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Sociedad

El patio de mi casa

Las plantas tienen un lado magdalena de Proust. Recuerdan el lugar donde naciste, el patio donde jugaste o la tierra de la que vienes

El patio de mi casa

Unsplash

Un día eres joven y al otro te emociona ir al vivero. Esto me decía a mí misma hace un par de semanas cuando volvía feliz a casa con el coche a reventar de plantas, sacos de tierra y una buganvilla de copiloto.

La afición a la jardinería no siempre tiene que ver con la edad, pero verle más placer a gastar dinero en plantas que en ropa, sí. Cuidar tus propias plantas me parece, además de relajante, señal de una calidad vida magnífica. Es un indicador de que tienes tiempo para dedicárselo a algo que te reclama atención a cambio de belleza. Las plantas son señal de buen gusto. Una casa normal con plantas es mil veces más bonita que la casa más bonita sin una maceta. También me parece un poco milagroso saber descifrar lo que necesita un ser vivo que tiene una manera de comunicarse contigo tan distinta. Aunque, pensándolo bien, eso también lo hacen algunas chicas con sus novios.

Hacía años que no iba a un vivero y aunque de pequeña mis padres me llevaron muchas veces, pensaba que los adultos afrontaban ese momento con la misma poca gana que se va al hipermercado. Pues es todo lo contrario. La gente en el vivero echa la mañana a gusto.

Cuando llegué, observé que todo el mundo iba acompañado y yo había ido sola. “Estoy viniendo al vivero mal”, pensé. Cogí un carrito, entré en aquella nave enorme y busqué el pasillo de las buganvillas. Me flipan las buganvillas. En realidad, vistas de cerca, mira que son cursis las cabronas. No tienen bastante ellas con sus brácteas de colores vistosos, -sé que se llaman así porque lo he buscado, no es que sepa tanto de buganvillas-, que además tienen que rematar con unas florecillas blancas. Son plantas repipis. Son la niña vestida de princesa con lazos, raso, tul, bordados y la cabeza llena de tirabuzones del mundo de las plantas, pero quiero vivir en una casa con una buganvilla bien repipi, bien fucsia, a tope de brácteas.

El patio de mi casa
Foto: Dmitrij Paskevic | Unsplash.

 

De camino a la buganvilla, pasé al lado de las macetas de romero, así que cogí el romero más rechoncho que vi y continué mi trayecto. Llegué al destino buganvilla, elegí la que me pareció más bonita y al lado había una señora con sus dos hijas debatiendo si poner otra buganvilla más en el jardín y de qué color. La más joven le decía que la cogiera blanca.

—No, blanca no que son las que peor agarran —dijo la madre.

—Pues cógela como la que lleva esa chica —comentó la hija mayor señalando mi buganvilla fucsia.

—Uy, sí, ¡qué preciosidad! —Exclamó la progenitora mientras admiraba la mía.

Me sentí muy orgullosa y di las gracias, como si la belleza de esa buganvilla que aún ni me pertenecía oficialmente hubiese sido mérito mío. Me cayó bien esa señora. Me gustó su criterio. Se notaba que era experta en buganvillas. Así que entablé conversación con ella:

—Perdone, he oído que tiene varias buganvillas.

—Sí, de todos los colores —contestó ella.

—Yo no he tenido nunca y no sé cómo cuidarla.

—Sol. Quieren sol. La puedes plantar en el suelo o en una maceta grande. Y si quieres que tire para arriba, le vas limpiando las ramitas que le salen abajo. No veas, hija, qué buganvilla más bonita has elegido.

Me tuve que alejar un poco porque noté que, si la madre de buganvillas me decía una vez más lo bonita que era la mía, iba a explotar de orgullo. La hija pequeña siguió la buena costumbre de su madre y alabó mi romero:

—Y el romero que llevas también es precioso.

Larga vida a esa familia y su buen gusto. Me despedí de ellas y luego me arrepentí de no haberlas invitado a casa para que vengan siempre que quieran a adularme las plantas.

Continué la visita al vivero con el subidón aún latente de los halagos de la señora y su hija. Me vine bastante arriba y empecé a coger más plantas. Un hibisco, dos lavandas, una ruda, una maceta de albahaca. ¿Un exacum? Ni puta idea de qué es un exacum, pero p’alante también.

No podía con el carro y aún faltaba coger la tierra para trasplantar todo eso. Según iba atravesando pasillos en dirección a la caja, me iba cruzando con señoras que soltaban algún piropo a mis plantas y a mi buen criterio eligiéndolas: “Mira qué maceta más bonita lleva esa chica”. “Uy, qué campanillas tiene esa planta”. “Qué flores más bonitas, parecen pintadas”. Si alguna vez, señores de los viveros, quieren animar las ventas, contraten a alguien que lisonjee las plantas que elije la clientela. Doy fe de que funciona.

Para ayudarme a cargar el coche vino un mozo de brazos robustos. Ésa es la razón por la que la gente no va sola a los viveros, porque siempre se necesitan más de dos brazos para cargar el coche. También es la razón por la que mis amigas solteras deberían empezar a ir solas a los viveros, pero esto ya lo hablaré con ellas más despacio.

Pasé toda la tarde trasplantando plantas y me di cuenta de que los cóleos, la planta del dinero y las alegrías que había elegido las había comprado porque me recuerdan a mi abuela María. Me da muy buen rollo que mi patio se parezca un poco al suyo, porque yo jugaba entre esas plantas de pequeña. Es algo que también he aprendido al empezar a cogerle gusto a las plantas, que tienen su lado de magdalena de Proust. A Alberti también le pasaba con la vegetación que decoraba el patio de la casa donde creció. De las pocas descripciones que hace en sus memorias sobre la casa de su infancia, lo que destacaba eran las plantas de su patio: un naranjo, aspidistras y sosas.

Mientras metía plantas en macetas de barro, me acordé de mi abuela y mi tía abuela Rosa. Las dos eran grandes fanáticas de los tiestos, como les llamaban ellas a sus plantas. Las recuerdo vestidas con su bata fresquita, quitando hojas secas, vigilando que no hubiesen plagas y mojándose los pies con la manguera. Pensé en el patio de mi abuela, su laurel enorme, las higueras y el albaricoquero que trepábamos mis primos y yo cuando jugábamos. Mis cóleos, alegrías y esa minúscula planta del dinero que compré intentan que mi patio se parezca un poco al suyo, aunque para que mi patio sea como aquel patio de Horcajo de Santiago donde yo crecí, sobra inversión y falta imaginación: la que echaba mi auela cuando improvisaba maceteros con latas de aceitunas y banderillas Toreras.

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