El verdadero nuevo hombre: cómo ha cambiado la masculinidad en el siglo XXI
El feminismo ayudará al nuevo hombre a liberarse de su coraza patriarcal y a ser corresponsables en la lucha por un mundo mejor.
Si se dice que el siglo XX fue el “siglo de la mujer”, ¿será el s. XXI el “siglo del nuevo hombre”? Algunos autores feministas han publicado libros recientemente donde se aboga por la urgente y necesaria reprogramación del ideal masculino, que sirva para abolir el patriarcado y para crear una sociedad más justa, igualitaria y feliz. Hacemos un repaso por las diferentes crisis de la masculinidad y las propuestas para el “hombre nuevo” de Octavio Salazar, Jokin Azpiazu, Ritxar Bacete, Grayson Perry y Walter Riso.
Las tres crisis de la masculinidad
El espacio cultural de la masculinidad hegemónica ha estado en crisis por lo menos desde finales del s. XVII, cuando se crea el estereotipo del hombre moderno, por una razón fundamental: porque lo masculino, como señala la profesora de la UB Angels Carabí en Nuevas Masculinidades (Icaria, 2000), “es aquello que no es ni femenino, ni étnico, ni homosexual”. Es decir, que ha sido una definición realizada siempre en negativo. La masculinidad no se relacionaba ni con lo afeminado ni con lo feo, que era lo propio de libertinos, desequilibrados y lujuriosos. Esto es: de judíos, homosexuales y mujeres.
Ya desde este momento, el patriarcado se vale de la violencia y la dominación para imponer sus valores, con el afán de ejercer el control sobre las “alteridades subordinadas” que, por contraposición, le sirven para afirmarse. Así, durante más de un siglo, la sociedad burguesa se dedica a imponer su estereotipo del hombre cabal y moral, una estructura binaria (hombre –activo y dominante / mujer – pasiva y sufriente) que se verá amenazada a finales del s. XIX por el hedonismo y el individualismo, “la voluptuosa y osada inmoralidad” de los homosexuales, un decadentismo al que se une, de nuevo, el movimiento feminista, particularmente con las suffragettes, quienes reivindicaban el derecho al voto de las mujeres.
La primera mitad del siglo XX, con sus dos grandes conflictos bélicos, sirve para reafirmar valores masculinos como la virilidad, la agresividad, el poder, la fuerza o la competición. La masculinidad se asimila a los valores militares y lleva la dominación hasta la irracionalidad. Los así conocidos como disturbios de Stonewall, a finales de los 60s (uno de los eventos más trascendentales del movimiento de liberación gay, lésbico y trans, sucedidos en la madrugada del 28 de junio de 1969 y que duraron varios días), marcarán un punto de inflexión en la lucha homosexual, pero también la negativa de las mujeres a volver al espacio doméstico tras el regreso de los soldados a casa. Todo ello cristalizará a finales de los años 80 en lo que se conoce como la tercera gran crisis de la masculinidad.
Es en este momento cuando en las universidades se comienza a estudiar el género como construcción cultural, desde el punto de vista masculino, lo que permite poner de relieve las asimetrías históricas en relación al poder que han existido a lo largo de la historia. Se crean, particularmente en el ámbito de las humanidades, los Men’s Studies, dedicados a explorar nuevas visiones de la masculinidad, entendida ésta no como un paradigma de la experiencia universal sino como una experiencia propia del varón. Descubrimos entonces, como habría de señalar Judith Butler, que la identidad no es más que una performance.
Luchar contra lo invisible
El problema fundamental para luchar contra el patriarcado y la ideología masculina es que ésta se fusiona con el “sentido común”, hasta volverse invisible. Es lo que Roland Barthes llama exnominación. Un orden social que funciona, tal como indica Pierre Bordieu, “como una inmensa máquina simbólica que tiende a ratificar la dominación masculina en la que se apoya”. Porque la mujer siempre ha sido pensada desde el espacio de la excepción, de la diferencia enigmática, en tanto que el hombre ha sido siempre el término neutro de la humanidad. Ello provoca que el patriarcado haya sido también una cárcel –invisible- para el hombre.
Y es que los valores masculinos se toman como paradigma de normalidad, salud, madurez y autonomía. Pero este “ser para sí” masculino no puede ser lo deseable, ya que esconde tremendas anomalías invisibles. Para poder descubrirlas, como bien señala el sociólogo Jokin Azpiazu en su libro Masculinidades y feminismo (Virus editorial, 2017), necesitamos ampliar la mirada, concentrarnos en la identidad para ampliar una subjetividad que dé cuenta de su relación con el poder, la política y la diferencia, porque “la posición en los ejes de poder ―económico, simbólico, discursivo…― nos diferencian y nos colocan en lugares distintos, desde los cuales las legitimidades y las tareas son, también, distintas y específicas.”
Y esto tiene una razón de ser importante, y es que a los hombres nos cuesta (según se desprende de la enorme reticencia que hay al cambio) aceptar teorías y reivindicaciones formuladas por sujetos que no somos nosotros y que hablan desde un lugar que no es el nuestro (que no es el de la “masculinidad hegemónica”).
Se ha generado una idea del arquetipo nocivo y desagradable, que provoca rechazo, del “machirulo”, con la consiguiente trampa que es que el hombre heteronormativo rechaza la imagen del macho old school y ello le permite ocultar el machismo latente en sí. Esto es: a nivel estético y del discurso, se acepta –al nivel de superficie- la necesidad de un hombre bueno y sensible que respeta a las mujeres, pero ello no es óbice para que no se sigan manteniendo –a un nivel más profundo- los valores patriarcales en lo que respecta a la dominación, el protagonismo, la sexualidad o la competitividad.
Así las cosas: la masculinidad clásica es un modelo formulado en negativo al que nadie se quiere adherir, al menos no explícitamente. Pero no hay apenas referentes ni propuestas en positivo a las que recurrir. De ahí que muchos hombres sientan que se les culpabiliza por algo que no entienden; de ahí también que muchos hombres, ante la incertidumbre, reculen.
Por esta razón es sumamente importante que aparezcan propuestas de autores que, desde la heterosexualidad, pero en alianza con el feminismo, propongan una serie de actitudes, comportamientos y valores que den un nuevo sentido a todo el orden social.
Masculinidades híbridas
Decía Mijaíl Bajtin que “ser significa comunicarse dialógicamente”, que el “yo” es imposible si no existe un “tú”. Y eso es lo que propone Ritxar Bacete en su libro Nuevos hombres buenos (Península, 2017), trabajar desde el lenguaje.
Bacete es un optimista pragmático que mira desde el humanismo, que ensaya un ejercicio simbólico de estética y de semántica política, y que sigue a Marina Garcés en su idea de que necesitamos un nuevo pacto de equidad entre hombre y mujeres, “de convivencia más justo, pacífico y bello” en aras de constituir para todos una vida vivible, aquella que solo es posible “en la comunidad de los cuidados compartidos”. Modificar la vieja masculinidad hegemónica para dirigirla hacia nuevos modelos de “diversidad, diálogo y transformación”. La clave aquí es la bondad, la actitud de hacer el bien. Síntoma de una elevada inteligencia y que, como señala la psicóloga clínica Amaia Bakaikoa “contribuye tanto a la felicidad personal como a la de los demás”.
Ello nos llevaría a la idea de las masculinidades híbridas de C. J. Pascoe, o de cómo más que crear nuevas masculinidades, resulta más operativo ir incluyendo elementos no hegemónicos para generar nuevos modelos y relaciones. Bacete lo resume diciendo que en esta batalla “todos somos perdedores” y que, “reconocer, asumir e incorporar al perdedor” en tanto que elemento cuestionador de la masculinidad clásica es una idea muy sugerente.
El antihéroe
Al varón se le obliga, desde la infancia, a ser un equilibrista de las expectativas sociales. Y toda su vida se rige, como dicen los sociólogos Falconnet y Lefaucheur, por “una presión social constante que obliga a los hombres a dar prueba sin cesar de una virilidad de la que no pueden nunca estar seguros”. Sin embargo, Walter Riso, en su último libro La afectividad masculina (Planeta/Zenith, 2017), nos advierte de que la nueva masculinidad ha de aprender de la violencia competitiva y no despreciar el coraje; no se trata de matar al ideal del guerrero, ideología sobre la que se basa la noción hegemónica de lo masculino, sino que manejemos la ira para renovarla en asertividad. Que humanicemos al guerrero, pues. Porque es que, además, en el fondo, los hombres no somos tan fuertes como la cultura ha querido demostrar y muchos de nosotros estamos hartos de jugar el papel de superhombres.
Walter Riso, contra la masculinidad hegemónica, contrapone la figura del antihéroe: aquel que no debe iniciar ninguna partida, el que no tiene pruebas que pasar y que no debe volver triunfante a ningún sitio. Una nueva masculinidad, nos propone Riso, que se sirva del antihéroe para romper el mito y destrozar la “propia y asfixiante demanda fantástica de la tradición patriarcal”. Esto, en la línea de las masculinidades híbridas, nos permitiría no renunciar al componente épico que busca concretarse en toda empresa masculina (nos guste o no). Sería, en la línea de Ritxar Bacete, la figura de aquel que pierde y renuncia, no solo a sus “privilegios”, sino también a sus esclavitudes normativas; entre ellas, la esclavitud sexual a la que el hombre ha estado sometido, en el sentido de la exigida y constante conquista. Por su parte, dice Riso, “propongo una sexualidad digna, que no envilece ni corrompe”, una sexualidad que respete la integridad psicológica, tanto del varón como de la mujer.
La revolución será feminista (o no será)
Es importante pedir perdón, nos dice Bacete, aprender de la profundidad y ternura del feminismo; tenemos, además, la obligación ética y política (si queremos ser justos) de incorporarnos a la lucha feminista. Asimismo se ha de incorporar a los hombres en las políticas de igualdad como agentes de cambio. Porque la igualdad es decencia y es, además, un problema de la humanidad. Se trata de una tarea urgente: los hombres tenemos una deuda histórica de amor y cuidados. La mayoría de hombres, aun hoy, recibimos más de lo que damos. Y eso no puede ser. Debemos aspirar a un cuidado que sirva para “generar relaciones pacíficas y más equitativas”.
En su manifiesto El hombre que no deberíamos ser (Planeta, 2018), Octavio Salazar nos recuerda la necesaria deconstrucción de la subjetividad masculina y cómo la violencia está vinculada a una determinada constitución social del “hombre”. Nuestro primer paso debería ser detectar y ser conscientes de esas microrrelaciones de poder foucaltianas que llamamos micromachismos: actitudes machistas no menores sino indetectables o imperceptibles, o acaso normalizadas, y que hacemos sin darnos cuenta.
Una revolución que debe comenzar por lo personal: debe desaparecer el patriarca autoritario, frío y distante para dar cabida a lo que Marcela Lagarde llama “el hombre entrañable”. No se trata de ayudar sino de compartir, de asumir la ética del cuidado, volver la existencia más hospitalaria; en suma, de que los hombres incorporemos verdaderamente a nuestras vidas los principios y valores del feminismo.
La socialización es la culpable de que se mantenga el orden de género y es ahí, donde se ha de trabajar, cambiando la “pedagogía del privilegio” de la que hablaba John Stuart Mill. Ni los niños han de ser educados como príncipes ni las niñas como princesas. Las identidades se han de construir en positivo. Y se ha de entender que, igual que no hay un esencial femenino, tampoco existe una sola manera de ser hombre. El problema aquí, para los hombres, como ya mencionábamos antes, es la difícil re-situación. En una sociedad capitalista neoliberal se hace complicado para el hombre renunciar a los mandatos de género sociales y públicos, porque entonces parece que quede en tierra de nadie, pero no, porque ahí entra en juego la vida privada, los vínculos emocionales, la robustez del cuidado y el cariño. Las relaciones afectivas sanas y los grupos de apoyo. Nuestra fortaleza pasa por asumir nuestra vulnerabilidad.
Si no me puedo echar unas risas, no es mi revolución
La tarea pendiente de la incorporación del hombre nuevo a la lucha feminista y de la re-creación de una sociedad nueva, pasa por eludir la seriedad imperativa con la que siempre se aborda el tema. La mayoría de discursos e invitaciones, aun realizados con la mejor intención, se dirigen a unos pocos hombres ya convencidos y a las mujeres feministas. Y ahí hay muy poco que hacer.
Dice el artista inglés Grayson Perry, conocido por su travestismo, en su libro La caída del hombre (Malpaso, 2018): “Creo que la única manera de conseguir que los hombres participen con entusiasmo en el cambio es presentárselo como algo beneficioso para ellos mismos como para la sociedad en general”. Por su parte, a Azpiazu no le queda claro que “apelar a la buena voluntad a través de la seducción sea la mejor opción para provocar cambios que trasciendan lo establecido”. Y es que las apelaciones éticas, aun siendo necesarias, son insuficientes.
Hay indicadores objetivos sobre cómo la violencia patriarcal mata, del coste para el Estado que implica la violencia ejercida por los hombres (no solo contra las mujeres, sino contra otros hombres; el 90% de los delitos los cometen hombres), también de la estrecha relación entre masculinidad tóxica y el terrorismo, sobre los beneficios de la des-masculinización de la empresa, la incidencia mayor que tiene el suicidio en los hombres o el consumo de drogas.
Siendo todo esto cierto, no lo es menos el hecho de que sin autocrítica (y eso solo se puede hacer con sentido del humor) no se producirá el cambio. Lo demandan todos los autores que hemos venido mencionando. Por una razón fundamental: hoy día a los hombres se les “programa”, como dice Grayson Perry, “para algo que ya no es necesario que sean”.
¿Hay algo más ridículo que esto: un hombre heroico en tiempos de paz?
Necesitamos un modelo de hombre nuevo que sirva para la vida cotidiana.