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Sociedad

Che, che, che, documentación, los papeles del camión

Che, che, che, documentación, los papeles del camión

Gabe Pierce | Unsplash

Estar delante de una autoridad me bloquea. No sé hablar mi propio idioma ni entiendo lo que me dice. Lo oigo todo como “bla, bla, bla, blu, bla”. Así que empiezo a interpretar libremente y la lío.

Me pasó hace poco cuando fui a pasar la ITV de mi coche. Tampoco es que el técnico sea una autoridad, pero sé que me está haciendo un examen y eso me tensa. Cuando empieza a darme instrucciones, le tengo que pedir trece veces que me lo repita, porque no lo entiendo y porque así gano tiempo para procesar la orden.

En los centros de la ITV hay mucho ruido. Siempre me toca a la vez que algún camión y oigo menos que un pez frito. No le veo bien la cara al técnico para leerle los labios y ahora con la mascarilla para mí eso es un circo de ocho pistas. “Pon el intermitente”, me decía el hombre. Yo tocaba el claxon. “Luz de cruce”. Yo pisaba el freno. “Pisa a fondo el acelerador”. Y yo concentradísima en pisarlo en punto muerto y no llevármelo por delante.

Mi top de liarla parda delante de una autoridad está en los controles de tráfico. Ahí hago una exhibición a lo Cirque du Soleil, con sus cabriolas y todo, de lo tonta que puede llegar a ser una persona.

En 2007, me fui de vacaciones a Portugal con cuatro amigas de Madrid. El padre de una de ellas nos dejó el coche y recorríamos el país desde Oporto al Algarve. Íbamos turnándonos al volante y todo transcurría estupendamente, sin problemas. Una noche, volviendo de cenar, me tocó conducir a mí. Íbamos, como siempre, las cinco en el coche, todas muy formalicas y yo no había bebido ni una gota de alcohol. Todo en orden. O eso creía.

A lo lejos, vi un control de policía y empezó a cundirme el pánico hasta el punto de que empecé a cambiar las marchas fatal y el coche empezó a dar tirones. Le di a los limpias sin querer, al ir a quitarlos encendí las largas y al quitar las largas y pretender apagar los limpiaparabrisas, puse los antiniebla. Intenté apagar la radio, pero no sabía ya ni dónde tenía la mano derecha, así que la dueña del coche, que iba de copiloto, contagiada por mis nervios, puso a Enrique Iglesias aún más alto. Y así me planté ante esos dos agentes, que me faltó tocar el claxon y que sonase “la cucaracha, la cucaracha ya no puede caminar”.

La pareja de policías esperaba atónita a que bajara la ventanilla y verle, al fin, la cara al mono conductor, que era yo. Pero yo estaba muy concentrada en intentar callar a Enrique Iglesias, que seguía sonando a todo trapo cantando “DÍMELO, DÍMELO POR QUÉ ESTÁS FUERA DE MÍ Y AL MISMO TIEMPO ESTÁS MUY DENTRO”.

No encontraba el botón del elevalunas, así que decidí que mejor abría la puerta. Los policías me dijeron que no hacía falta que saliese del coche. Así que después de tocar todos los botones, bajé el cristal.

Y Enrique seguía a lo suyo a grito pelao. “Dímelo sin hablar, y hazme sentir todo lo que yo ya siento”.

Me preguntaron por qué iba con las luces largas y los antinieblas, y ganas me dieron de decirle que dieran gracias que ese coche no tenía sirena ni luces de neón, porque posiblemente también las hubiese encendido al verlos. Intentando quitar las largas, apagué las luces del todo. Así que creé un ambiente más íntimo.

Luego, me preguntaron de dónde era, y yo, con un tono que intenté que sonase a portugués -no me preguntéis por qué hice esa estupidez-, contesté que de Horcajo de Santiago. Sé que no esperaban algo global como “ciudadana del mundo”, pero noté el desconcierto ante tanta precisión. Y es que lo que me pasa es que, si estoy delante de una autoridad, tengo que decirle la verdad y la verdad, para mí en ese momento, era ésa. Y todavía suerte que acerté a decirles eso, porque podría haberles respondido que del Atlético de Madrid.

«I have the papeles of my friend’s daddy car en el apartment. Moito cerca from aquí»

Me empezaron a pedir papeles, papeles de un coche que no era mío sino del padre de mi amiga. Papeles que nos habíamos dejado en el apartamento. Mientras yo les intentaba explicar esto en un portugués que no sé hablar, decidí usar el inglés mezclado con español. Acabé explicándoles en llanito, como si yo fuese de Gibraltar, que I have the papeles of my friend’s daddy car en el apartment. Moito cerca from aquí.

Dijeron algo que no entendí. Ni entendí ni oí, porque en ese coche seguíamos con la música como si estuviésemos en el Bershka, así que saqué la cabeza por la ventanilla y dije muy alto: «Una Coca-Cola». No porque pensase que estaba en el McAuto, sino porque en mi razonamiento sólo existía la posibilidad de que me preguntasen qué había tomado para tratar de averiguar si es que iba borracha o es que era así de imbécil.

Y, mientras tanto, Enrique pidiendo más: “Dímelo suave, dímelo fuerte, dímelo por fin de una vez…”

Los agentes me iban preguntando cosas, se apartaban un poco del coche, comentaban algo y se descojonaban. Luego me pidieron mi carnet de conducir y documentación y, supongo, que dedujeron que sólo eran nervios y alguna neurona de menos, así que me apagaron ellos los antinieblas y me ordenaron que continuara, pero que la próxima vez no olvidara los papeles.

Al irnos, el más joven nos deseó feliz estancia en Portugal y riéndose dijo que le gustaba mucho Enrique Iglesias. “Me gusta de ti, lo mucho que me gustas”. Debió de responder el propio Enrique Iglesias desde la radio del coche.

“Obrigado”, atiné a decir. Boa noite. Subí la ventanilla. Me concentré mucho para salir de allí sin chillar ruedas y se me caló el coche. Risa nerviosa. Arranqué y me fui.

Desde entonces, quiero mucho a Enrique Iglesias. Pero no, Enrique, no pienso subirte más la radio, ya te la subí una vez.

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