La belleza detenida de los pueblos abandonados: un valor al alza
Miles de pueblos abandonados salpican nuestra geografía. Son lugares que se apagaron con la marcha de sus habitantes en pos de una vida mejor y que permanecen en la quietud y en la espera de una segunda oportunidad. La pandemia, ahora, se la da: son muchos quienes quieren comprar uno de estos lugares como refugio, aunque no todos están en venta. Recorremos dos de ellos
Cuando Antonia tenía 16 años, dejó de estudiar. Aquello no era lo suyo, cuenta, y por eso su padre decidió meterla en vereda mandándola a trabajar de interna en el Hotel, el nombre con el que se conocía a la casa de los condes de Torrepalma en Fresno de Torote. Hace 40 años, cuando esta historia sucede, los aproximadamente 70 vecinos de este municipio de la Comunidad de Madrid eran agricultores, ganaderos y criados al servicio de esta y de la otra familia dueña de la aldea: los marqueses de Quirós. El pueblo lucía, pues, un noble esplendor y por las calles se paseaban en hermosos carruajes los aristócratas, y la estampa recordaba «a una de esas telenovelas de familias de postín», bromea Antonia. Sirva para botón una muestra: en la casa donde ella sirvió, un tremendo oso disecado vigilaba uno de los salones.
Hoy, al visitar este pueblo de la Campiña del Henares, cuesta imaginar en él un pasado lustroso a lo Falcon Crest o Dinastía, pues hace más de veinte años que se marcharon de allí sus últimos habitantes y por sus calles solo asoma el silencio rotundo de lo que no está vivo. Sin embargo, muchas de sus casas, su iglesia, su plaza y su fuente permanecen en pie, como un desafío al olvido y al paso del tiempo.
Al acercarse al que fuera su único bar, a Antonia se le agolpan los recuerdos: «Cuando había algo extraordinario en la tele, como Eurovisión o una noticia importante, todos los operarios cogíamos nuestras sillitas, las traíamos aquí y nos poníamos a verlo juntos, como si fuera un cine de verano… La dependienta se llamaba Angelines, y también aquí veníamos a hacer con ella bollos, mantecados…». El establecimiento, cuenta Antonia, hacía las veces de bar, centro social y ultramarinos, y solo allí podían adquirir un género que llegaba al pueblo a cuentagotas: «El pan se compraba por semanas, y el pescadero venía de tanto en tanto pero sin frigorífico, claro, con cajones con hielo».
El paseo con Antonia nos lleva a la imponente iglesia de San Esteban, una construcción del siglo XVI en ladrillo y mampostería de piedra, al estilo mudéjar. Su entrada, como la del resto de casas del pueblo, está cegada. También los caños de la fuente de la plaza donde se sitúa están tapados, y Antonia se acerca a ella, confusa por la pátina del tiempo: «Parece que todo ha empequeñecido…», dice haciendo un barrido panorámico con los ojos. Un letrero antiguo de Muebles La Fábrica sigue adherido a la pared de uno de los edificios de otra calle, la del colegio. Y en lo que queda de este encontramos los restos de una gloria, un antiguo sistema de calefacción radiante a cuyo cobijo se acuñó la expresión de ‘estar en la gloria’. Un pueblo abandonado puede ser también un mapa mudo del pasado.
«Fresno es una pena, porque se fue dejando, dejando… no arreglaban nada, y se abandonaron las casas… Cada vez había menos servicios, y cada vez pagaban menos los condes», cuenta Antonia. Así terminó la historia boyante del pueblo: sus habitantes se marcharon persiguiendo una vida mejor, y la propiedad sigue hoy perteneciendo a las dos familias de nobles, que no permiten que se estacione, fotografíe ni grabe en todo el casco urbano, tal como rezan los carteles de chapa que han dispuesto por varios de los edificios. Es uno de tantos pueblos abandonados, y sin embargo privados.
Bellidas, la quietud que inquieta
A 83 kilómetros al norte de Fresno de Torote encontramos otro pueblo abandonado, cuyo nombre cambió en el siglo XIX de Villida a Bellidas, como se le conoce ahora, por lo que se cree que pudo ser un error tipográfico. Tras recorrer un buen tramo de la A-1, nos adentramos por una vía pecuaria hasta dar con los restos de este antiguo poblado cuya población fue oscilando a lo largo de los siglos, y fue crudamente mermada por otra pandemia, la de la peste. Aunque en su época de mayor desarrollo llegó a tener alcalde y oficiales públicos, a mediados del siglo XX no tenía aún luz eléctrica y solo tres vecinos seguían residiendo en él. Ellos fueron sus últimos moradores.
Al bajar del coche, nos encontramos una sorpresa: no somos los únicos visitantes hoy. Una pareja ha aparcado su coche en la entrada:
–Yo también soy periodista –dice el chico después de que nos presentemos– pero no estoy por trabajo, hemos venido por curiosidad.
–El pueblo empieza aquí, ¿verdad? –preguntamos.
–Sí, a partir de aquí lo tenéis. Y no os desvelamos nada…
Nos despedimos y, ahora sí, nos quedamos solos en Bellidas. Llueve ligeramente y la quietud del paisaje nace de la falta pavorosa de paisanaje: cuesta imaginar los días en que este lugar tuvo vida, estamentos y oficios. Gente latiendo. Solo un mugido, proferido por una de las vacas que asoma tras un cercado, rompe el silencio.
Paseamos por el camino salpicado de muros y edificaciones derruidas, entre los emerge altivo un bello caserío en perfectas condiciones, y habitado por temporadas por un actor que encontró aquí su refugio. Como él, no son pocos los que optan por retirarse a vivir a uno de estos lugares abandonados, e incluso hay quien compra pueblos enteros, tal y como explica Elvira Fafián, responsable de la inmobiliaria Aldeas Abandonadas, que ha notado desde el comienzo de la pandemia un importante auge en la demanda: «Tenemos incluso gente que nos dice que quiere una aldea donde pueda almacenar alimentos y poderlos también cultivar, a modo de búnker. Y no es gente mayor, que haya pasado una guerra y hambre, sino gente joven», cuenta con asombro.
Para ella, lo más importante es que la gente que compre uno de estos pueblos lo haga con vocación de permanencia. «El mundo rural tiene ahora un efecto llamada masivo, pero pocos se quedarán: al final la gente volverá a vender y se irá, porque no todo el mundo encaja. Y lo que pretendemos es que los que vayan a un pueblo, se queden, no vuelvan al cabo de un año pensando ‘esto no es lo mío’».
Para lograr su objetivo, en su empresa no solo se dedican a la compra-venta de estos lugares, sino que realizan una labor integral de asesoramiento, de modo que cuando un comprador les presenta una idea para llevar a cabo en un pueblo, ellos les ayudan con un plan de trabajo, les asesoran sobre las ayudas que pueden recibir y les informan de todos los servicios que esos pequeños ayuntamientos les pueden prestar. Eso, además de realizar la labor de mediación entre los posibles compradores y quienes tienen la titularidad del pueblo, en su mayoría fruto de herencias.
Pueblos en venta al alcance de todos los bolsillos
¿Y quién compra un pueblo? Solo en su agencia cuentan con una cartera de 120 pueblos o aldeas en venta, y los perfiles de los interesados son diversos: «La mayoría los quieren como negocio, porque tienen mucha tierra de labranza y regadío, y prados de pastoreo para tener animales. Otros optan por desarrollar allí el teletrabajo, o ir y venir a la ciudad, donde tienen su negocio, en el mismo día. Y luego está el perfil de quien tiene la morriña o el añoro de haber abandonado su tierra de pequeños y tienen claro dónde quieren pasar el resto de vida que les quede y dónde quieren morir», explica Faifán, que nos cuenta como curiosidad que hace poco un cliente le mostró su interés en comprar tres aldeas de golpe: las quería como retiro para él y sus hijos el día de mañana. En ese caso, el precio total no pasaba de los 250 mil euros, pero hay pueblos casi para todos los bolsillos, desde 20 mil euros a un millón. Todo depende de la geografía y de los servicios con los que cuenten: «No es lo mismo una aldea del norte de Asturias, Galicia, Teruel, Soria… donde hay más despoblación porque había más medio rural, que un pueblo o cortijo de Almería, Sevilla, Málaga u otras parte de Andalucía, donde el concepto cambia».
Sea por el motivo que fuere, cuando alguien decide resucitar uno de estos pueblos, la ganancia es compartida: al tomar un nuevo rumbo, están a su vez insuflando vida a comarcas, escuelas y profesionales que lo necesitan. Al respecto, la promotora recuerda unas palabras que escuchó hace unos días: «Hace poco me llamó un médico rural y me dijo ‘Elvira, gracias a vosotros estoy recorriendo aldeas que estáis repoblando y por las que antes pasaba sin ver a nadie. Y eso hace que yo pueda continuar aquí con mi trabajo».