We the People: Enrique Tarrio, el afrocubano que dirige a los Proud Boys
Primera entrega de la sección ‘We the People’, en la que mes tras mes presentaremos a los personajes más estrambóticos de la sociedad estadounidense. Hoy es el turno del afrocubano que lidera una organización ultraderechista
El 14 de noviembre, diez días después de las elecciones presidenciales, Alex Jones, dueño de un portal de información alternativa llamado InfoWars y «el hombre más paranoico de América» según la revista Rolling Stone, dejó caer su orondo corpachón por Freedom Plaza. Allí, en el corazón de Washington, alguien había montado un escenario desde el cual una activista trumpista, Kylie Jane Kremer, arengaba a miles de seguidores del todavía presidente. El orden del día dictaba que tras escuchar a varios oradores aquella masa de gente marcharía por la Avenida de Pensilvania en dirección sudeste hasta el edificio de la Corte Suprema. Una vez allí exigiría a sus jueces, tres de los cuales debían el cargo a Donald Trump, la anulación de la victoria electoral de Joe Biden.
Cuenta el periodista Luke Mogelson, quien estuvo aquel día en Freedom Plaza, que los planes de Kremer se fueron al traste en cuanto Jones apareció en el lugar armado con un megáfono y gritando improperios contra «las élites globalistas» y «ese agente chino llamado Biden». El dueño de InfoWars, famoso por sostener que el ataque contra las Torres Gemelas fue cometido por el gobierno estadounidense, por afirmar que la masacre de Sandy Hooks nunca sucedió y por acusar a Hillary Clinton de «asesinar personalmente» a niños, se hizo inmediatamente con la atención de la concurrencia. Una vez convertido en protagonista alzó el puño y gritó: «¡La marcha empieza ahora!».
Debido a la importancia de la jornada, y ante la perspectiva de toparse con activistas antifascistas a lo largo del recorrido, Jones había decidido aumentar su cohorte de guardaespaldas. A los machacas habituales se sumaron, aquel 14 de noviembre, una docena de tipos vestidos de negro. Eran miembros de un grupo llamado Proud Boys. Y entre ellos, cuenta Mogelson, desfilaba nada más y nada menos que el líder de la organización: un moreno de origen cubano llamado Enrique Tarrio. «¡Abajo con el estado en la sombra!» clamó, a su lado, Jones. «¡La respuesta a su 1984 es 1776!».
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A Tarrio no le gusta que definan a los Proud Boys como una organización política. En una entrevista con la periodista Paola Ramos, de Vice, emitida en agosto del 2019 afirmó que el grupo solo es «un club del bebercio con inclinaciones políticas». Dijo algo parecido siete meses antes, en una cafetería de Florida, cuando la periodista local Meg O’Connor encendió su grabadora: «Es un club del bebercio cuyos miembros se suelen reunir para hacer barbacoas o ir de camping».
Esta descripción, sin embargo, no casa con la puesta en escena de los Proud Boys. El grupo, que cuenta con miles de miembros repartidos a lo largo y ancho del país organizados en torno a secciones locales, sale a la calle cada vez que tiene ocasión y cuando no se está manifestando a favor de Trump está contramanifestándose frente a una convocatoria de carácter izquierdista. La descripción tampoco casa con las peleas que han protagonizado sus integrantes con colectivos antifascistas o con activistas de Black Lives Matter. Ni con la mención de honor pronunciada por el mismísimo Trump durante el primer debate presidencial, cuando presionado por Biden para que condenara al grupo el Donald contestó: «Stand back and stand by». O sea: «Dad un paso atrás y manteneos alerta». Y la descripción de Tarrio no casa, desde luego, con la que manejan organizaciones antirracistas como Southern Poverty Law Center o Anti-Defamation League. La primera sostiene que los Proud Boys son un «hate group», un grupo cuyo principal objetivo es «promover la animadversión, la hostilidad y la maldad contra personas de otra raza, religión, orientación sexual, etnia o que arrastren alguna discapacidad». La Anti-Defamation League no va tan lejos, pero sí dice que el grupo que lidera Tarrio es «extremadamente conservador, islamófobo y misógino».
Curiosamente, todo empezó como una suerte de broma. Una broma impulsada por un hípster tocapelotas de ascendencia escocesa llamado Gavin McInnes que lleva tatuada la palabra «DESTRUCTION» en la espalda. McInnes comenzó a coquetear con las audiencias en los años 80, cuando tocó en una banda punk llamada Anal Chinook. Luego, en 1994, fundó Vice –sí: Vice– junto a Shane Smith y Suroosh Alvi, que siguen siendo los jefazos del medio de comunicación. McInnes no, claro. Él abandonó la nave entre el 2007 y el 2008 –las fuentes no son claras– debido a «diferencias creativas» con Smith y Alvi.
Unas «diferencias creativas» agudizadas por todas las veces que se pasó de frenada. Como cuando en 2002 dijo alegrarse, en declaraciones a un periódico neoyorquino, de que todos los hípsters de Williamsburg fuesen blancos. O como cuando un año después recibió la visita de Vanessa Grigoriadis, entonces reportera del New York Times, y soltó lo siguiente: «Me encanta ser blanco y creo que es algo de lo que sentirse orgulloso. No quiero que nuestra cultura se diluya, y por eso hay que cerrar las fronteras y hacer que todo el que se encuentre aquí asuma la forma de vida occidental, blanca y anglosajona».
Después de abandonar Vice, McInness se dedicó a dar tumbos combinando la publicación de artículos más o menos incendiarios («Transphobia is Perfectly Natural») con apariciones en películas, documentales y tertulias. También buceó en el ecosistema de los podcasts, sacó un libro y se convirtió en colaborador habitual de Fox News, la ultraconservadora Taki’s Magazine y el ya citado portal de Alex Jones: InfoWars. El personaje público construido para la ocasión oscilaba entre el provocador que busca tensar los límites impuestos por el buen gusto y el ultraderechista con un deje racista. En otras palabras: McInness se convirtió en un referente para la derecha alternativa estadounidense. La alt-right, vaya.
Y en esas estaba cuando, en otoño del 2016, decidió anunciar en Taki’s la creación de una fraternidad compuesta por «chovinistas occidentales que no quieren pedir perdón por haber creado el mundo moderno». Bautizó el grupo como Proud Boys. «Chicos Orgullosos», en castellano de Valladolid. Al principio su actividad no arrastraba mucha ciencia; cada pocas semanas McInness convocaba a sus seguidores –docenas de hombres jóvenes– en un bar de Manhattan, daba una charla sobre las bondades de ser un hombre occidental, alzaba la pinta al grito de «the West is the best!» y acto seguido se largaba a su casa –donde le esperaba su mujer, Emily Jendrisak, de raíces indias– mientras la chavalería se daba a la bebida y terminaba, de cuando en cuando, a golpes con alguien.
Como era de esperar, la prensa mainstream no tardó en catalogar a los Proud Boys. El nombre de la fraternidad comenzó a citarse acompañado de la etiqueta «nacionalistas blancos»; una etiqueta que a veces escalaba hasta la categoría de «supremacistas blancos». Y a McInness se lo llevaban los demonios. «Si nos llamas nazis –le soltó al periodista Andrew Marantz el día antes de la inauguración de Trump en una fiesta para celebrar la misma– te parto la cara». Después quiso explicarse: «Mira, tío, a mí la raza blanca no me importa; me importan los valores occidentales». Y esos, añadió, no tenían que ver ni con la raza ni con la orientación sexual de nadie. Horas antes McInness había mandado al carajo a un periodista japonés que le preguntó por el concepto de «poder blanco».
Pero sus explicaciones calaron solo hasta cierto punto. Muchos periodistas, al escucharle, respondían preguntando por su amistad con Richard Spencer, el «nacionalista blanco» –según su propia definición– que preside el think tank racista Instituto de Política Nacional. Tampoco ayudó a matizar nada lo ocurrido en Charlottesville en agosto del 2017, cuando un mitin organizado para protestar contra la eliminación de la estatua del general confederado Robert E. Lee terminó como el rosario de la aurora y con una contramanifestante llamada Heather Danielle Heyer muerta. Al mitin acudieron todo tipo de ultraderechistas, incluyendo simpatizantes del Ku Klux Klan, neonazis y varias milicias. Es cierto que los Proud Boys no asistieron de manera oficial porque días antes McInness decidió desvincularse del acto. No obstante, los periodistas presentes identificaron a varios de sus miembros y, lo que es más grave, identificaron a uno de los organizadores del evento, Jason Kessler, como un Proud Boy. (McInness dijo haber expulsado a Kessler de la organización previamente debido, precisamente, a su visión racista de la vida, a lo que Kessler respondió que McInness solo era un hipócrita preocupado por su reputación.)
Aunque McInness logró capear el temporal desatado en Charlottesville, terminó desvinculándose de los Proud Boys un año después, en otoño del 2018, tras un acto celebrado en Nueva York que culminó con varios de los suyos arrestados por pegarse con contramanifestantes. Se fue a su manera, claro: dijo que se «retiraba», haciendo el gesto de las comillas con los dedos, porque sus abogados le habían sugerido que esa era la mejor manera de ayudar a los detenidos. En todo caso, pensaron muchos entonces, con 48 años ya iba siendo hora. Y sea como fuere, su marcha no conllevó la disolución de una fraternidad cuya fama había trascendido la frontera geográfica del noreste; una fraternidad que, además, hacía tiempo que no se dedicaba solo al bebercio.
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Enrique Tarrio asumió el liderazgo de los Proud Boys pocas semanas después de que Gavin McInness se quitara de en medio. El periodo de transición corrió a cargo de un siniestro abogado texano llamado Jason Lee Van Dyke que posteriormente abandonó los Proud Boys con la intención de unirse, sin éxito, a un grupúsculo neonazi conocido como The Base (en su solicitud de ingreso alegó que los Proud Boys censuraban a los miembros que, como él, no querían judíos en Estados Unidos). Finalmente, Tarrio fue designado mandamás por un «consejo de sabios» formado por ocho personas. Una elección curiosa. A fin de cuentas, el afrocubano llevaba menos de año y medio formando parte de la fraternidad.
Los datos públicos no aclaran cuándo nació Tarrio. La Wikipedia, sin ir más lejos, ofrece tres fechas: 1983, 1984 y 1985. Se sabe, no obstante, dónde: en un emblemático barrio de Miami llamado Pequeña Habana. Fue el lugar escogido por sus padres, dos cubanos que habían abandonado la isla huyendo del régimen castrista, para criar al retoño.
Cuando le preguntan por su infancia, Tarrio suele explicar que creció en una casa llena de parientes que se tiraban el día hablando de política. O sea: echando pestes del socialismo. Él, sin embargo, estaba a otras cosas y fueron esas otras cosas, concretamente birlar una moto de 55.000 dólares, las que desembocaron en una sentencia que le obligó a ofrecer servicios comunitarios durante tres años. Cuando terminó de saldar su deuda con la sociedad decidió casarse con su novia de entonces, mudarse a una zona rural del norte de Florida y ponerse a criar gallinas. Tiempo después llegó el divorcio y con él un regreso a Miami que terminó con Tarrio cumpliendo año y pico de cárcel en una prisión federal. Le habían pillado revendiendo por Internet tests para diabéticos robados.
Al salir optó por seguir la estela de sus padres y se embarcó en la etapa de su vida que cambiaría todo. Montó un par de negocietes relacionados con la fabricación de dispositivos de seguridad y comenzó a participar en las dinámicas políticas de Florida bancando a un multimillonario neoyorquino recién llegado a la escena conservadora: Donald Trump. (Más adelante combinaría ambas vertientes montando una tienda online llamada 1776, el año de la Declaración de Independencia, que ofrecía, entre otros productos, una camiseta con el lema «Pinochet did nothing wrong», o sea Pinochet no hizo nada malo, estampado en ella.)
Era por tanto cuestión de tiempo que Tarrio se topara con los Proud Boys, cuya sección en Florida ya estaba en marcha. Dicho encuentro tuvo lugar en mayo de 2017 durante una fiesta organizada por el polémico comentarista Milo Yiannopoulos, quien por aquel entonces llevaba un par de años dominando parte de la conversación política estadounidense gracias a su trabajo en el portal ultraderechista Breitbart News. Al parecer la fiesta se celebró en una casa decorada con mensajes como «Deport Your Local Illegal» o «Feminism is Cancer». Deporta al inmigrante ilegal de tu pueblo y ojo cuidado con el feminismo porque es un cáncer, básicamente.
Allí, en la fiesta organizada por Yiannopoulos, nuestro protagonista conoció a Alex Gonzalez, un tipo que llevaba meses metido en los Proud Boys y que invitó a Tarrio a unirse al grupo tras saber de su afición por la verborrea de Gavin McInness.
En la entrevista que concedió hace un par de años a la periodista local Meg O’Connor, y que terminó apareciendo en el semanario Miami New Times, Tarrio explicó por qué decidió unirse a la fraternidad. «Los Proud Boys aplauden el espíritu emprendedor y quieren abolir el sistema de prisiones». Un sistema, añadió, que no busca la reinserción de nadie. Además, claro, estaba lo de hacer campaña por el Donald. «Los Proud Boys quieren que Estados Unidos vuelva a ser un lugar maravilloso y Trump es el presidente que necesitamos para abandonar el hoyo en el que nos han metido Obama y Bush».
Aquella sección local de los Proud Boys, que hasta la llegada de Tarrio no era gran cosa, creció exponencialmente entre mayo del 2017 y su elección como líder nacional en noviembre del 2018. Un crecimiento que vino acompañado de varias polémicas a escala estatal ya que los periodistas locales, al interesarse por el asunto y bucear en las redes sociales del grupo, no hacían más que toparse con todo tipo de comentarios ofensivos cuya diana solía ser, casi invariablemente, el movimiento feminista, la izquierda, los homosexuales y las personas transexuales. Comentarios a los que Tarrio, al ser preguntado por O’Connor, restó importancia recurriendo a la libertad de expresión. Algo así como: yo no estoy de acuerdo con todo lo que se dice en nuestros chats y comunidades virtuales, pero la libertad de expresión es sagrada y quién soy yo para decirle a nadie que no diga esto o aquello.
Una de los motivos por los que Tarrio pasó de ser un simple integrante de la sección de Florida a líder nacional fue un viaje a Portland realizado en junio del 2018. Allí el afrocubano se enfrentó a un grupo de antifascistas y la cosa terminó a guantazo limpio. Y eso, terminar a guantazos con un enemigo, es requisito fundamental para escalar en una organización que, con este tema, vuelve a hacer gala de una cierta esquizofrenia. Porque a ver. Oficialmente los Proud Boys solo aceptan el uso de la violencia para defenderse de una agresión pero, al margen del relativismo que implica una declaración semejante, McInness se ha tirado años diciendo que calentarse el hocico es una forma particularmente eficiente de resolver problemas y Tarrio, por su parte, ha compartido memes presumiendo de matonismo. ¿Bravatas? ¿Retórica provocadora? Sí, hasta que llega la manifestación o contramanifestación de turno y se lía la de San Quintín.
Es, en resumen, un grupo difícil de clasificar dentro de lo obvio, y lo obvio es que los Proud Boys son una fraternidad de extrema derecha. Pero más allá de esa vaguedad empieza la confusión. Hay quien se quita de líos y los tilda de racistas que coquetean con el supremacismo blanco. Un argumento, éste, que no termina de encajar con el hecho de que su fundador esté casado con una señora de raíces indias ni, tampoco, con el hecho de que su líder actual sea afrocubano. Y, sin embargo, hay miembros que, en cuanto rascas, resulta que persiguen la implantación de un IV Reich en América. Sería el caso del siniestro abogado texano o el del organizador del mitin en Charlottesville. ¿Entonces…?
Quizás la anécdota que mejor explica la naturaleza de los Proud Boys es la que protagonizó el FBI hace un par de años, coincidiendo con el ascenso de Tarrio al poder.
Resulta que durante una presentación para poner al día al departamento de policía de Clark County los agentes federales definieron a los Proud Boys como un grupo «extremista» al que había que tratar igual que a cualquier milicia. Y las milicias, ojo, son palabras mayores. Muchos periodistas entendieron la categorización del FBI como la confirmación de sus peores temores. Vale, se dijo a sí mismo el entramado plumilla, entonces teníamos razón: los Proud Boys son extremistas de ultraderecha. Sin embargo, cuando algunos medios hicieron la llamada de rigor para despejar todo atisbo de duda el agente especial encargado de vigilar a los cachorros de McInness se vio obligado a matizar: «No podemos definir a todo un grupo de personas. Solo podemos centrarnos en los individuos que dentro de ese grupo practican la violencia, se embarcan en algún tipo de actividad delictiva o suponen una amenaza para la seguridad nacional».
En otras palabras: en los Proud Boys hay un sinfín de derechistas cansados de tener corrección política hasta en la sopa que se vienen arriba en el chat de Telegram, se meten con según qué minorías cuando se han tomado la tercera cerveza y se dan al macarreo cuando andan en grupo. Pero peligrosos, lo que se dice peligrosos, solo alguno que otro. Nada que ver con las milicias o con grupúsculos como The Base.
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El 6 de enero, que fue el día en que una muchedumbre trumpista asaltó el Capitolio con la intención de detener el nombramiento presidencial de Joe Biden, Enrique Tarrio faltó a su cita con la Historia. No era su intención, pero le arrestaron dos días antes al aterrizar en el aeropuerto de la capital. Las autoridades le acusaron de haber cometido actos vandálicos en diciembre –quemó una pancarta de Black Lives Matter expuesta en la fachada de una iglesia– y le metieron en un avión de vuelta a Florida.
Solo era el primer movimiento contra el actual líder de los Proud Boys. El segundo llegó el 28 de enero envuelto en una exclusiva de la agencia Reuters. En el primer párrafo está todo: «Enrique Tarrio, líder del grupo extremista Proud Boys, fue informante de la policía en el pasado y trabajó de incógnito para los agentes tras su arresto en 2012, según un antiguo fiscal y la transcripción de una corte federal a la que ha tenido acceso Reuters». Es decir: Tarrio, según esta filtración, fue durante años un confidente de la policía. Y gracias a él, por lo visto, hubo unas cuantas personas que terminaron entre rejas.
Tarrio ha dicho que no recuerda nada al respecto. Una declaración flojita, flojita que no llega ni a desmentido. Mal asunto. Ahora queda por saber cómo se lo han tomado sus muchachos. De momento solo hay rumores, pero no son buenos.