¿Cómo acaban las epidemias? La historia nos dice que las enfermedades remiten pero es raro que desaparezcan
Llegará un momento en el que la COVID-19 no sea la amenaza acuciante de tipo pandémico que es hoy. Es probable que se convierta en una enfermedad endémica, que implicaría que seguiría habiendo una transmisión lenta pero persistente
¿Cuándo terminará la pandemia? Es probable que durante todos estos meses en los que la COVID-19 ha dejado un saldo de 37 millones de contagiados y más de un millón de muertos en todo el mundo nos hayamos preguntado, con irritación creciente, cuánto más durará esto.
Desde el principio de la pandemia los epidemiólogos y los especialistas en salud pública se han valido de una serie de modelos matemáticos de previsión como parte del esfuerzo para frenar la expansión del coronavirus.
Pero realizar modelos de evolución de enfermedades infecciosas es complejo. Los epidemiólogos advierten de que estos modelos «no son bolas de cristal», y que incluso en sus versiones más sofisticadas, como por ejemplo aquellas que integran previsiones o técnicas de aprendizaje automático, bien pueden no revelar cuándo acabará la pandemia o cuántas personas terminarán muriendo.
Como historiadora especializada en enfermedades y asuntos de salud pública sugiero que, en lugar de mirar hacia el futuro para encontrar las claves de esta pandemia, volvamos la vista hacia el pasado para ver qué hizo que remitieran (o que no lo hicieran) brotes anteriores.
¿En qué punto de la evaluación de la pandemia nos encontramos?
En los primeros días de la pandemia mucha gente tenía la esperanza de que el virus simplemente se esfumara. Algunos defendieron que el virus desaparecería por sí mismo con el calor del verano, y otros afirmaron que la inmunidad de rebaño acabaría con él cuando se infectara al número suficiente de personas. Pero nada de eso ha ocurrido.
Los distintos esfuerzos de las autoridades sanitarias por contener y mitigar la pandemia[contexto id=»460724″] (desde protocolos estrictos en lo relativo a la realización de test y rastreo de contactos a la implantación de la distancia social y la obligación de llevar mascarilla) han demostrado su utilidad. Sin embargo, y dado que el virus se ha extendido a prácticamente todos los rincones del mundo, parece claro que esas medidas por sí solas no acabarán con la pandemia. De ahí que todas las miradas se dirijan a las vacunas, cuyo desarrollo se está realizando a una velocidad sin precedentes.
Sin embargo, los expertos afirman que, aun con una vacuna eficaz y un tratamiento efectivo, la COVID-19 bien podría no desaparecer. Aunque la pandemia se esté venciendo en algunos lugares del mundo, seguirá apareciendo en otros, donde continuarán produciéndose contagios. Y aunque llegara un momento en el que la COVID-19 no fuera la amenaza acuciante de tipo pandémico que es hoy, es probable que se convirtiera en una enfermedad endémica (lo que implicaría que seguiría habiendo una transmisión lenta pero persistente). En ese caso, el coronavirus seguiría provocando brotes, de forma similar a como lo hace la gripe estacional.
La historia de las pandemias está llena de ejemplos frustrantes.
Una vez que surgen, las enfermedades rara vez se erradican
Ya fuera de tipo bacteriano, vírico o parasitario, prácticamente todo patógeno infeccioso que ha afectado a la humanidad en los últimos milenios continúa con nosotros debido a que es casi imposible erradicarlos.
La única enfermedad que ha sido erradicada a través de la vacunación ha sido la viruela. Las campañas de vacunación masiva lideradas por la Organización Mundial de la Salud en las décadas de los sesenta y setenta tuvieron éxito, de modo que en los ochenta se la declaró la primera (y hasta ahora única) enfermedad humana en ser totalmente erradicada.
Sin embargo, las historias de éxito como la de la viruela son la excepción. La regla general es que las enfermedades que llegan lo hacen para quedarse.
Tomemos como ejemplo el patógeno de la malaria. Se transmite a través de un parásito, es casi tan viejo como la humanidad y aún así sigue suponiendo un enorme problema sanitario: en 2018 se registraron en todo el mundo 228 millones de casos y 405.000 muertes. Desde 1955 los programas para erradicar la malaria, apoyados por el uso de DDT y cloroquina, han logrado avances, pero aún así la enfermedad sigue siendo endémica en muchos países del denominado Sur Global.
Del mismo modo, otras enfermedades como la tuberculosis, la lepra o el sarampión llevan con nosotros muchos milenios. Y a pesar de todos los esfuerzos, la erradicación inmediata no constituye en ninguno de los casos un horizonte cercano.
Para tener una imagen completa de la cuestión epidémica habría que añadir a esta lista una serie de patógenos relativamente jóvenes como son los virus del sida, del ébola, de la influenza así como coronavirus como el SARS, el MERS y SARS-CoV-2, que provoca la COVID-19. Las investigaciones sobre el impacto global de las enfermedades infecciosas (muchas de las cuales se dan en países en vías de desarrollo) muestran que éstas provocan cerca de un tercio de las muertes en el mundo.
Hoy, en la era de los desplazamientos aéreos globales, el cambio climático y las perturbaciones del medio ambiente, estamos en todo momento expuestos a la amenaza de nuevas enfermedades infecciosas. Pero al tiempo seguimos sufriendo muchas de las enfermedades viejas, que continúan vivas y activas.
Y es que una vez que se añaden al repertorio de patógenos que afectan a las sociedades humanas, la mayoría de las enfermedades infecciosas se quedan con nosotros.
La peste provocó epidemias en el pasado… Y sigue habiendo rebrotes
Incluso las infecciones para las que ya tenemos vacunas y tratamientos efectivos siguen cobrándose vidas. Quizá no haya ninguna enfermedad que pueda ayudarnos a ilustrar mejor esto que la peste, la enfermedad infecciosa más mortífera de la historia. De hecho, su nombre sigue siendo aún hoy sinónimo de horror.
La peste está provocada por la bacteria Yersinia pestis. En los últimos 5.000 años ha habido innumerables brotes locales y al menos tres epidemias documentadas que acabaron con la vida de cientos de millones de personas. La epidemia más destacada de todas fue la llamada Peste Negra, ocurrida a mediados del siglo XIV.
Y es que la Peste Negra no se limitó a un solo brote. La enfermedad iba reapareciendo cada década, o incluso con mayor frecuencia. Cada una de estas veces golpeó a unas sociedades ya muy debilitadas, y con ello se cobró su peaje de muertos durante al menos seis siglos. Es más: antes de la revolución sanitaria que tuvo lugar en el siglo XIX, cada brote de peste se iba debilitando con el paso de los meses (o a veces de los años) como consecuencia de los distintos cambios en lo referente a temperatura, humedad y disponibilidad de huéspedes, vectores y personas susceptibles de enfermar.
Algunas sociedades se recuperaron relativamente rápido de los estragos provocados por la Peste Negra, pero otras jamás lo hicieron. Por ejemplo, el Egipto medieval jamás pudo reponerse del todo de los efectos persistentes de la pandemia, que se cebó de forma particular con su sector agrícola. La epidemia provocó un descenso acumulado de población del que el país nunca se repuso. Esto hizo que el sultanato mameluco de Egipto entrara en decadencia y que en menos de dos siglos fuera conquistado por los otomanos.
Esta peste bacteriana capaz de tumbar naciones aún hoy sigue con nosotros y nos recuerda la gran persistencia y la resiliencia de los patógenos.
Afortunadamente el COVID-19 no durará milenios, pero hasta que se desarrolle una vacuna efectiva (e incluso después de eso) nadie podrá considerarse a salvo. En este punto la política tiene un papel fundamental: cuando los programas de vacunación se descuidan, las infecciones pueden resurgir con fuerza. Sirvan como ejemplos el sarampión y la polio, que han resurgido cuando los esfuerzos de vacunación se han relajado.
Con esos antecedentes históricos, tanto modernos como antiguos, lo único que puede esperar la humanidad es que el coronavirus que provoca la COVID-19 sea un patógeno tratable y erradicable… Pero la historia de las pandemias nos enseña que haríamos bien en esperar justo lo contrario.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.