular) como objeto contrafóbico donde anotamos o tipeamos rápido una idea, o si estamos aburridos en medio del campo y escribimos para entretenernos a nosotros mismos. Uno siempre escribe a solas, tal vez imaginando a un otro que leerá en algún momento, pero en soledad, en un cuerpo a cuerpo con el teclado, con la página, con las palabras. Y eso también es una de las cosas más lindas de la escritura. Esa soledad a veces nos permite decir cosas que de otra manera no podríamos. En la novela hay una escena donde dos de los personajes están en la misma habitación, cada uno trabajando en su computadora, y uno le envía al otro un mail para decirle –por escrito- algo que, tal vez, cara a cara, no podría. Hay algo de la soledad de la escritura que nos permite ser, que nos libera, que nos permite ir más allá de los miedos o las expectativas que depositamos en el afuera. La escritura es una forma de contacto en diferido y eso, paradójicamente, puede volverla terriblemente íntima.
En un reciente artículo de Clarín, se subrayaba el éxito de varios escritores de Córdoba. ¿Se puede decir que se ha desplazado el eje literario/editorial? ¿Ya no pasa necesariamente por Buenos Aires?
Córdoba es una provincia con una larga trayectoria literaria, en la poesía, en la dramaturgia, en la narrativa. Desde fines de los años noventa, su narrativa en particular se ha vuelto cada vez más fructífera, diversa, heterogénea. No caben dudas de que Córdoba, como Rosario, como últimamente Tucumán, es un núcleo activo cada vez más importante, pero no sé hasta que punto se podría hablar de un desplazamiento del eje literario o editorial, o incluso de una literatura cordobesa. Las editoriales del interior del país, por ejemplo, todavía enfrentan el gran desafío de lograr una distribución que vaya más allá de los límites de sus propias provincias. En comparación, me parece que una editorial independiente establecida en Buenos Aires tiene que hacer mucho menos esfuerzo para que sus libros lleguen a manos de los lectores. En ese y en muchos otros aspectos creo que la diferencia todavía es grande y que hay mucho trabajo por hacer.
Y, ¿por España? Es decir, para usted ¿qué implica no solo quedar finalista en el Premio Herralde, sino darse a conocer en el mercado español de la mano de Anagrama?
Quedar finalista en el premio Herralde ha sido un gran honor y una gran alegría. Anagrama es una editorial que desde muy joven me ha formado como lector, que en su catálogo tiene autores de los que soy un admirador fanático. En ese sentido, estoy muy contento y agradecido. Por lo demás, ojalá que de la mano de Anagrama el libro pueda hacer su camino y encuentre a sus lectores, o a otros lectores, nuevos. Pero claro, como en la huerta, eso ya está fuera de mi control.