Resucitando viejos textos sobre el vino, me encuentro con uno de hace nada menos que 20 años que prácticamente se podría publicar hoy: el vino de Suiza era desconocido entonces y lo es hoy. Preguntarán si eso tiene algo de particular, y desde luego que lo tiene: los suizos, rodeados por Borgoña, el Ródano, el Jura, el Piamonte, Austria y el Rin francés y alemán, están en el cogollo mismo de los grandes, caros y admirados vinos alpinos… ¿y ellos no hacen nada bueno? Pues sí que lo hacen, pero lo peculiar de su historia es que ese pequeño país de nueve millones de habitantes tiene un alto nivel, produce mucho vino, adora el vino… y se lo bebe prácticamente todo.
Dicho esto, en 20 años sí que han sucedido cosas interesantes en Suiza… pero no por ello la conocemos mejor hoy que ayer, porque se lo siguen zampando todo.
La ampliación de las zonas productoras y la recuperación de variedades interesantes es lo nuevo. Al gran predominio de cuatro cantones, los del lago Leman (Valais, Vaud, Ginebra) y del italianohablante Ticino –patria adoptiva de la uva merlot bordelesa- sean ido añadiendo cantones germanohablantes, con Zúrich y los Grisones en cabeza, que empiezan a sacar pinots noirs (los de la familia Gantenbein se venden a millón) muy cercanos de los mejores de Borgoña.
La uva antaño más popular de Suiza es una blanca de escasa acidez y poco considerada en su país de origen, Francia, la chasselas, de la que encontramos algunas a cepas incluso en zonas de España como Gredos. Resulta que en las viñas graníticas y verticales sobre el Leman, al este de Lausana, ese chasselas se transforma en un vino de guarda del que hemos probado botellas de medio siglo sorprendentes. Pero en Valais y Ginebra se logran cosas más vulgares: aceptables vinos de chateo.
Con una estación enológica como la de Changins, que lleva medio siglo creando cruces de uvas adaptadas a los terruños suizos, la diversificación se ha acentuado. Pero más interesante aún ha sido la recuperación de las olvidadas, promovida por el primer científico mundial en genética de la uva, José Vouillamoz. Así Suiza ha recuperado las ancestrales heida y gwäsch o gouais: esta es la antecesora de chardonnay, pinot y muchas uvas europeas más.
Recuperar significa a veces equivocarse: hace 40 años la uva que da los más finos tintos suizos, entonces llamada sencillamente ‘rouge du pays’ en el Valais (‘tinto del país’… ¿qué dirían en la Ribera?) decidieron darla a conocer con un nombre de más distinción: “cornalin”. Pero resulta que del otro lado de la montaña, en el valle de Aosta italiano, llamaban con ese nombre a otra uva tinta, la que en Suiza se llama ‘humagne’. Total: confusión, y más dificultad aún para enterarse de qué es el vino suizo.
Pero la cosa se ha ido normalizando. En laderas como las de Leytron o Chamoson, colgadas de los Alpes y mirando al sur (el Ródano, en su nacimiento suizo, va de este hacia el oeste, y sólo a partir del lago Leman se lanza al sur), la cornalin y la humagne compiten con la syrah, llegada de la Francia vecina hace 90 años, y que se comporta de maravilla. Y uvas blancas nativas, como la arvine o la amigne, van mucho más allá de lo que se podía soñar con la chasselas.
En resumen: intenten con hacerse con algunas botellas que los suizos hayan, generosamente, dejado salir a la exportación en vez de engullirlas ellos. Merece la pena la experiencia.