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Sociedad

Bodegas Obregón, la capital mundial

Bodegas Obregón es ese lugar de excesos de El Puerto de Santa María. Un sitio al que se va con hambre y predisposición para integrarte en el ambiente y la esencia portuense

Bodegas Obregón, la capital mundial

Inma Garrido | The Objective

Llevo diez meses viviendo en El Puerto de Santa María y aún no he visto ningún sueco. También es verdad que no es la única nacionalidad que no he visto, pero me interesan éstos porque me obsesiona saber cómo encajaría un sueco, con su suequez, los excesos portuenses.

Aquí lo excesivo te avasalla cada día. Da igual lo acostumbrado que tengas el cuerpo a lo inmoderado, la demasía te va a pillar con la guardia baja. Así que vivo con la ilusión de salir algún día y encontrarme un sueco, con ese mundo interior minimalista, en medio de uno de los sitios más excesivos de El Puerto, Bodegas Obregón.

A Obregón hay que ir como sale al recreo un niño de 5 años: con hambre y muchas ganas de jugar. Si, por lo que fuera, la vida te ha puesto un palo por columna vertebral, más te vale que te ahorres el viaje o en cualquier momento la realidad de este santo sitio te sacará ese palo por alguna zona innoble y te atizará con él.

Decía que a Obregón se va con hambre y ganas de jugar. Lo de la sed me lo ahorro porque esto no hace falta traerlo de casa. El vermut, fino, oloroso y amontillado de la casa que te esperan en sus botas los vas a beber hasta sin sed, así que por muy hidratada que traigas la garganta a esta taberna, te va a pedir llenar otra vez la copa.

Bien, llegas a Obregón con hambre y predisposición, ahora empieza tu hora de aventuras. Mientras te acomodas en alguna de las mesas altas o te dan alguna de las del comedor, pide media botella y ve poniéndote en situación leyendo la carta de tapas que hay en la pizarra, que leer culturiza muchísimo. Una vez hayas hecho tu selección para cantarle al camarero la alineación titular cuando llegue el momento, dedícate a mirar sus paredes con el mismo interés que miras las paredes del Museo del Prado. Siempre vas a encontrar una sorpresa entre esos carteles de la Feria de El Puerto, toros y fotos con celebrities patrias…

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Foto: Inma Garrido | The Objective.

La mesa no tardará en llegar. Pero si tienes que esperar más de la cuenta, no hables con quien has ido, que a ellos los ves todos los días: mete antena en alguna conversación que tengas cerca. Aquí no tienes que disimular que eres un cotilla. Asiente si estás de acuerdo con lo que dicen, ríete si te hace gracia. Si alguien canta, suéltale un “ole” aunque desentone, el espectáculo es gratis y lo gratis no trae hoja de reclamaciones. Y si te molesta lo que comentan los de al lado, pídete otro vino y orienta tu atención hacia otro sitio, será por alternativas en esta programación.

Ya te han dado una mesa. Yo tuve suerte, enchufe más bien, y como íbamos con Caro, mi amiga portuense, nos dieron el rincón con más solera. Esa especie de reservado lo ocupa el rincón del fondo entre botas con suelo de albero y mesa para cuatro o cinco. Mientras te diriges a la mesa, mira a los que están sentados. Sonríe, saluda, échale un ojo a lo que comen. Carli, Álvaro o Jaime te tomarán nota. Yo debuté de portuenses maneras con la berza, el menudo, que tiene mucho más garbanzo que los que había comido anteriormente en otros sitios, los montaditos de pringá, el ajo caliente, uno de los mejores ajos que he comido por aquí, una carrillada tan tierna que se deshacía en la boca y el plato estrella de la casa, el pollo al Pedro Ximénez. Como dijo un alcalde portuense: “A comer, que es gerundio”.

Mientras comíamos, en una de las mesas de los mortales, es decir, las del resto de la sala, había una mujer inglesa que lo estaba gozando fuerte. Hablaba español bastante bien y se desenvolvía con la soltura de una parroquiana. Saludaba a la gente, se hacía fotos y estaba a dos finos de arrancarse por bulerías. Tan flamenca y tan integrada que llevaba un vestido de lunares. Tenía tal poderío que, si le echan un toro, se lo torea como Morante, sin levantarse de la silla.

Cuando salí a la calle a apurar el último trago de fino antes de irnos, nos encontramos con unos amigos que no conocíamos hasta ese momento. Nos hicieron un hueco en su mesa para que apoyásemos las copas, así que empezamos a hablar de historia: de los ingleses que llegaron a Cádiz, que hay que ver lo rubios que eran y qué genética dejaron los joíos. También compartimos tips de belleza porque ellos eran muy morenos y yo muy blanca. Así que me enseñaron sus marcas moreno/blanco y me dieron sus 10 trucos para estar morena este verano, que al final se quedaron en dos: pásate el día en la calle y no te pongas protección. Como la conversación nos interesa, pedimos media botella más de fino en rama y nos ponemos a hablar de tatuajes. En este arte ellos fueron pioneros, se los hacían con tinta de choco.

Como ya somos amigos, uno me dice que a él lo protege un águila que lleva tatuada en la espalda. Es su talismán, cuenta. Se levanta la camisa y, como Jesucristo enseñó sus heridas a santo Tomás, nos lo muestra por si no lo creemos. El águila ha debido de parar muchos golpes en esta vida, sí. Y alguno ha debido de ser contra una torre de alta tensión, porque ese bicho buena cara no tiene. Luego nos cuenta que como le gustaba una revista extranjera se tatuó su logo: un conejo. También debió de sufrir algún accidente el conejo. Un atropello es mi apuesta. “Play-Boy” se lee al lado del conejo. Me explica que ése era el nombre de la revista que le gustaba. Y que se lo hizo por molestar a Franco.

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Foto: Inma Garrido | The Objective.

 

A su amigo, que también es nuestro amigo ya, no le dio por los tatuajes con temática PACMA sino por las palabras, y lleva en sus pies un diálogo. Dos enunciativas afirmativas:

“Estoy cansado, kie”, dice su pie izquierdo. “Y yo también, idiota”, responde el derecho. Se descalza y nos lo enseña.

Nos cuenta que lo de “kie” es un “quillo” coloquial (de lo que deduzco que “quillo” es el cultismo). Sale de dentro la mujer del vestido de lunares. Aquí descubro que había venido con alguien a quien había dejado en la puerta mientras se había sentado a comer dentro con otro grupo. Me pide una foto con sus amigos y uno de los hombres que la acompañan grita con acento británico: “¡Viva mi Cadi!”. A lo que ella responde. “¡Y el Chelsea!”.

Me fui de allí y no vi ningún sueco en Obregón. Tampoco hacía falta, ya estaba yo con mi no parar de alucinar en el papel de sueca.

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