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Sociedad

Sin faja ni sostén

Marcar como hito diario el desprenderse del sujetador es algo que las mujeres incorporamos en nuestra rutina sin ser conscientes del significado que tiene para nosotras ese gesto: cerrar el día

Sin faja ni sostén

Pablo Heimplatz | Unsplash

David Sedaris contó en una entrevista a la Cadena SER que una vez, en una firma de libros, una señora le dijo: “Has hecho que me vuelva a poner el sujetador”. El escritor se sorprendió porque no recordaba haber hecho ningún alegato a favor de esta prenda. La fan le aclaró que lo decía porque cuando llegaba a casa y se quitaba el sujetador, daba por finalizado el día, así que al enterarse de que Sedaris estaba firmando cerca de su barrio, volvió a ponerse el sujetador para ir a verle.

Marcar como hito diario el desprenderse del sujetador es algo que las mujeres —no sé cuándo ni por qué— incorporamos en nuestra rutina sin ser conscientes del significado que tiene para nosotras ese gesto: cerrar el día. He observado que entre las señoras esto de decir que te has quitado el sujetador da rotundidad a tu argumento. Una vez, una mujer amiga de mi familia me estaba contando el calor que había pasado en verano en su ciudad. “Pero mucho calor. Muchísimo”, me decía. Entró en una especie de competición con ella misma. Como esas señoras que te encuentras en la sala de espera del médico, que siempre tienen una fijación muy loca por entrar en el top 3 de enfermedades raras mundiales sufridas en sus propias carnes. El caso es que esta señora se empeñó en ilustrarme el calor que había pasado: “Más que tú, seguro, porque allí en el sitio ese donde vives es otro clima”, decía ella, muy precisa, buscando provocarme. El sol se había cebado con ella, no había duda, y no sería yo la que hiciera más sangre del asunto. Me dijo los grados que había tenido que soportar; las horas que pasaba irremediablemente en la calle y las veces que tenía que ducharse al día porque no había manera de aguantar el bochorno. Yo me hacía la sorprendida. Y no negaré que me estaba dando cierto gusto ver dónde llevaba aquello, así que le continuaba preguntando cosas para que ella pudiera seguir con la fantasmada. Cuando la sufridora ya no encontró más medidas con las que hacerme entender el calor que casi se la lleva por delante, cuando había agotado todas las hipérboles posibles, por fin dijo: “Con decirte que un día me puse el vestido, salí a la calle sin sujetador, ¡y que sea lo que Dios quiera!”.

“Ahora nos entendemos. Un calor infernal. Un calor para ir en tetos”, pensé. La coletilla “¡y que sea lo que Dios quiera!” me golpeó un poco por dentro. ¿Qué será lo que podría querer Dios para ella por haber salido a la calle sin sujetador? Realmente nada. Pero eso da igual. Para ella, quitarse el sujetador era un acto tan de supervivencia como de rebeldía.

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«¡Y que sea lo que dios quiera!» | Foto: Womanizer WOW Tech | Unsplash.

Me gusta la relación amor-odio que tienen las señoras con su ropa interior y me encanta cuando alguna desconocida se siente con la confianza para contarme sus anécdotas. El año pasado, estando en una zapatería de Barcelona eligiendo unas sandalias para una boda, coincidí con una señora que estaba allí para lo mismo que yo. Como a mí el don de la practicidad no se me ha otorgado, estaba pifiándola bastante eligiendo modelo, así que la mujer intervino para ayudarme a decidir.

Después, ella se compró unos taconazos que yo no aguantaría puestos ni para hacer el recorrido de mi sofá a la puerta de la calle, así que cuando vio mi sorpresa, me dijo:

—Yo los tacones los aguanto bien y no tengo problema, pero las fajas… No sabes la cantidad de fajas que llevo compradas.

Pensé que lo decía porque no daba con su faja ideal, así que como me interesa mucho el tema, le pedí más información.

—No es porque no sepa elegirlas —me aclaró ella—. Lo que pasa es que me la pongo para la ceremonia, la medio aguanto en el banquete y en cuanto llega el baile, voy al baño y la tiro. Voy a faja por boda.

Me fascinó la habilidad para desprenderse de una prenda que todas las mujeres que conozco intentan amortizar. También que a ningún fabricante se le haya ocurrido lo de las fajas reductoras de usar y tirar. Me dio la risa y le expliqué la razón: para llegar a ese nivel de desafecto fajil y abandonar su faja en una papelera sin mirar atrás, seguro que hubo un proceso de negación, de intentar aguantar la faja todo el baile. O, lo que es peor, de intentar encajar sus fajas en esos bolsos rígidos y minúsculos con forma de concha dorada que llevan las señoras en las bodas. A la mujer también le hizo gracia su propio recuerdo:

—Si tú vieras qué shows montaba yo con la faja… Una vez hasta se la metí a mi marido en el bolsillo de la americana, y el pobre ahí, con mi faja asomando todo el baile. Vamos, que no, que ya voy al baño y que le den a la faja.

A ver si va a ser esta clave de la madurez: dar por terminado tu día cuando te quitas el sujetador e inaugurar una noche de fiesta cuando te deshaces, sin remordimiento, de tu faja.

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