Crónica de una explosión en Madrid
El accidente en el número 98 de la calle de Toledo deja al menos cuatro muertos, una decena de heridos y el «milagro» de las vidas ‘salvadas’
Y la Puerta de Toledo acordonada y los coches de policía y las ambulancias y los camiones de bomberos y los bomberos entrando y saliendo y las llamas y el humo y las tiendas de campaña y las cámaras de televisión en disputa y a codazos por los planos y los agentes pidiendo por favor, no pasen de la línea, y una mujer de unos cincuenta se acerca a mí con lágrimas en los ojos y la voz entrecortada y desesperación y angustia y me dice que su madre está en la residencia de ancianos y no sabe de ella y quiere saber y anoto su nombre y me pide que cualquier cosa que sepa, cualquier cosa, por favor, dime, y algo dentro se rompe porque el primer rumor, el primero, es la residencia de ancianos y allí la explosión y lo que faltaba, y a nadie –nadie– aquí se le escapa que algo muy grave ocurre porque no salta por los aires un edificio todos los días y los casquetes llegan a cien metros y los vecinos han oído algo parecido a una bomba.
Los curas dijeron a la mañana aquí huele a gas y llamaron a David, el amigo de la parroquia, el electricista, el esposo y padre de cuatro hijos y David revisó la caldera y el reloj todavía no marcaba las tres de la tarde cuando… sonó algo parecido a una bomba, o como creemos que suena una bomba, y nadie pensó que, realmente, fuera una bomba –tan así olvidamos ETA, el 11M, el yihadismo–. Un instante y el edificio al desnudo, sin fachada, como la imagen de un bombardeo… y no fue en la residencia de ancianos ni en el colegio, sino en el noventa y ocho de la calle de Toledo, donde la Parroquia de la Paloma. David tenía 35 años y era electricista y feligrés y padre de cuatro hijos y murió allí dentro junto al padre Rubén, de 36 años y ordenado desde junio, que sufrió fracturas y quemaduras y no lo consiguió aun cuando apareció de entre los escombros y salió por sí mismo del edificio y llegó al Hospital de la Paz con vida. Su hermano presbítero estuvo allí y pudo despedirse y le dio la extremaunción.
Al cabo de uno o dos minutos, los vecinos salieron a la calle y se preguntaron qué ha pasado y vieron la columna de humo y el fuego y los cascajos, y los bomberos del parque ubicado a un par de calles salieron disparados y temieron multitud de muertos y que el edificio de hormigón armado no resistiera; y la dependienta de un hotel a quinientos metros pensó que la explosión fue allí mismo; y dos auxiliares del Centro de Pontones, a tres o cuatro minutos a pie, escucharon un impacto tan fuerte, aun cuando estaban dos plantas bajo tierra, que sospecharon un accidente de metro; y el dependiente de una mantequería –seguimos en la zona– cuenta que los cristales temblaron, las tarrinas temblaron, igual que en un terremoto; y las paredes tronaron en la casa de Jesús, que vive a una calle y acababa de comer y se había sentado en el sofá y estaba viendo la televisión y tronaron las paredes y escuchó un golpe que no era seco y reconoció fácilmente el grito de unas chicas y se asomó a la ventana y las chicas corrían y las aceras y la calzada eran polvo y más polvo y casquetes… y salió a la calle con ánimo de ayudar y descubrió tras la fachada desnuda del edificio la silueta de un hombre que pudo ser el vecino del edificio que regenta como conserje: un médico jubilado, colaborador de la parroquia, que a la una y media salió de allí sin imaginar que un acto de rutina como regresar a casa para la comida le salvaría la vida.
Los políticos llegan y los periodistas preguntan y Ayuso dice que es un «milagro» –aun por las cuatro muertes, aun por la decena de heridos– porque el gas estalló desde un lado y no desde otro, que habría alcanzado a la residencia de ancianos, y porque Filomena provocó un giro inesperado: los profesores no permitieron a los niños salir a jugar al patio contiguo al edificio por el hielo acumulado y eso les salvó de la lluvia de cemento y ladrillos y muebles –allá abajo terminaron una cama y una bañera–.
Al día siguiente, Jesús revisa la caldera de su edificio con una cautela que la mañana anterior habría parecido impropia –que si el agua, que si la presión– y la Puerta de Toledo tiene el tráfico de costumbre y apenas la calle del suceso sigue cerrada y no hay tantos policías ni tantos bomberos ni tantos periodistas y ahí están los técnicos y una grúa y los drones ante un noventa y ocho para el derribo y pienso en aquella mujer y en el mal trago y en que no volví a verla, ni a decirle nada, y en que la vida sigue para tantos de un modo que no tuvo por qué serlo.