Hace no mucho un profesor de instituto tuvo una idea: explicar a sus alumnos el choque entre las posturas creacionistas y la teoría de la evolución. Pero cuando se fue a documentar, el profesor, que conocía bien la obra de Charles Darwin, descubrió que el creacionismo se le escapaba. Necesitaba ayuda. Entonces tuvo otra idea: llamar a Carl Edward Baugh, uno de los teóricos creacionistas más polémicos de Estados Unidos. A ver si él le podía dar algunas referencias.
Baugh, siempre dispuesto a echar una mano, atendió al profesor. Todo iba viento en popa hasta que salió a colación Pedro Picapiedra. Baugh explicó que, sinceramente, el dibujo animado no le parecía un referente serio. Al docente le extrañó la negativa; a fin de cuentas, el teórico ha defendido por activa y por pasiva la coetaneidad entre los hijos de Adán y Eva y el Tiranosaurio Rex. El profesor le recordó, además, que la mascota de Pedro era un dinosaurio púrpura llamado Dino. ¿Qué mejor embajador de la causa creacionista? Baugh empezó a ponerse tan morado como el bicho de los Picapiedra, farfulló las palabras “esto es ridículo” un par de veces y colgó.
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Fue el propio Baugh quien explicó el incidente poco después, a comienzos del pasado mes de junio, durante una conferencia impartida en el Museo de Evidencias de la Creación de Texas. El edificio, escondido en un bosquecillo a pocos kilómetros de un pueblito llamado Glen Rose, en el corazón de Texas, se asemeja a una antigua atarazana con un interior dividido en dos plantas.
En la planta baja se encuentra la recepción –la entrada cuesta seis dólares por persona salvo que tengas menos de cinco años o seas militar en activo–, el espacio habilitado para conferencias, una tubería enorme que dice reproducir en su interior las condiciones de la atmósfera antes del diluvio universal, y un buen puñado de vitrinas donde biblias de cierta edad se mezclan con lo que parecen fósiles. De las paredes cuelgan paneles con letras naranja chillón anunciando que el ser humano no viene del mono “ni de cualquier otra forma de vida inferior”. En la planta superior hay una maqueta gigantesca del Arca de Noé plagada de Triceratops en miniatura, un cuadro enorme titulado “Sinfonía de la Creación” en el que se representa la creación del mundo según el Génesis y una sección especial dedicada a Israel.
Al simposio acudió una veintena de personas, la mayoría de las cuales ven en Baugh a un apóstol que combate desde la ciencia las falacias de la modernidad. El atuendo del ponente –camisa metida por dentro con estilete asomando al balcón del bolsillo, como corresponde a un hombre de 81 años– contrastaba con las pintas del respetable: gorras con barras y estrellas, camisetas del Halcón Milenario y tatuajes tan singulares como un rosario en el antebrazo. Al margen de la conferencia, que versó sobre lo errático de las teorías de Darwin, fue interesante escuchar las conversaciones que los asistentes mantenían entre sí. Un señor de mediana edad, por ejemplo, intentaba convencer a sus hijos de que debían poner las enseñanzas escolares en cuarentena. Decía esto mientras señalaba un cartel que rezaba “no hay fósiles anteriores a la existencia del hombre”.
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El creacionismo es una corriente de pensamiento que parte de una base muy sencilla: tanto el Universo como la vida son creaciones divinas. Lo que pasa es que, dentro del creacionismo, hay diferentes posturas.
Por un lado, está el creacionismo evolutivo. Como su propio nombre indica, el creacionismo evolutivo intenta compaginar la creación divina con la teoría de la evolución. Es decir: entiende el Libro del Génesis como una metáfora. Luego está el llamado creacionismo de la Tierra joven. Esta teoría, asociada a grupos fundamentalistas cristianos de Estados Unidos, sostiene que el Universo tiene entre 10.000 y 6.000 años de antigüedad y cree que Dios creó la Tierra en seis días. El séptimo, como era domingo, decidió descansar. Es decir: entiende el Libro del Génesis como algo literal.
No obstante, a pesar de la literalidad con la que interpretan la Biblia, muchos de los partidarios del creacionismo de la Tierra joven niegan que su único argumento sea la fe en las Sagradas Escrituras. Prefieren presentarse a sí mismos como defensores de un planteamiento científico que ha sido perversamente silenciado. Uno de los pilares sobre los que se asienta ese supuesto planteamiento científico a la hora de rebatir los argumentos de la modernidad –descubrimiento de fósiles, fechas de datación del planeta atendiendo a los estratos geológicos, etcétera– es el diluvio universal que se relata en el Génesis. De ahí la obsesión que tienen con el Arca de Noé. Aquella catástrofe –dicen– lo habría puesto todo patas arriba y, claro, por eso la comunidad científica no se entera de nada.
El creacionismo de la Tierra joven tiene en contra a los cristianos que sí creen en la teoría de la evolución y a los cristianos que abrazan el creacionismo evolutivo. Pero siguen siendo unos cuantos. Según un estudio realizado el año pasado por la consultora Gallup, el 38% de los estadounidenses con derecho a voto cree que Dios creó al ser humano hace menos de 10.000 años. Otro estudio, este del Pew Research Center, señaló en 2015 que la idea de que el ser humano fue creado de un plumazo por decisión divina es más popular entre los protestantes evangélicos –decenas de millones sólo en Estados Unidos– que entre los protestantes no evangélicos o los católicos. Un tercer estudio, más reciente, señala que Estados Unidos es el país desarrollado más creyente del mundo.
Con estas cifras en la mano no es de extrañar que en varios estados se debata cada cierto tiempo el regreso del creacionismo a las escuelas. El año pasado, sin ir más lejos, hubo proyectos de ley en esta dirección en Alabama, Arkansas, Florida, Indiana, Oklahoma, Iowa y Dakota del Sur. En Texas también, claro. Pero de momento en Austin pueden estar tranquilos. Hacerlo sería inconstitucional.
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Carl Baugh no es el único paladín del creacionismo de la Tierra joven. Ni siquiera es el más importante. Pero hay una cosa que lo convierte en único: es repudiado hasta por los suyos. Está considerado un fanático por los más fanáticos. Un antisistema.
Las críticas empezaron en 1984, cuando fundó el Museo de Evidencias de la Creación de Texas para mostrar al mundo el descubrimiento que le hizo famoso: huellas de dinosaurio junto a otras de ser humano… ¡de la misma época! Las había encontrado en el río Paluxy. En cuanto corrió la noticia un grupo de científicos y paleontólogos se acercó hasta el lugar. Estuvieron tres años investigando. Conclusión: las huellas de dinosaurio sí eran de dinosaurio, pero las huellas de ser humano las había soñado.
Las pruebas que desmontaban el descubrimiento fueron apabullantes y, además, coincidieron en el tiempo con acusaciones de mala praxis profesional a la hora de conducir investigaciones. Pero Baugh no sólo no reculó; empezó a aparecer en programas de televisión –como el famoso The Mysterious Origins of Man de la cadena NBC– y a ser presentado ante la sociedad estadounidense como el principal referente ‘científico’ del creacionismo. Esto hizo que muchos creacionistas de su cuerda saliesen a la palestra para advertir a sus fieles que cuidado con Baugh. La organización fundamentalista cristiana Answers in Genesis (Respuestas en el Génesis) fue especialmente dura con él. Acusó a Baugh de “enturbiar las aguas para muchos cristianos”. Y añadió: “Hay quien intentará utilizar las ‘evidencias’ de Baugh y será destrozado por alguien científicamente preparado, lo que les llevará a despreciar las teorías creacionistas a partir de ese momento”.
Ante estos ataques, Baugh decidió armarse de títulos académicos para demostrar su solvencia. El problema es que muchos de ellos pertenecen a instituciones como el California Graduate School of Theology o la Pacific International University; instituciones no reconocidas por nadie que no sea el propio Baugh o telepredicadores como Jack Van Impe. Es más: tal y como demostraron los creacionistas de Answers in Genesis, en algunos casos la dirección postal facilitada por Baugh al ser preguntado que dónde están esos centros que no salen ni en las Páginas Amarillas remite a un chamizo en medio de un cruce de caminos.
En 2008 el prestigio de Baugh volvió a verse atacado. Por dos frentes. En primer lugar, una descendiente de la familia que descubrió algunas de las huellas de dinosaurio que se exhiben en el museo reconoció que fue su abuelo quien las había creado. En segundo lugar, Baugh decidió comprar un fósil que supuestamente demostraba la coexistencia entre seres humanos y dinosaurios. Lo vendía un tal Alvis Delk que, según se supo después, había contraído una deuda importante con su seguro médico. El reportero Bud Kennedy, del Fort Worth Star-Telegram, un diario del noroeste de Texas, cubrió ambas historias. “Como ningún científico ha comprobado su autenticidad, lo único que sabemos a ciencia cierta ahora mismo es que el museo tiene una piedra más”, escribió sobre la compra del fósil.
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Por muchos ataques que sufra, Carl Baugh sabe que en Glen Rose seguirá siendo una eminencia pase lo que pase. Ya se lo decía una vecina, Alice Lance, al periódico Texas Observer: “Aquí casi todo el mundo cree que los dinosaurios y los seres humanos convivieron”. El visitante no puede menos que sospechar que esta creencia se debe a dos factores interrelacionados.
El primero es estrictamente económico. Glen Rose lleva décadas asociado a los dinosaurios porque, y esto sí está científicamente demostrado, en sus proximidades se han descubierto todo tipo de fósiles que indican que allí vivieron estos grandes lagartos. Lo cual se traduce en turismo. Lo cual se traduce en más de 20.000 visitantes y alrededor de 23 millones de dólares todos los años, de los cuales una parte importante procede de creacionistas de otros lugares que se acercan hasta la localidad como si de un peregrinaje se tratara.
El segundo factor es la religiosidad que se respira en este pueblito de 2.500 habitantes situado a menos de una hora en coche de Dallas. Al margen de su logia masónica –la tiene, sí, en la calle principal– el sitio está plagado de iglesias. Además, esta religiosidad encuentra su eco en las conferencias ‘científicas’ que ofrece Baugh en el museo el primer sábado de cada mes. Puede que no tenga estudios superiores, que la mitad de los fósiles que atesora sean falsos y que, como dicen algunos de sus colegas creacionistas, no sea más que un marginado excéntrico. Puede que tenga los huevos hinchados de todas las veces que le han llamado preguntando por Pedro Picapiedra. Pero sabe hablar en público y sabe cómo revestir de vocabulario científico y citas ochenteras una teoría que ha sido demolida una y mil veces por la evidencia geológica. Sabe, en fin, captar la atención de aquel que quiere escuchar y, sobre todo, de aquel que quiere creer.