Melo's Bar: historia a tres bandas de una resurrección
Los socios y el maestro de cocina del nuevo Melo’s nos cuentan la aventura de este regreso que pudo no ser, pero fue
En el barrio la gente se acerca, susurra, pregunta: las puertas abiertas de nuevo y la luz blanca por dentro y la luz verde por fuera y la barra de un gris metálico y las paredes antiguas y las zapatillas de un kilo y los pimientos de Padrón y las croquetas perfectas y las morcillas finísimas. En Lavapiés está el Melo’s de siempre y sin embargo es nuevo; confunde regresar a un lugar que parecía perdido y que sobrevivía en la memoria; confunde porque es el mismo lugar, porque es lo que era, pero no están Ramón y Encarna –y sí Nacho Revuelta y Rafa Riqueni–.
Veamos: hace menos de cinco meses, en octubre del veinte, Ramón dijo que hasta aquí, que no podía seguir si la salud no acompañaba, y anunció el cierre de un bar que es símbolo y bandera de Madrid, o al menos de Lavapiés: el Melo’s ha levantado los niveles de felicidad y colesterol en sangre de tres generaciones; desde que abrió hasta que cerró pasaron 41 años. Rafa, podemos decir, llegó en la segunda tanda, ventregada de los noventa, y se ha criado en una casa a cuatro números del Melo’s: tenía que bajar unos escalones, dar unos pasos –de Ave María 40 a Ave María 44 no parecen demasiados; habría que contarlos– y ahí estaba su sitio. «Mi bar favorito de siempre», sonríe. «Llevo viniendo desde que nací». Y no desde que nació, pero casi, conoce a Nacho Revuelta, del famosísimo Casa Revuelta, otro hijo de los noventa y un amigo incondicional desde el colegio.
Rafa tiene un bar de copas en Malasaña, el Reptilia, que funcionaba como un tiro hasta el 12 de marzo –hasta que de pronto, de la nada, una pandemia–. Rondaba por su cabeza, con o sin Repti, abrir algo más: un bar, un restaurante, algo. No sabía ni por dónde empezar –porque quién lo sabe–. Pensó que, tal vez, podría hablar con Ramón y Encarna, encontrar un sitio y fundar un segundo Melo’s. «Hace unos años se quedó libre un local que hace esquina con el Repti y se me pasó la idea por la mente», dispara. Pero no se dio. Ni siquiera el encuentro. «Yo creo que no habrían querido. Es gente de toda la vida y no lo verían». La idea quedó aparcada en algún rincón y asomaba la cabeza de tanto en tanto; cada vez más, como es natural, porque ha sido un año de ansiedad y preocupaciones, de no saber qué hacer con su Repti y con esta vida de ahora. «Llevaba varios años dándole vueltas al asunto de montar algo de comida, lo veía como el siguiente paso, quería probar en ese mundo y no tenía claro cómo hacerlo. Pero, entonces, me explotó en la cara».
Le explotó en la cara porque Nacho vivía en Houston, Texas, y decidió volver a España: se enamoró de una chica un mes y medio antes de marcharse y no le quedó más remedio que volver después de un año. Y porque la familia de Nacho puso en venta el Revuelta y él quiso comprarlo con su prima, pero su prima no quiso comprarlo con él; así que no pudo ser y se lo vendieron a otros. Y porque Nacho sabe que Rafa tiene instinto y sabe lo que se hace y en más de una ocasión le propuso montar algo juntos, un restaurante o lo que fuera, fuera el Melo’s o no lo fuera, y tan pronto como sacó tajada de la venta del Revuelta llamó a Rafa: «Hagámoslo». Y Rafa le dijo: «Hagamos qué». Y Nacho replicó: «Montemos algo». Y no pasaron muchos días hasta que, como caído del cielo, Rafa vio en Idealista que el Melo’s se traspasaba. Los dos amigos del colegio se pusieran en marcha. «Hablamos un jueves con la agencia y el lunes lo estábamos viendo», cuenta Rafa. «Fuimos los primeros en llamar, los primeros en verlo y los primeros en hacer una oferta que se acercara a lo que querían por el local y el traspaso [sobre los 400.000 euros]». Nacho lo resume en seis palabras: «Lo vimos claro y ya está».
La vida tiene estas cosas: nunca sabes. Todo cambia de un día al siguiente; la historia parece escrita a guion, pero qué va: si hace cinco meses le hubieran dicho a Rafa o Nacho que ellos iban a ser el Melo’s, se habrían muerto de risa. «Es un cúmulo de circunstancias raras que estemos aquí», confirma Nacho. «Yo podría estar en Houston como estaba, trabajando como un burro, once o doce horas diarias, como cualquiera allí. Incluso los que somos de magisterio». Rafa podría seguir a la espera del Reptilia, a ver qué pasa, sin mirar más opciones; pero encontró esta opción, el viejo anhelo, y dio un paso al frente: «Cuando tengo clara una idea, no paro de darle vueltas hasta que de alguna manera consigo materializarla. Con 26 años [tiene 31] monté el Repti sin tener un duro. Me valí de triquiñuelas y busqué la manera de sacar financiación sin ayuda de mis padres, que tampoco tenían un duro. No paré de buscar posibilidades. Con esto ha sido parecido y, negociando con una marca de cerveza, lo hemos sacado. Eso sí, ha sido difícil, una odisea».
Por no hablar de Álex, Alejandro Martínez, que aparece en esta crónica por primera vez y no por última, que se hizo amigo de Rafa a ritmo de noches en el Reptilia, a veces noches innombrables. Álex, maestro de cocina, es el responsable de que las zapatillas y las croquetas y todo lo que aparece en la carta –son ocho cosas, pero qué cosas– sepan como deben saber, que es como la gente espera que sepan –como sabían con Ramón y Encarna–: «Es un sitio emblemático y la gente no se anda con medias tintas. No les vas a engañar. Me parece clave demostrar, con humildad, que es el sitio de siempre con gente nueva. Queremos hacerlo lo mejor posible con los recuerdos que tenemos de ese Melo’s que nos enamoró. Queremos que la gente sienta que somos honestos». Nacho resalta que Álex cazó al vuelo el secreto de la croqueta, que el «pájaro» –y en realidad no dice «pájaro»– lo comenzó a bordar al cuarto intento. Álex lo atribuye a la buena memoria. «Memoria gustativa, en este caso», precisa. Y también a Rafa: «Me iba diciendo si más cremosa, si más blanquita. Aunque todavía vamos detrás de la receta definitiva. Hay parámetros muy definidos que la gente recuerda: lo grande que era, lo líquida que era, lo sabrosa que era, el color que tenía. Sigo haciendo pruebas con más o menos harina, más o menos aceite, una leche u otra. Es I+D castizo. Es ensayo y error».
Álex, que se formó en el Basque Culinary Center, sabe lo que es deslomarse en una cocina: trabajó en un restaurante de Times Square en Nueva York. «El ritmo era muy bestia y estaba organizado como si fuera una fábrica o como si fuera Deloitte. Turnos seguidos, cada uno a lo suyo; currabas y te pirabas. Había equipos para todo: uno de preparación, otro de limpieza, otro de croquetas. Había un tío que iba de tres a doce de la noche a hacer croquetas de jamón y de setas. Cinco días a la semana. Era lo único que hacía. Todo así de optimizado. Era un restaurante muy grande y atendíamos a 450 personas en un servicio. Una burrada. Cuando se me acabó la visa, me tocó la pandemia en Madrid». Y llegó el verano y se fue a Murcia. Allí encontró un trabajo como jefe de cocina y no le fue bien con el dueño del restaurante. «Me debe diciembre y enero el pájaro», comenta, con media sonrisa, y en realidad no dice pájaro. «Rafa me llamó en el momento de asqueo máximo. Me habló del Melo’s. Y a partir de ahí me lo fue dejando caer. Hasta que pasó a insistirme. Y me convenció. He vuelto a Madrid y siento que he vuelto por la puerta grande».
Hay una historia que Rafa cuenta en la intimidad y tal vez no haya contado en Telemadrid, El País, El Español, etcétera. Nacho nunca había estado en el Melo’s hasta que él lo llevó, de una vez por todas, hace tres años. Esto, bien pensado, tiene miga: ¿quién no ha ido al bar favorito de su mejor amigo, cuando menos, una vez en veinte años? «Yo le decía siempre de ir y él siempre me decía que algún día». Pues bien, llegó la noche en que Rafa le comentó que iría al Melo’s con un colega, que si esta vez se animaba, y Nacho dijo que sí, que se animaba. Y de esta guisa, «por una casualidad inexplicable», se conocieron Álex y Nacho; los dos novatos y el instigador, por primera vez, reunidos en el Melo’s. Esto refuerza la idea de que, en la vida, nunca sabes.
Y en el barrio la gente se acerca, hace cola, pide mesa: las puertas abiertas de nuevo y la luz blanca por dentro y la luz verde por fuera y la barra de un gris metálico y las paredes de siempre y las zapatillas de un kilo y los pimientos de Padrón y las croquetas perfectas y las morcillas finísimas y pronto, tan pronto como sea posible, las empanadas. Los nuevos dueños no quieren decepciones: mantienen proveedores y ese lacón exclusivo, ese lacón que es «otro rollo». Y están aplicando nuevas rutinas, sobre todo en Instagram, y se plantean algunas innovaciones, como servir vermut y abrir todos los días a todas horas; pero cada cosa a su tiempo, sin prisas, ya veremos. De momento, lo fundamental: que el Melo’s ha vuelto –y sus zapatillas y croquetas siguen jugando en otra liga–.