¿De verdad hemos superado el mito del amor romántico?
En la era moderna no creemos en príncipes azules o princesas indefensas ¿o si? Analizamos el ¿fin? del mito del amor romántico.
Como señala Mario Praz en La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (Acantilado, 2019) la primera vez que aparece la palabra romantic en lengua inglesa es a mediados del s. XVII y se refería a la falsedad, irrealidad de los sucesos y sentimientos que se describían en las novelas cabellerescas y pastoriles. Lo romántico, sin perder su capacidad de absurdo, se vincula a algo atractivo, que deleita la imaginación. Y, poco a poco, a los aspectos salvajes y melancólicos de la naturaleza.
Lo romántico acaba(rá) describiendo no solo una escena sino la emoción de quien la contempla. Se vuelve un término subjetivo. Dicho de otra manera: la realidad se percibe a través de un velo de sentimientos y asociaciones. Su corolario es que, en la representación interior de las cosas, éstas pierden sus límites precisos, todo se vuelve infinito y la realidad se torna inefable. En los casos extremos, se roza el misticismo. Y es en este punto en el que una experiencia considerada universal y natural, originada por el mito del andrógino platónico, expresada en El Banquete y, más tarde, censurada por los usos del amor cortés y, después, victoriano, se vuelve mito; hasta convertirse en un dogma burgués. Lo que dictamina (¿dictaminaba?) el modo en el que nos conducimos en las relaciones amorosas.
El mito del amor romántico
El amor romántico, según William Jankoviak, se basa en cuatro elementos: idealización, erotización del otro, deseo de intimidad y expectativa. Y la clave de su hegemonía cultural está en su alianza con el capitalismo. Particularmente y, como señala Eva Illouz en su libro El consumo de la utopía romántica (Katz, 2009), en los códigos creados por el cine, las novelas y la publicidad.
La socióloga afirma que el modo hegemónico para el amor en los Estados Unidos en el s.XXI sigue siendo el del amor romántico (y el fenómeno se replica en Europa, pensemos en las novelas de Federico Moccia o las sagas vampíricas juveniles), y se vincula al paso de una moral victoriana a una moral de consumo, que sería todavía hoy la hegemónica. Desde el feminismo, no obstante, se ha venido confrontando esta idea al menos desde la época del movimiento sufragista, como cuenta Ana de Miguel en su libro Neoliberalismo sexual (Cátedra, 2015). Por su parte, Mercedes Fernandez-Martorell, en Capitalismo y cuerpo (Cátedra, 2018) señala mayo del 68 como el salto definitivo del feminismo a la antropología, cuando “se visionó la posibilidad de un vivir distinto” y se instala el rechazo a la sociedad patriarcal.
Se pretendía experimentar la liberación sexual, sentimental, afectiva. “un nuevo arte en el amar”, al decir de Erich Fromm. Sin embargo, un informe de febrero de 2018 de las facultades de Psicología y Ciencias de la Educación de la Universidad de Granada venía a decir que aún más del 80% de los jóvenes encuestados sigue confiando en las ideas románticas, señalando que no se puede ser feliz sin tener una pareja. Después de las históricas manifestaciones feministas de marzo de 2018 y 2019 y del Malquerer de Rosalía, ¿podríamos decir que esto ha cambiado?
Es el mercado, amigo
Suelen ser de orden material las justificaciones que de un tiempo para acá se ofrecen en apoyo al supuesto mito del amor romántico y la idea de la familia nuclear, pero que también justifican su imposibilidad y entienden las relaciones como una forma más de consumo. Fundamentalmente dos: la precariedad del mercado laboral y los altos alquileres que obligan a las parejas a no separarse (según un reciente informe del Consejo de la Juventud, los jóvenes, de querer vivir solos, deberían de destinar el 90% de su sueldo a la vivienda).
Sin embargo, opina el antropólogo y escritor Adrià Pujol que, en el fondo, es algo que tiene que ver más con “las prioridades, las proyecciones sociales y la ambición personal”. Así, en opinión de Pujol, ambas opciones no serían más que formas que tiene la gente para distinguirse socialmente, según el modo en el que consume. Porque lo que no podemos olvidar es que “las relaciones, con el boom de las plataformas digitales, se han mercantilizado mucho”.
Finalmente, señala Pujol algo importante, y es que el mito del amor romántico, y lo romántico en general, perviviría de una manera subrepticia, ya que “solo servía y sirve para legitimar aspectos mucho más prosaicos, como el de evitar que la mujer sea promiscua en una sociedad heteropatriarcal”.
Por su parte, Mercè Conangla, creadora junto a Jaume Soler del modelo de Ecología Emocional y de la Fundación Àmbit, incide en la idea del buen amor como contrapartida a este sucedáneo que es el amor romántico. Cree Conangla que se ha de hacer “más pedagogía, ofrecer modelos adultos a los jóvenes que puedan ser referentes del amor construido conjugando el verbo amar”. En su opinión, es clave “impartir educación afectiva, enseñar a los jóvenes a diferenciar entre enamoramiento y amor; entre necesidad y deseo; entre amar y querer”. El amor no se encuentra, como reza el mito; “amar es una capacidad del ser humano que crece a medida que se ejerce”. No hay milagros repentinos ni flechazos extáticos como nos cuenta Hollywood.
Tal como cuenta la historietista sueca Liv Strömquist en su ensayo feminista en forma de novela gráfica Los sentimientos del príncipe Carlos (Reservoir Books, 2019) y con un certero humor descacharrante, “estar enamorado” goza de un estatus elevado en nuestra sociedad y determina el modo en cómo convivimos con otras personas. Se supone que el amor es la medida de todo, de dónde y con quién vivimos, de con quién salimos, nos acostamos y relacionamos. Seguir los instintos amorosos no solo está bien considerado, sino que debe ser medida y ley de nuestro comportamiento en sociedad. Sin embargo, se pregunta Strömquist qué pasaría si gestionáramos de manera idéntica el odio o nuestro relaciones de amistad. Pensadlo por un momento.
La construcción cultural del amor
La escritora Marta Sanz opina que el amor romántico “es un sustrato al que debemos una manera de mirar el mundo -castradora y enriquecedora también- que, además, se aprovecha desde la publicidad para vendernos cosas”. Y continua: “Me parece que lo cultural, sus imaginarios, y las creencias y valores que se generan a partir de lo cultural y sus imaginarios no son meramente ornamentales; es decir, yo creo que la cultura se metaboliza y acaba formando parte de nuestro cuerpo”. De ahí su novela Clavícula (Anagrama, 2017), “una historia de amor en la que el dolor del cuerpo de una mujer es el resultado de causas complejas: físicas, psíquicas y económicas. Sociales y culturales”. Sanz entiende que libros como Clavícula buscan sensibilizar y crear “estrategias colectivas a partir de las que solucionar problemas que afectan a todo el mundo y que generan relaciones de poder patológicas”. Una forma de huir de las mitologías, de esas esclavitudes sería a través de las “fórmulas laborales, culturales y sentimentales que atajen de raíz esos comportamientos que nos vejan y nos hacen infelices”.
Sobre la perversidad de ese amor romántico ha escrito Sara Mesa en Cicatriz (Anagrama, 2015); la historia de “un amor irrealizable, perfeccionista, que busca la superioridad, que mira hacia lo abstracto y desdeña lo concreto del objeto amado. Un amor perverso, en suma.” Nos cuenta Mesa que el amor romántico (al que ella prefiere llamar platónico) “siempre ha tenido cauces para manifestarse. Hoy día internet facilita la idealización del otro, pero también el ocultamiento propio, la construcción de una máscara”. El amor-pasión está, pues, más democratizado que nunca, como diría el sociólogo alemán Ulrich Beck.
El reto, tal vez y como dice uno de los protagonistas de Feliz final (Seix Barral, 2018) de Isaac Rosa, una novela sobre el fin del amor de una pareja con hijos, es el de ser capaces de evolucionar de ese amor apasionado del enamoramiento a otras formas diferentes del afecto. Se trata -y de ahí su importancia- de una narración en dos voces que es, siguiendo las ideas de Eloy Fernández Porta expresadas en €®O$, la superproducción de los afectos (Anagrama, 2010) un discurso moral sobre la sentimentalidad, una construcción a posteriori de la autenticidad del amor. En esta novela se ve muy claramente cómo funciona la construcción del mito romántico, siempre a posteriori, reelaborando la experiencia en forma de discurso. Un modo de proceder que encuentra sus raíces en la elegía amorosa latina.
Matías Escalera Cordero, autor del poemario Del amor (de los amos) y del poder (de los esclavos) (Amargord, 2016), donde reflexiona sobre las instancias materiales en las relaciones amorosas y de poder, opina, en este sentido, “que los actos nos definen”. Convertido en acto, el amor podría alcanzar su dimensión ética, “aparece el tiempo, la duración, y eso ya es otra cosa; ese es otro tipo de amor distinto, que no se basa en el “consumo” del otro o del instante, que exige paciencia”.
Sobre la posibilidad de superación de estas dinámicas históricas, Escalera Cordero no es demasiado optimista, y comenta a The Objective que considera que “los movimientos liberadores de las cadenas del género y de las costumbres sexuales imperantes hasta ahora, en lo esencial, viven la experiencia amorosa que hemos denominado amor/pasión del mismo modo que se ha hecho hasta ahora”. Aunque, matiza: “En realidad, en los tiempos modernos, si lo piensas bien, la única propuesta auténticamente renovadora partió del primitivo movimiento obrero, el amor libre, véase el caso de Engels, por ejemplo. Y actualmente las propuestas agámicas, de superación del concepto mismo del amor”.
Familias no-nucleares (y otras formas del amor)
Familia no-nuclear es un documental dirigido por Joan López Lloret sobre diferentes experiencias de co-parentalidad o de familia extendida que se han dado en la ciudad de Barcelona desde los años setenta (Itaca, Villa Dorita, La Rimaieta, Babàlia y Can Masdeu). El autor formó parte de una experiencia de familia no-nuclear en los años setenta entre tres familias que no vivían juntas pero que sí compartían la ayuda en la crianza y, tras haberlo vivido con mucha naturalidad, se dio cuenta mientras investigaba para el documental que “cuando la gente oye la palabra comuna enseguida piensa en amor libre y drogas, pero lo importante no era esto sino la crianza compartida y la organización económica comunal”.
Si en las primeras experiencias que se cuentan en el documental (Itaca y Villa Doria) hay más una voluntad de romper con la ideología heteropatriarcal de los padres (aunque manteniendo siempre y de manera prioritaria los vínculos de sangre), en las experiencias de co-crianza más recientes (La Rimaieta) son los grupos de lactancia compartida y la voluntad de una crianza más natural los que propician los espacios de co-parentalidad (centralizada en las madres y no tanto en la familia como conjunto). Hoy se prioriza la idea de la tribu. Y va muy ligado a una cuestión económica, a la supervivencia y la gestión del tiempo en el día a día.
“A veces, la soledad urbana de tener un crío es muy bestia”, apunta Joan López, padre de una niña de cinco años y que confiesa haber sufrido también, por momentos, la dureza de esa soledad. Preguntado sobre la facilidad o posibilidad de que este tipo de experiencias se generalicen, Joan López afirma que cree que ese sentimiento de crianza expandida lo tenemos los seres humanos desde tiempos ancestrales, “sucede en los pueblos, ahí los hijos de los vecinos son tan familia como la de sangre”. El problema, en su opinión, “es la implantación de la sociedad de consumo, especialmente a partir de los años 50, que nos ha inducido a quererlo todo de manera individualizada y personal, que nos discrimina por una diferente capacidad adquisitiva y nos vuelve recelosos”. Situación que, en última instancia, ”dificulta nuestro deseo de compartir y de que haya más experiencias de crianza compartida”.