Marta Sanz: "Como ciudadana, quiero visibilizar grietas de MI sistema"
En ‘Monstruas y centauras’, Marta Sanz nos deleita intelectualmente con un recorrido crítico por los distintos lenguajes que conforman los feminismos.
Monstruas y centauras es un libro necesario, es una reflexión de obligada lectura. Como en todos sus libros, ya sean novelas o ensayos, aquí Marta Sanz nos deleita intelectualmente con un recorrido crítico por los distintos lenguajes que conforman los feminismos. Sí, porque no hay un solo feminismo, sino tantos. La autora reflexiona sobre las distintas posiciones teórico-ideológicas dentro del feminismo.
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En Monstruas y centauras dialogas con diferentes feminismos, con distintas formas de entender el feminismo o, si lo queremos, con diferentes lenguajes del feminismo.
En este libro, como en casi todos los míos -de ficción, autobiográficos, autobiográficos y de ficción, poemarios- intento dibujar esa zona conflictiva en que se ponen en contacto el dentro y el fuera. De algún modo Monstruas y centauras es un ensayo clásico en el que un individuo reflexiona sobre el sentido común de su tiempo -la ideología invisible, la ideología dominante, la fusión de capitalismo y patriarcado- para poner de manifiesto, desde la experiencia personal y colectiva, desde una subjetividad crítica, que posiblemente el sentido común es una solidificación de tabúes y represiones. Que el sentido común es una construcción cultural que nada tiene que ver con lo normal o lo natural. A propósito de “lo natural” me dan terror quienes apelan al concepto para decir cosas como que las mujeres que no cumplen con el mandato biológico de ser madres serán infelices y se morirán frustradas: me dan terror ese tipo de apelaciones porque no se pueden corregir desde la acción política. Podemos transformar lo cultural, lo aprendido, pero cuando nos hablan de “lo natural” nos condenan a la parálisis. Es peligrosísimo porque se manipula lo científico, lo antropológico, como marca de verdad para estigmatizar ciertos comportamientos de las mujeres.
Y, a partir de aquí, te preguntas tu relación con el concepto de “feminismo” haciendo una lectura crítica de los distintos discursos y/o lenguajes que lo han definido.
Volviendo al espacio de conflicto entre el dentro y el fuera, el sujeto y su contexto, son fundamentales los textos y discursos que nos ayudan a construir y entender -o mal entender- la realidad. Por eso, después de la manifestación y la huelga feminista del 8 de marzo, necesité revistar mi propio concepto de feminismo y confrontarlo con otros para llegar a comprender que eso que llamamos feminismo no es un discurso monolítico, ni desde un punto de vista sincrónico ni diacrónico; que yo me sentía más cómoda con unas acepciones que con otras; que cabía la posibilidad de que una palabra importante en las luchas del s. XXI estuviese siendo malversada; y que, desde la duda, se puede seguir intentando corregir todas esas injusticas que son obvias: la mujer como víctima de la precariedad; la mujer en riesgo de exclusión social en tiempos de crisis; el mayor índice de paro femenino; el mayor riesgo de pobreza a partir de los cincuenta años; el mayor índice de contratos temporales no deseados… A partir de todas esas desventajas que se producen en el seno del sistema capitalista – valor menor de las mujeres en que se refleja en lo que se nos paga y en nuestra posición en el mercado laboral- se genera un clima de desventaja en todos los ámbitos de la vida: el sexo, la sentimentalidad, los calificativos con que se nos adorna… La violencia sistémica se cuela en el interior de cada casa haciendo buena la máxima feminista de que lo personal es político. La falta de reconocimiento de las mujeres en el espacio público genera violencias privadas: desprecio, muerte y cosificación. El castigo de la mujer como cuerpo.
¿De la misma manera que hay que hablar de feminismos, es necesario hablar de mujeres?
Sí, me parece que tenemos que hablar de las mujeres en plural y “desesencializar” la idea de mujer porque ese concepto “idealista”, en el peor sentido de la palabra, nos fetichiza, y los fetiches como los exvotos femeninos de los altarcillos románticos se pueden romper sin mala conciencia cuando no responden a las expectativas del ideal. Las mujeres que no responden el ideal del discurso dominante del patriarcado son histéricas, frígidas, locas, marisabidillas, mandonas… Penalizadas por su deseo de libertad sexual e intelectual. Así que, por una parte, creo que hay que partir de una visión plural de las mujeres, pero a la vez reconocer y reivindicar aquellas conductas que nos afectan a todas-políticas, sociales, económicas-, nos colocan en desventaja y con las que podemos hacer causa común.
Del neoliberalismo de Camile Paglia hasta Kate Millet o Nancy Faser, pasando por Virginie Despentes, ¿es ridículo pensar, como sostienen algunos, el feminismo sin considerar la perspectiva ideológica de partida?
Yo creo que sí. Lo ideal en una sociedad en la que hubiésemos conseguido neutralizar los conflictos de clase, género, raza, los conflictos generados por la posesión de la salud como un bien, es que yo pudiera ejercer, sin prurito, una crítica hacia las posiciones de Millet o Paglia. Que nos pudiésemos criticar sin tener en cuenta que somos mujeres y contamos con dificultades de partida que nos hermanan. Pese a la pluralidad de posicionamientos políticos y pese a creer que algunas mujeres que ocupan puestos de poder perpetúan los valores y los comportamientos que nos precarizan -Ana Patricia Botín, por ejemplo-, me cuesta no intentar ser comprensiva con el punto de vista de casi todas: las que deciden ser madres y las que deciden no serlo, las que adoptan unas formas de crianza u otras, las que ponen su vida familiar por delante de su vida laboral -o al revés-, las que se enamoran del amor romántico o las que mantienen que cada quien debería poder elegir distintos sexos a lo largo de su vida… Y ese intento de comprender ecuménicamente creo que nace de la sensación de que nacemos en desventaja, como te decía antes, y que incluso esas mujeres que perpetúan con su práctica política los valores del patriarcado -competitividad, belicosidad, explotación, acumulación de capital, confusión de la solidaridad con la beneficencia- son castigadas por el propio patriarcado: por eso se habla de las chaquetas de Angela Merkel, o el emprendimiento y el valor de un hombre público se convierten en soberbia, prepotencia y osadía en una mujer poderosa.
En este sentido, a pesar de las divergencias ideológicas e, incluso, de la posición ocupada por cada una, el punto en común que aúna a las mujeres es esa posición subalterna con respecto al discurso hegémonio.
Lo que de verdad me interesa, siguiendo a Mary Beard, es la resignificación del discurso: tenemos que rellenar de contenido nuevo el concepto de “poder” y, a la vez, concienciar a la gente de que los “temas de mujeres” no son temas de mujeres, sino de todo el mundo. Hace poco asistí a un congreso en Oxford sobre cambios, sobre superación de límites genéricos: allí se habló de las edades, de la transformación y las licantropías de los cuerpos, de menopausia y maternidad, pero también de migraciones, refugiados y refugiadas, superación de los estereotipos, violencia económica… Solo se apuntó un hombre. Solo un hombre se sintió concernido por estas cuestiones.
La resignicación del discurso, como apuntas, debe ir acompañado de una reconsideración del sistema neoliberal: no se puede pensar la situación de la mujer obviando la cuestión económica y las estructuras de mercado.
Desde la literatura también buscamos una resignificación del lenguaje enfocando lo pequeño y haciendo que lo pequeño se convierta en relevante por el uso del lenguaje. Lo común de las vidas que termina siendo lo más extraordinario se hace literatura a través de la mirada de mujeres que escriben fundiendo el imprescindible “lenguaje del opresor” que necesito para hablarte, como diría Adrienne Rich, es decir, las voces de esos hombres que forman parte de nuestra sentimentalidad y acervo cultural -desde Galdós hasta Borges pasando por Tolstoi o Breton- con las voces de las mujeres silenciadas. Creo que andamos buscando cambiar el canon literario para cambiar el canon de la realidad. Creo que esta investigación y esta búsqueda nos llevan a trascender los límites de los géneros y experimentar con nuevos lenguajes en los que el estilo y la manera de decir es lo que se está diciendo; esto está dando lugar a una interesantísima literatura escrita por mujeres desde la conciencia de la contractura personal, social, cultural y económica.
¿En quienes piensas?
Me vienen a la cabeza los libros de Cristina Morales o Natalia Carrero, Sara Mesa, Edurne Portela, Remedios Zafra… Por otro lado, esa resignificación de las palabras que hace solidarias -nunca antagónicas- las reivindicaciones feministas, de clase, de raza, etc. a veces se enturbia con ciertas apropiaciones indebidas de los términos: me parece alucinante que Dolores de Cospedal se defienda de las críticas de los diputados de izquierdas llamándoles machistas o que se utilice la violencia contra las mujeres para endurecer penas de cárcel que son tremendas -incluso hay quien pide, desde el despecho y la visceralidad, la pena de muerte- o para que políticos de derecha justifiquen la implantación de leyes mordaza que a mí me parecen injustas en una sociedad democrática. Que la violencia sexual contra las mujeres blancas se use para justificar la xenofobia.
En tu ensayo, haces referencias a las estructuras de mercado y reflexionas sobre la conversión de la imagen de mujer en un producto, por mucho se venda la imagen de empoderamiento. Pienso, por ejemplo, cuando hablas del vestido de la Pedroche.
Esa es una de las cuestiones resbaladizas, conflictivas, en las que me centro en la segunda parte del ensayo… Me parece que las mujeres estamos discriminadas en las sociedades de mercado y que la asunción de determinados esquemas económicos nos lleva a padecer, incluso a asumir, situaciones como las descritas en el concepto de “cultura de la violación”. En términos marxistas, sería hablar de infraestructura económica y superestructura cultural. Temo que las mujeres estemos utilizando mecanismos de empoderamiento que nos cosifican y que tal vez debamos reflexionar sobre cuál es el origen de nuestros deseos; por qué elegimos como fórmula para empoderarnos un imaginario que nos ha fetichizado y simplificado desde tiempos inmemoriales: madre o yerma traumatizada, virago; santa o puta; mala o tonta. Yo intento pensar por qué deseo lo que deseo desde la sospecha de que mis deseos no son tan espontáneos como a priori pudiese parecer -¿construcciones publicitarias, necesidades inducidas, procedimientos de aceptación social?-; me pregunto por qué durante toda mi infancia quise ser musa inspiradora o mujer fatal o por qué me ha costado tanto salirme de esos clichés que lógicamente me producían frustración.
Podríamos decir que, en ocasiones, el empoderamiento pasa, paradójicamente, por el no rechazo del discurso patriarcal y por la repetición de sus esquemas.
Hombres y mujeres hemos recibido una educación patriarcal que nos hace daño: a nosotras más, pero a ellos también porque los incapacita para la expresión de ciertos sentimientos o, en generaciones anteriores, para la autonomía doméstica… Y eso no es poca cosa. Somos objetos y sujetos de consumo: se nos violenta para serlo; se construyen deseos artificiales y, en la fantasía de una variedad comercial -de una individualidad singular basada en el outfit, también el outfit literario, me parece- se homogeneiza el pensamiento. La contradicción surge cuando yo, como mujer construida culturalmente, gozo cuando me visten y me maquillan y me sacan guapísima -es un decir- en una portada y, enseguida, hay una manada de lobos dispuestos a arrojarme mis pequeños placeres y mis pequeñas contradicciones -mi educación, mi sentido del gozo- a la cara. Entonces es cuando pido por favor que me dejen en paz. Que me dejen ser madre o no serlo. Que me dejen pintarme la raya del ojo o lavarme la carita con agua y con jabón. Entonces es cuando pienso que hay que aprovechar la visibilidad y la farándula, y que la gala de los Goya, los Oscar o lo que sea puede ser una plataforma estupenda para que la ciudadanía se plantee con un sentido crítico cosas que antes no se estaba planteando como que matan a las mujeres, discriminan a las mujeres, culpan a las mujeres y juzgan a las mujeres. Se nos coloca permanentemente bajo sospecha. Se dice que mentimos y que nos aprovechamos de los beneficios que nos conceden las sociedades democráticas, pero el hecho es que nos matan y que nos violan y que a veces se nos criminaliza por ser violadas y que se nos pagan menos y que hay muchas más pobras que pobres.
“Soy feminista, pero cuando veo las damas del MeToo me entra algo de desconfianza”, escribes. Como tú misma te preguntabas, ¿hasta qué punto el “glamour” sirve de alta voz y hasta qué punto convierte determinados discursos, una vez más, en producto del mercado?
Vivimos en una sociedad de mercado y, mientras tanto, hasta que alguien invente algo mejor creo que necesitamos visibilizar y popularizar los discursos para que calen en la sociedad. Y hacerlo desde la conciencia de que los discursos no son planos, sino que están llenos de repliegues: fomentar la racionalidad y desarrollar el sentido crítico sin censuras. Yo disfruté muchísimo de la Gala del No a la Guerra. Muchísimo. No me pareció que se frivolizase una reivindicación política ni que se corrompiese el sacrosanto espacio del arte: se rehabilitó la posibilidad de que el arte y el espectáculo pudiesen intervenir en el ámbito social generando discusión, visibilizando barbaries y poniendo de manifiesto grietas de nuestro sistema. Yo, como ciudadana, quiero visibilizar grietas de MI sistema. Es mi obligación y el punto de partida para ser solidaria con las desigualdades de otras partes del mundo. Me parece que la posición más práctica y también la más optimista es ver la botella medio vacía para emprender los cambios, las mejoras. Por otro lado, hay mujeres que, desde su condición de “privilegio” mediático, se arriesgan a convertirse en el depósito de todo el resentimiento y de todo el rencor. Hay quien puede pensar que no se están jugando nada; a mí en una sociedad tan brutal como la nuestra, me parecen personas valientes: la estrategia publicitaria que eligen para promocionarse me parece valiente. Y a mí las personas que son valientes, aunque sea un ratito, me parecen admirables. Por otro lado, temo que el mensaje feminista publicitado desde esos foros masivos sea un mensaje edulcorado que forme parte de los esquemas biempensantes. Y eso me da pavor y vuelve a hacerme dudar y yo vuelvo a debatir conmigo misma para que esa duda no me paralice.
Al contrario de lo sostenido por Despentes, reivindicas la necesidad de que la víctima se reconozca como víctima.
Me preocupa que se frivolice el concepto de “víctima”. O que se las jerarquice. Igual que me preocupa que se utilice la palabra “fascista” de manera impropia. Porque la vulgarización y el mal uso de una palabra le resta parte de su poder descriptivo. Y en esta sociedad hay fascistas que se merecen ese nombre y hay víctimas que lo son con todas las letras de la palabra. Si todo el arte fuese político no cabría la posibilidad de arte político. Aunque nacemos de partida con una desventaja, si todas las mujeres fuésemos víctimas, ninguna lo sería en realidad. Y sí hay víctimas. Todos los días. Feminicidios y violencia machista. Violencia económica ejercida contra las más débiles.
Te muestras muy crítica con la respuesta de las actrices francesas al MeToo, al situar determinados abusos dentro de las prácticas del cortejo. ¿No crees que esta actitud tiene que ver directamente con su acomodada situación social y económica y, al mismo tiempo, con haber disfrutado de una libertad de la que otras mujeres han sido excluidas?
Absolutamente. También tiene que ver con la falacia de asimilar el movimiento Me Too con el puritanismo sin matices y a lo bestia. Se han querido desdibujar los orígenes sociales, políticos y económicos de un movimiento que pretendía proteger a las niñas víctimas de los abusos en los barrios más pobres. Pocas personas se interesan en saber quién es Tarana Burke y pocas personas, volviendo al lado glamuroso de la vida, valoran el trabajo de Emma Watson hablando del orgasmo femenino mientras el presidente de los Estados Unidos promueve la castidad en las escuelas, considera que en tiempos de crisis son los hombres quienes han de llevar las riendas de su casa y su caballo, que las mujeres son floreros y que los emigrantes son una amenaza. Además, resulta muy curioso que solo se acuse al MeToo de movimiento anglosajón y puritano cuando vivimos en un orden económico, basado en el puritanismo, el ahorro y la especulación capitalista. Y aquí vamos a apelar a Weber, su intento de corrección a la filosofía marxiana y su Ética protestante y el espíritu del capitalismo. Vamos que, para lo que nos conviene, las herencias ideológicas del imperio son puritanas y para lo que no nos conviene no.
Consideras que la corrección política no sirve para contestar a determinadas posturas ideológicas. ¿Qué peligro corre el feminismo biempensante de ser presa de la corrección política y de encontrar en la censura una herramienta?
Empobrecimiento ideológico y, aliado a ese empobrecimiento, debilidad para la acción y la transformación real a largo plazo. Creo que las mujeres feministas no debemos ser razonables y adecuarnos a un discurso que nos embride, nos haga complacientes y comedidas siempre en nuestros juicios de valor; pero, sin embargo, sí creo que debemos actuar con racionalidad, colectiva y organizadamente, sin caer en la creencia falaz de que nuestra relevancia es la de un yo visceral. No debemos permitir que nadie manipule nuestro rencor -suena mal, pero a veces el rencor es legítimo- miniaturizándolo para convertirlo en el eslogan de una camiseta. Y no debemos perder de vista la sinergia de nuestras reivindicaciones con las variables de clase y de raza. Utilizar el lenguaje inclusivo o jugar con las alteraciones de la morfología de las palabras, confundiendo lo biológico y lo lingüístico, es una herramienta política posible: pero, por favor, que las ramas nos dejen ver el bosque y, al lado de esos juegos del lenguaje que hacen que ciertas sensibilidades se alteren muchísimo, es necesaria una defensa política, económica, laboral, jurídica, sexual y familiar de las mujeres. Salarios, paro, exclusión social, precariedad, enfermedades físicas y psíquicas inducidas por violencias en el trabajo de dentro y fuera de la casa, despidos por maternidades, conciliación, trabajo doméstico no remunerado, prosumo, violencia económica y violencia sexual. Todo en estrecha relación.
La polémica con respecto a Lolita de Nabokov es clave: ¿Nos estamos pasando de frenada? Pienso también en la reescritura de terminados relatos infantiles en nombre de lo políticamente correcto.
Una sociedad culta es la que enseña a leer su ciudadanía. No se trata de seleccionar un nuevo índice de libros prohibidos, sino que desarrollar estrategias de comprensión lectora para entender qué es lo que dicen los textos literarios. Partimos de la base de que no todos los textos literarios han de ser edificantes ni convertirnos en mejores personas: la riqueza del texto literario es que nos ayuda a cuestionarnos nuestro modo de aproximarnos a la realidad, leer por debajo de lo explícito, nos invita a interpretar la masa sumergida del iceberg y a entender que ni la literatura ni la realidad son literales ni una superficie deslizante como dice Leila Slimani. Por eso, el debate en torno a Lolita fue de las mejores cosas que se le han pasado a este país en los últimos tiempos: colocó la cultura y las maneras de leer en un lugar central del debate público; subrayó la idea de que la escritura y la lectura son actividades ideológicas que parten de la realidad y construyen realidad; que son importantes, fundamentales, y que precisamente por eso no deben ser objeto de censura, sino de lectura crítica.
En base a esto, es intelectual y críticamente empobrecedor querer que la literatura responda a lo políticamente correcto o a una ética en particular.
En cuanto a la corrección política, para mí es un arma de doble filo: por una parte, no creo que sirva para que las minorías o las personas desfavorecidas por su clase, raza, sexo o estado de salud sean más respetadas; y, por otra, a veces el lenguaje políticamente correcto se usa como eufemismo para encubrir la precariedad, la brutalidad sistémica y enmascarar los conflictos que realmente padecemos. Las palabras visibilizan lo invisible, pero las palabras también dejan ver los chafarrinones de la historia. Son un registro, un historial, de los discursos del poder. Por eso, en lugar de suprimir palabras de los diccionarios quizá merecería la pena dar más explicaciones sobre su etimología y, sobre todo, sobre su genealogía histórica y cultural.