Cuando vuelves a casa de tus padres, en un momento u otro acabas topándote con tu yo pasado. En casa de toda madre española de bien siempre cuelgan de las paredes fotos de la prole y en la entrada hay un aparador que rebosa marquitos con fotos de sus hijos. Muchas fotos. Fotos de lo más variopintas. Porque una madre tiene eso, fotos y mucha creatividad eligiendo qué instantánea de su niño es más humillante. Por eso en casa de las madres siempre hay a la vista una buena selección de imágenes bizarras que resumen en un vistazo todos los hits de la vida de sus pequeños: la comunión, un teatro navideño, la jura de bandera, algún día de boda o esa foto que todo niño español tiene desnudo en la cama de sus padres pocos días después de nacer.
Por puro instinto de supervivencia, nuestro cerebro de hijo consigue darle a ese escaparate del ridículo una pátina de normalidad, sin embargo, el contador de la vergüenza se dispara de nuevo cuando todas esas fotos que ya habías conseguido hacer invisibles vuelven a mirarse con los ojos ajenos de las visitas. Entonces tu cara hormonada de adolescente y ese corte de pelo tan poco favorecedor que te hiciste un verano se convierten en el tema de conversación de tus amigos o tu novio nuevo. Y ahí siempre está tu madre para hacerles un tour fotográfico a tus invitados y darles material para que se descojonen de ti.
Nunca estaré lo suficientemente agradecida a mi madre por no haber puesto en el comedor de su casa una foto mía haciendo la comunión, como sí hay de mis tres hermanos. Hoy pienso así, pero delante de toda España confieso, Patricia, que cuando tenía 9 años, este agravio me hizo plantearme renunciar a mis apellidos y empezar una nueva vida en el parque de mi pueblo. Me pregunté muchas veces por qué hay una foto a tamaño póster de mis hermanas a cada lado del mueble principal del comedor, otra de mi hermano en la pared contigua y en la que debería ir la mía pensaron que sería mejor poner una reproducción de Las Meninas. Qué pasa, Velaske, ¿yo no soi guapa?
Para que no pensase que “esas putas de palacio me quieren matar”, mi madre colocó en un rincón del comedor un retrato mío donde aparezco sentada en un pupitre del colegio, con los brazos sobre un libro y mirada penetrante. Recuerdo que el día anterior nos avisaron de que nos iban a hacer una foto y nos sugerían ir “bien vestidos” y llevar las uñas limpias —cosas de los colegios públicos—, así que le pedí a mi madre que me pusiera mi vestido favorito: uno azul y rojo con mangas de farol, una baberola blanca enorme y una pajarita con un brillantito en el centro. Elegancia infinita en día laborable.
Independientemente de la no foto de mi comunión junto a la de mis hermanos, es de justicia mencionar la pulcritud de las madres para que el número de retratos de sus retoños sea equitativo y la balanza no se incline hacia ningún lado. En mi casa, por ejemplo, las tres chicas tenemos foto de la orla, pero mi hermano no. Así que para equilibrar esto, mi madre dispuso al lado de sus tres graduadas una foto de mi hermano disfrazado de gato con botas. Los mecanismos psicológicos que la llevaron a hacer eso los desconocemos, pero ver esas fotos juntas nos ha dejado clarísimo que hasta un pasamontañas con orejas de gato es mil veces más favorecedor que el birrete.
Si la visita en casa padres dura días, suele ocurrir que ya no te contentas con el recuerdo que te devuelven esas fotos. Siempre se acaba rebuscando algo: un cuaderno, alguna prenda de ropa, un álbum de fotos o las cartas de aquellos amigos que hiciste en el campamento de verano en Torrelengua. Reencontrarte con todo eso, releerte y ponerte en la piel y muchas veces literalmente en el chándal de aquel niño es quedar con un amigo de la infancia que no ha crecido. Un amigo al que ya no conoces pero reconoces, porque te habla de vivencias y personas que te dibujan una sonrisa.
Es curioso volver a leer unos diarios escritos por ti; volver a encontrarte cosas que te pertenecieron, pero las recibes como un desconocido. Es una sensación extraña porque te estás hablando a ti mismo desde el pasado y aunque hoy respondas, aquel niño ya no te puede oír. Unas veces ese niño que acabas de encontrar y eres tú te hace gracia, otras, no te cae (no te caes) tan bien y te das vergüenza ajena. Y qué sensación más extraña lo de sentir como ajena una vergüenza que se está dando uno mismo.
Cada vez que vuelvo a casa de mis padres, siempre busco algo, lo que sea. Me he dado cuenta de que la liturgia se inicia buscando una cosa concreta, pero en realidad me da igual encontrarla o no. Lo que quiero es buscar. Hasta hace poco no me había parado a pensar que me gusta buscar cosas en casa de mis padres para volver a recordarme. Abrir una mochila que fue mía, donde aún se guardan cosas que fueron mías y recibirlas como nuevas porque ya las tenía completamente olvidadas. Sentirme una intrusa invadiendo mi propia intimidad. Cada vez que vuelvo a casa de mis padres, busco esos juguetes y siempre caigo en el bucle de decir en alto que los recordaba más bonitos, más divertidos y de más tamaño. Los busco porque lo que quiero es quedar un rato con aquella niña que cuidó sus cosas tan bien que me han llegado nuevas hasta hoy. Y cuando encuentro esos juguetes y me viene a la cabeza esa niña, le pido permiso para que me deje jugar con sus Pinypon un rato. Prometo dejarlo todo como lo guardó ella, intacto, para volver a jugar juntas cuando vuelva a casa la próxima vez.