Francia, Italia y la cocina española
Siempre la ciudad más volcada a Europa de España, y la primera que tuvo una burguesía pujante en ese siglo, Barcelona fue la gran puerta de entrada para los platos italianos de pasta
El Imperio romano trajo, en su conquista de lo que sería Hispania, dos elementos que han marcado nuestra dieta desde entonces: el aceite de oliva y el ajo. A partir de entonces nuestra cocina, verdadera pionera de la fusión, no dejó de adoptar recetas y productos foráneos, como es propio de un país a veces colonizador y a veces colonizado. Pero en los dos últimos siglos, en la época moderna, y hasta que nos llegó la hamburguesa que estos días muchos hemos recordado con motivo del fallecimiento de Alfred Gradus, la influencia foránea ha sido esencialmente la de Francia –insoslayable potencia culinaria- y la de una Italia que ya no es imperial.
Con Francia los intercambios son evidentes en las zonas fronterizas: entre el Bearne y Navarra, difícil es fijar el origen exacto de los platos. A veces ellos reconocen la paternidad hispana de alguna receta de las suyas, como esa perdiz «à la mode d’Alcántara» de la que se apropiaron las tropas napoleónicas en el saqueo del convento cacereño de San Benito. Otras veces hay disputa, como es el famoso caso de la mayonnaise o la mahonesa, francesa o menorquina según qué fuentes se consulten. Como la ortografía dominante en España es hoy «mayonesa», parece que hemos cedido a su versión.
Pero un momento crucial, ya entrado el siglo XIX, fue el que Dionisio Pérez ‘Post-Thebussem’ llamó, en su Guía del buen comer español (1929), el del «descrédito de la cocina nacional». El autor gaditano atribuye a aquella invasión napoleónica y al posterior auge del romanticismo la pasión por lo francés: «No eran los fogones ni los cocineros quienes se afrancesaron, sino el paladar de la Nación». Y un siglo más tarde seguían él y otros auspiciando la recuperación de lo castizo.
Durante el siglo XIX las comidas oficiales en la Corte madrileña eran de cocina francesa, con menús en francés, y en zonas específicas, como en particular Cataluña, se adoptaron muchos platos de allá: el excelente guiso que es el fricandó apenas si cambia la ortografía originaria, fricandeau.
Siempre la ciudad más volcada a Europa de España, y la primera que tuvo una burguesía pujante en ese siglo, Barcelona también ha sido la gran puerta de entrada para los platos italianos de pasta, antes de que conquistasen el mundo: los canelones son, hoy en día, tan barceloneses como milaneses.
Al cabo del tiempo, y prescindiendo de ímpetus patrióticos un tanto exagerados como los de ‘Post-Thebussem’, ese siglo XIX lo que hizo fue enriquecer la diversidad verdaderamente sorprendente de las cocinas españolas con ese aporte francés e italiano, como siglos antes lo habían hecho los de Oriente o América. Y aquí seguimos disfrutando de los canelones, sin pasaportes.