Un exalcalde de El Puerto de Santa María fue a visitar la residencia de ancianos una noche de reyes. Se presentó allí con toda la comitiva del ayuntamiento, Melchor, Gaspar y Baltasar y unas cornetas que sonaron para anunciar su llegada. Una cosa muy sencilla. Imagina ser esos ancianos. Estás tranquilamente dormitando con Juan y Medio de fondo, tienes en la mano las cartas de la partida que comenzaste hace dos semanas y te despiertas con eso, con el señor alcalde y tres hombres con capa entrando al ritmo de cornetas.
El buen hombre, el alcalde, digo, que no tenía mucha capacidad de improvisación y prepararse un discurso era mucho lío, pensó que era apropiado comenzar su aparición diciendo:
—Estamos hoy aquí, con estas personas que están en el umbral de la muerte, sin esperanza para la vida…
Lo que vino después de ese arranque ni me importa ni pedí que me lo contaran, porque mejor que eso no hay nada. Me hizo muchísima gracia el poco filtro, y estoy segura de que la mayoría de esos ancianos, por no decir todos, no se escandalizó lo más mínimo con esas palabras. La explicación a mi teoría es sencilla: pertenecen a una generación a la que le han inculcado la muerte con la misma naturalidad que la vida.
Todas las abuelas manchegas que he conocido tenían una coquetería austera. Si llegaba algún día especial, se compraban algún vestidito sin extravagancias que usaban durante años. La moda les daba bastante igual porque lo importante para ellas no era ir a la última sino “decentes”. Es decir, aseadas y con ropa sin desgastar. Ahora bien, las abuelas manchegas no estaban preocupadas por sus modelitos en la tierra, porque vivían pensando en su outfit del más allá. Todas las mujeres mayores que he conocido en La Mancha tenían preparada su mortaja y a la familia avisada de dónde estaba el ato.
Estas señoras eran como los corresponsales de guerra, que tienen siempre el pasaporte y una maleta de mano a punto por si tienen que irse corriendo. Era una forma de control absoluto de su imagen más allá de su existencia. Y como en esta época los maridos —de las que estuvieran casadas— no sabían ni dónde tenían los calzoncillos, entiendo perfectamente que las abuelitas evitasen en medida de lo posible el esperpento de conjunto que les eligiese el esposo para presentarse ante Dios. Como eran unas talibanas de la previsión, también preparaban la mortaja del marido por si ellas se iban antes. Y la que no se la preparaba al consorte despertaba la sospecha de estar tramando quedarse viuda.
La abuela de una amiga, mancheguísima ella, cada vez que se acatarraba le recordaba a mi amiga dónde estaba su maleta de corresponsal. Esa maleta guardaba un traje sobrio minuciosamente planchado que, dependiendo de la futura difunta, podía ser un conjunto negro o el hábito de la virgen o santa de la que era devota; un rosario y unos zapatos nuevos, lustrosísimos. Siempre me imaginé a San Pedro como un portero de discoteca, tumbando la entrada de la gente por llegar a su garito en zapatillas. Un garito lleno de abuelas manchegas en lista vip. Por guapas. Por reinas. Por bienvestías.
Las abuelas manchegas de mi época no tenían mucho dinero, pero lo administraban estupendamente. Comían siempre en casa, guardaban unos ahorrillos para la propina de los niños y pagaban religiosamente “el seguro de los muertos”, que iba a cobrarlo un señor casa a casa. Otra vez la muerte en lo cotidiano. Otra vez esa obsesión por dejarlo todo atado y bien atado. Una vez más ese no querer dar incumbencias ni en el día de su muerte.
Si había muerto en el pueblo, las señoras ya tenían evento social para dos días, y en el fondo lo gozaban un poco. El día del duelo, iban en tropel a la casa del difunto y esa noche ya contaban con pasársela en vela. Las más animadas iniciaban el rezo del rosario, una llevaba la voz cantante y las amigas hacían los coros. Las que tenían una relación más estrecha con la familia doliente se presentaban en la casa con una olla de cocido para los familiares, un termo de café para aguantar bien la noche y dulces caseros. Esto se sigue haciendo. El hit de esos caterings funerarios son las magdalenas recién hechas y los montaditos de lomo a la plancha que sacaban a deshora. Porque oye, el muerto al hoyo y el vivo, ya se sabe. Como decía un tío de mi madre: “Si se ha muerto, peor para él”.
Cuando también se ejercitaba bien la relación con la muerte era en la fiesta de Todos los Santos. Cerca de este día, muchos niños manchegos nos enterábamos de que esas flores “tan bonitas” que había cultivado la abuela eran “flores de los muertos”. Ayudábamos a cortarlas y a hacer los ramos, y pedíamos una tarde libre en el colegio para ir al cementerio con la abuela y sus vecinas a limpiar lápidas. En plural. Porque una vez cargada la bayeta y el Cristasol, las señoras limpiaban la lápida de sus difuntos y las de todos los que estaban alrededor. Todo por alargar más el encuentro.
En ese momento te enseñaban el camino para saber dónde estaba la lápida de tus antepasados y te contaban lo importante que era ir a visitarla. Y ya puestas, aprovechaban la cuña publicitaria para recordarte que ahí mismo se enterrarían ellas. A mí me parecía algo muy tétrico, pero ahora sé que a ellas les daba cierta tranquilidad saber que, también en la otra vida, tendrían un techo bajo el que descansar y una visita de vez en cuando. El colmo de esta normalidad se lo lleva la abuela de otra amiga, que se compró la lápida antes de que ella y su marido siquiera enfermasen. La montó enterita y sólo dejó en blanco la fecha de sus muertes. Iba esporádicamente a limpiar su propia tumba y a sacarle brillo a las letras de sus nombres. Para ella era como el que limpia su segunda residencia aunque de momento no tenga pensado irse de vacaciones.
Al fin y al cabo, era el destino para el que ya tenía hecha la maleta desde hacía años.