'Yo, vieja' y el regreso a la normalidad tras la pandemia
Ahora que la incidencia acumulada cae por debajo de los 50 casos por cien mil habitantes, ahora que los aforos se disparan, las restricciones desaparecen y la vida reabre, ellos, los viejos, son una vez más quienes más cuidado deben tener ante la pandemia. Y quienes más sufren su azote
Empecemos por lo primero. Los llamo viejos porque así lo hace Anna Freixas en su último ensayo: Yo, vieja (Capitán Swing, 2021), del que en este reportaje voy a hablar a ratitos. Sí, porque Freixas tiene 75 años y un garbo y una garra que vienen muy al cuento. Digamos que la catalana no se arrellana en el pancismo. Y eso es lo que reivindica para los mayores que, por cierto, en ningún caso nos pertenecen, como se encarga de aclarar: «(Estamos) molestas, además, de oír sin parar la muletilla insoportable de nuestros mayores. ¿Acaso se utiliza el término nuestros adultos cuando alguien se refiere a las personas de mediana edad? Hay quien argumenta también el carácter afectivo de la palabra nuestras; sin embargo, no se ha parado a reflexionar que implica un trato paternalista y supuestamente protector que rechazamos». La declaración de intenciones está clara: «Nosotras, ancianas, viejas, veteranas, pioneras, no pertenecemos a nadie más a que nosotras mismas». Y la hace en femenino porque la escritora y doctora en Psicología es una estudiosa del envejecer de la mujer, pero sus consignas o, como ella los llama, sus apuntes de supervivencia bien pueden servir de báculo a ambos sexos.
A lo largo de las 188 páginas de su lúcido ensayo, Freixas analiza, desde el humor, toda una serie de situaciones comunes en la vida de los mayores, con la sana intención de promover una incorporación a una vejez desdramatizada. Así, por ejemplo, ante las que llama creencias destructivas acerca de la vejez, como que las personas mayores son un estorbo y ya no aportan nada a la sociedad, Freixas aporta un particular decálogo de recomendaciones, entre las que se cuentan las siguientes: «No ocultes tu edad. Dila con orgullo. Ya sabes que la longevidad es un regalo, un logro, no una catástrofe. Lo malo es palmarla por el camino» o «No presumas de lo muy ocupada que estás desde que te has jubilado, tratando de confirmar que sigues ahí. Ya lo vemos».
«La longevidad es un logro no una catástrofe. Lo malo es palmarla por el camino»
Contra las exigencias de la sociedad antiarruguista, Freixas también tiene balas al recordar que «no iremos a la tumba planchadas y almidonadas, sino que las huellas de las sonrisas compartidas dibujarán en nuestros rostros el mapa de nuestra vida», un mapa del que estar orgulloso y del que presumir con naturalidad y sin cortapisas. «Atrévete con las canas, si te ronda el deseo. Verás cómo tu pelo se suaviza y tus facciones se dulcifican. Canas al viento», reza otro de sus apuntes.
¿Y los achaques? Sorderas, cojeras, dolores: salud en fuga que nuestra condición humana trata de ocultar. La vulnerabilidad no está de moda, pero la autora también tiene una receta para sobrellevar mejor estas cuitas: «Al fin y al cabo, algunas de ellas tienen su cara positiva, si sabemos encontrarla, pudiendo utilizarla en nuestro favor, ejerciendo nuestra condición de viejales. Por ejemplo, estar algo sorda tiene su parte interesante, cuando mitiga algunos de los ruidos cotidianos y, sobre todo, cuando nos permite hacernos las suecas y hacer ver que no hemos oído determinadas cosas».
Vejez y coronavirus
Hay un momento del libro en el que Freixas se pone, con toda la razón, seria: es cuando habla de cómo la crisis del coronavirus ha arrinconado y hostigado a los mayores. La pandemia ha mermado -más todavía- sus derechos y, en muchas ocasiones, hemos tomado decisiones que les afectaban sin contar con ellos. Por ejemplo, la de no dejarles salir de casa para evitarles un posible contagio: «Tenemos que hacernos mirar las rebajas en la libertad que nos autoinfligimos delegando nuestras decisiones al criterio de nuestra prole —mi hija no me deja—, como si no tuviéramos juicio propio. ¡Después de la larga vida de exploradoras que hemos vivido!».
Eso mismo le sucedió a Esther, una mujer de 80 años, soltera y sin hijos, a quien desde su parroquia se empeñaron en hacer la compra y acudir por ella a la farmacia tantas veces como lo necesitara durante el tiempo de confinamiento: «Yo me resistía porque quería valerme por mí misma. Se pasa mal estando encerrada. Así que un día me fui a la farmacia sin avisar a nadie. Y salí, y decidí que iba a arriesgar. Fui protegida y sin juntarme con nadie a hacer mi pequeña compra, pero es que estar encerrado y no salir ni siquiera a comprar es muy fuerte».
El máximo exponente de esta pérdida de autonomía que los mayores han sufrido durante la pandemia han sido todas aquellas situaciones en las que se les ha negado una cama de hospital, o una oportunidad para salir adelante. Lo explica José Ángel Palacios, portavoz de la fundación Grandes Amigos, que promueve la amistad entre voluntarios de todas las edades y personas mayores para luchar contra la soledad y el aislamiento: «Lo más grave que hemos hecho ha sido limitarles el derecho a la vida y a la asistencia sanitaria: decidir quién podía vivir y quién tenía que morir. Esto es flagrante. Hay una visión muy paternalista por la cual se decide todo por y para ellas, pero sin ellas, como si no tuvieran ninguna capacidad. Tiene que ver con esa visión tan extendida por la cual la vejez es esa etapa de la vida ligada a la decadencia, la tristeza, la incapacidad, la inactividad y la rigidez mental. Y todo eso, además de injusto, es irreal».
Esther, mi entrevistada de 80 años, no ha padecido el covid, pero sí su hermana y su cuñado, quien acabó falleciendo. «No paro de pensar que esto no tenía que haber sucedido. Mi hermana ha quedado tocada de la memoria a raíz de lo sucedido, por el trauma y por la propia enfermedad, que deja secuelas. Ya no se acuerda de lo que pasó ayer, o se cree que sucedió hace dos años. Ella tiene 82 años, y mi cuñado ha muerto con 83. Estaban contentos. Él ponía muchísima voluntad por vivir, y se apañaban bien, salían a la calle, paseaban…».
Ahora toca restañar todas esas heridas que se han creado durante este tiempo de pandemia, y una de las formas de cauterizarlas es mediante la atención psicológica a los mayores. «Desde la Asociación Española de Psicogerontología hacemos una labor de divulgación de la figura del psicólogo para implementarla en lugares en los que es imprescindible, como en las residencias. Muchas no disponen de psicólogo, algunas lo tienen por horas, pero la mayoría ni siquiera eso», declara Ana María González, la presidenta y cofundadora de la asociación.
«El ‘edadismo’ es la discriminación más absurda, porque lo vamos a sufrir todos: estamos tirando piedras contra nuestro propio tejado»
¿Y como sociedad? ¿Cómo podemos obrar para enmendar los errores cometidos? Ana María explica que, sobre todo, debemos huir de esa «creencia que nos lleva a pensar que podemos decidir por ellos y a equipararles a los niños como si fueran edades similares, cuando no tienen absolutamente nada que ver”. Es lo que ya muchos llaman el ‘edadismo’: «Todos somos ‘edadistas’, y de manera inconsciente e incluso bienintencionada cometemos trato discriminatorio en lo cotidiano hacia las personas mayores. El ‘edadismo’ es la discriminación más absurda, porque lo vamos a sufrir todos: estamos tirando piedras contra nuestro propio tejado», explica el portavoz de Grandes Amigos.
Por eso los expertos insisten en que es fundamental, ahora que la vida reabre, huir de la tentación de imponerles a nuestros seres queridos una forma de proceder en esta etapa de adaptación a la nueva normalidad, tan plagada de anormalidades. En el caso de Esther y su hermana, viuda de su cuñado, ellas se reúnen a comer y a celebrar, pese a todo, que la vida sigue: «Con mis hermanas me veo con las dos, hago comida aquí y vienen. A mi hermana le viene muy bien vernos y reírnos de lo que se puede. Tenemos cuidado de no juntarnos mucho y comer un poquillo a distancia, pero ¿qué vamos a hacer? Tampoco podemos quedarnos aislados». Quieren vivir, y saben cómo hacerlo. No caigamos otra vez en el error de decirles que ni se les ocurra.