We the People: Christopher Knight, el hombre que pasó 27 años sin hablar con nadie
En la segunda entrega de la serie ‘We the People’ hablamos de Chris Knight, un tipo que en 1986 decidió ocultarse en un bosque de Maine para vivir al margen del mundo
– ¿Fecha de nacimiento?
– Diciembre, el 7, de 1965
– ¿Edad?
– Mmmm. ¿Qué día es hoy?
– Hoy es 4 de abril de 2013
– Entonces tengo 47 años
– ¿Dirección?
– Ninguna
Era la una y media de la madrugada del 4 de abril del 2013, jueves, cuando Christopher Thomas Knight se topó de bruces con la linterna de Terry Hughes, el guarda forestal que le había pillado in fraganti abandonando una de las cabañas del campamento de verano –entonces desierto– ubicado a orillas de un lago cerca de la frontera canadiense. Sospechando que había un intruso merodeando por la zona, minutos antes de encontrarse con Knight el guarda forestal había llamado a la policía. La agente Diane Perkins-Vance no tardó en aparecer. Fue ella quien le interrogó.
-Bueno, pues si no tiene una dirección, ¿dónde recibe el correo?
– No recibo el correo
– ¿Qué dirección pone cuando rellena la declaración de la renta?
– No hago declaración de la renta
– ¿Le envían, entonces, un cheque por discapacidad?
– No
– ¿Dónde está su vehículo?
– No tengo
– ¿Con quién vive usted?
– Con nadie
– Pero vivirá en algún lugar: ¿dónde?
– Vivo en el bosque
La respuesta hizo que Vance y Hughes cruzasen una mirada. ¿En el bosque? Los inviernos en Maine no son ninguna broma; húmedos, largos y oscuros. Con sol la temperatura roza los cero grados. Sin él puede situarse perfectamente en los veinte bajo cero, cuando no por debajo. Una semana de acampada invernal se considera una proeza.
– ¿Y desde cuándo vive usted en el bosque?
– Desde hace décadas
– ¿Sabe el año?
– Mmmm. ¿En qué año explotó el reactor de Chernóbil?
– 1986
– Entonces llevo en el bosque desde 1986
Knight fue arrestado esa misma noche tras confesar que sí, que era él quien llevaba años entrando a hurtadillas en el campamento de verano para robar comida, ropa y otros objetos. Conseguida la declaración de culpabilidad, Vance lo metió en su coche patrulla, arrancó y condujo durante tres cuartos de hora hasta llegar a la capital del estado, Augusta, donde el detenido fue llevado hasta un correccional poniendo así fin a diez mil noches a la intemperie.
*
Nada más preguntar por Chernóbil, Knight se enfadó consigo mismo. Se van a pensar –pensó– que soy un activista medioambiental pasado de vueltas o algo así. En efecto: en cuanto su historia apareció en el periódico local, Kennebec Journal, alguien la reprodujo en algún diario de tirada nacional y en cuestión de horas llegaron a Maine periodistas de medio país y una furgoneta con un equipo dispuesto a grabar un documental. Acto seguido la cárcel donde se encontraba comenzó a recibir llamadas, cartas y ofrecimientos. Un carpintero de Georgia se ofreció a reparar, gratis, la puerta de la cabaña en la que Hughes había encontrado a Knight. Otro tipo le ofreció una habitación en su casa en cuanto saliera libre. Hubo quien fue más allá y le ofreció, directamente, un terrenito en algún lugar remoto. También llegaron ofertas económicas sin compromiso de ningún tipo y una mujer hasta le propuso matrimonio.
Temiendo que alguien decidiese pagar su fianza, las autoridades aumentaron ésta desde los 5.000 dólares iniciales hasta los 250.000 dólares.
Como suele suceder en estos casos, detrás de semejante volumen de atención se escondía el afán por saber cuál era el mensaje que Knight quería transmitir al mundo. Muchos sospechaban que estaba loco, claro, y quienes no lo hacían sospechaban que algo tenía que haber pasado para tomar la decisión de quitarse de en medio durante tres décadas. En cualquier caso, existía un denominador común: la creencia de que aquel misterioso cuarentón se había largado a las profundidades del bosque respondiendo a algún tipo de principio ecológico y que, una vez allí, había aprendido secretos sobre lo divino y lo humano. La esperanza de una sociedad ávida de rara avis –una sociedad entregada al espectáculo– es que comenzara a revelarlos.
Pero Knight no abrió la boca. Se limitó a intercambiar monosílabos con sus custodios pasando de todos los demás y de las ofertas que le iban llegando. Si había algún mensaje en su cabeza, era el siguiente: «Dejadme en paz». Costó un poco, pero la gente lo fue captando. También las docenas de periodistas desplazados hasta Augusta con orden de exprimir el limón. Algunos se dispersaron por voluntad propia. Otros lo hicieron tras una llamada de los jefes exigiendo cobertura informativa no muy lejos de allí, en Boston, donde al parecer se había registrado un atentado durante la maratón anual de la ciudad.
*
Cuando el ruido se apagó, un par de meses después, Michael Finkel, un periodista que había seguido la historia de Knight desde la distancia, decidió escribirle una carta en la que establecía los paralelismos que había encontrado entre ambos. Finkel llevaba entonces un cuarto de siglo viviendo en la Montana rural y era un amante del bosque, las excursiones y las acampadas. En su carta daba a entender que buscaba iniciar una correspondencia. También adjuntó un reportaje suyo reciente sobre una tribu de cazadores recolectores del oriente africano que, dijo, creía que podía interesarle.
La respuesta llegó una semana después. Eran 273 palabras repartidas en tres párrafos. Knight acusaba recibo, «obviamente», y se mostraba a favor de la correspondencia que le proponía Finkel porque eso podía ayudarle a combatir el tedio y el estrés que conllevaba el encierro carcelario. Su segunda carta fue algo más ambiciosa; ocupaba tres páginas y en ella explicaba que le costaba comunicarse con otros presos porque no sabía de qué carajo hablar. No obstante, admitía, estaba en el lugar que le correspondía porque llevaba 27 años hurtando en las cabañas de aquel campamento de verano y dónde debía estar un ladrón sino encerrado. En las siguientes cartas Knight expresó lo mucho que echaba de menos el bosque. Finkel estaba exultante. Aquel misterioso personaje se estaba abriendo. La cosa prometía… hasta que un buen día Knight dejó de escribir.
Eso llevó al periodista hasta la cárcel de Maine donde estaba encerrado. Al solicitar acceso se presentó, lógicamente, como un «visitante» que acudía a charlar con uno de los reos. Preguntado en calidad de qué, el plumilla respondió que de «amigo».
«Pocas veces en mi vida he visto a alguien menos contento de verme», escribió Finkel un año después en un largo reportaje publicado en la revista GQ. (Aquel reportaje dio lugar a un libro titulado The Stranger in the Woods.) Con todo, Knight –delgado, pálido y con una larga barba castaña muy poco cuidada– accedió a sentarse al otro lado del cristal y descolgó el teléfono negro con el que los presos se comunican con sus visitas. La conversación fue extraña. Finkel se mostró cordial y cercano; Knight ausente, monosilábico, frío.
– Encantado de conocerte, Chris.
Nada; como el que oye llover. Knight tenía la vista incrustada en algún punto más allá de Finkel. Pasaron diez segundos, veinte segundos, treinta segundos, sesenta segundos. Y nada. Aquel hombre parecía una escultura. El periodista volvió a intentarlo.
– Todo este ruido de puertas y pitidos. Qué chirriante. Nada que ver con estar ahí fuera, rodeado de naturaleza, supongo.
Entonces sí. Knight fijó la vista en los ojos de Finkel por primera vez.
– Es la cárcel.
Y se pusieron a hablar.
*
Knight tuvo una infancia decente. Según sus propios estándares, al menos. Nació en un hogar de Maine precedido por cuatro hermanos y seguido de una hermana con síndrome de Down. Su padre, fallecido en 2001, era un veterano de la guerra de Corea que después de prestar servicio se enroló en una fábrica de productos lácteos. Su madre, todavía viva, siempre ejerció de ama de casa. Clase obrera austera pero sin acercarse a la línea que divide al currela del necesitado, para entendernos. Coherentemente, pues Maine es una de las regiones más boscosas de Estados Unidos, la familia vivía en sintonía con la naturaleza. Los chavales buscaban leña para la chimenea, recolectaban frutas del bosque para hacer mermelada casera y jamás recurrieron a fontaneros o electricistas porque el padre era un ‘manitas’ capaz de salir del paso sin dejarse medio sueldo en el proceso. Eran ese tipo de gringos.
También era una familia eminentemente lectora, fruto de lo cual los cuatro hijos sacaron muy buenas notas en la escuela. Pero ante la sugerencia de formar parte de un clan de cerebritos, Knight matizó ante la grabadora de Finkel que nada más lejos. «Es mejor ser duro que fuerte y es mejor ser listo que inteligente». O sea, que la cualidad era ser persistente.
No obstante, Chris en particular era un chaval muy reservado. No acudía a fiestas, salía con sus compañeros de clase de manera muy ocasional y pasaba de clubes deportivos e historias de esas. Era un crío callado al que no le gustaba nada destacar, aunque lo hacía, un poco y muy a su pesar, por pasiva.
Al terminar la escuela cogió los bártulos y se marchó a hacer un curso de formación profesional relacionado con la electrónica en un instituto de la periferia de Boston. Dos de sus hermanos ya habían pasado por él y, más por inercia que por convencimiento, decidió seguir sus pasos. Nueve meses después encontró trabajo como instalador de alarmas en el mismo barrio, alquiló una habitación y se compró un Subaru blanco. Pero una mañana, cuando todo parecía indicar que Knight abrazaría, en cuestión de poco tiempo, la clase media ochentera característica de la América de Ronald Reagan, tomó un desvío que no era el que llevaba a su trabajo y puso –repentinamente– rumbo al sur.
No llevaba ningún destino en la cabeza. Iba en modo Forrest Gump. Avanzar, avanzar y avanzar. Sin prisa pero sin pausa y deteniéndose lo estrictamente necesario a echar cabezadas rápidas en moteles de mala muerte. Y así llegó hasta Florida, donde topándose con el mar dio media vuelta. Su recorrido hacia el norte sucedió de la misma manera: ciñéndose a la autopista interestatal atravesó Georgia, las Carolinas, Virginia y todo lo demás hasta llegar a su Maine natal, donde tomó la carretera que pasaba delante de su casa no para detenerse en ella sino para echarle un último vistazo antes de perderse por carreteras cada vez menos transitadas en la espesura del bosque. Tenía 20 años.
Y finalmente ahí, sentado frente a Finkel, Knight explicó el porqué de su decisión. Nada que ver con Chernóbil, los principios ecológicos o la necesidad de confinar una pulsión asesina. Era mucho más fácil que todo eso. Sencillamente quería estar solo.
*
Cuando las gentes de Maine conocieron, mediante la prensa, la historia de Knight, un tipo que había vivido 27 años por su cuenta y riesgo ahí fuera, en el bosque, no se la creyeron. Más allá de los inviernos habituales del lugar, con los que hay que andarse con ojo, entre 1986 y 2013 se registraron varias nevadas históricas como la Gran Tormenta de Hielo de 1998. ¿Sobrevivir a eso? Imposible.
Sin embargo, poco después del arresto los investigadores encontraron su campamento. Él lo había descrito como «una tienda de campaña», sin dar más detalles. Pero esos detalles importaban: la tienda, bastante amplia, contaba con varias capas y se encontraba ubicada en una suerte de claro arbolado encubierto por un manojo de rocas gigantescas. Eso es lo que había conseguido que la ‘residencia’ de Knight aguantara los peores envites de la Madre Naturaleza y, también, evitar ser descubierto por sus semejantes.
En cuanto a las necesidades básicas, que nadie se confunda. Knight no era un cazador; era un ladroncete. Durante sus primeros meses en el bosque deambuló un poco al tuntún buscando cabañas –en Maine hay muchas– en las que poder colarse para hacerse con todo tipo de alimentos (cuando Terry Hughes, el guarda forestal, se topó con él llevaba los bolsillos llenos de chocolatinas), ropa, utensilios destinados a la higiene personal y tanques de gas propano. Con el tiempo, sin embargo, descubrió que no muy lejos de su ‘residencia’ había un campamento de verano y lo convirtió en su lugar de abastecimiento.
En un momento dado, Finkel le preguntó si no se había aburrido nunca. Knight, tras meditar durante un buen rato, respondió que no, que se había pasado buena parte de esas tres décadas pensando y que pensar nunca le había resultado aburrido. Además, también sustraía libros de las cabañas, así que había leído lo impensable: escritos filosóficos, clásicos literarios, novelitas de andar por casa y revistas. Y aquello era, claro, munición para el pensamiento.
Por extraño que suene el párrafo anterior lo cierto, dice Finkel en el libro que escribió tras la publicación del reportaje, es que tiene todo el sentido del mundo: «Según una docena de estudios elaborados en diferentes latitudes, el campamento de Knight –un oasis de calma y tranquilidad– puede haber sido el lugar ideal para poner el cerebro a funcionar a máxima capacidad». Los estudios que cita exploran los efectos nocivos de la contaminación acústica. Todos ellos concluyen, invariablemente, que son peores de lo que pensamos. «En otras palabras –agrega el periodista– el silencio de la naturaleza nos hace más inteligentes».
*
La historia de Knight, quien tras ser declarado «mentalmente capaz» fue puesto en libertad y ahora reside con su madre en el viejo hogar familiar, cuenta con dos elementos sorprendentes que destacan sobre los demás.
El primero es el rol que jugó su familia tras esfumarse. Nunca denunciaron la desaparición. ¿Cómo es posible? La explicación es tan simple como difícil de entender: sostienen que hubiese sido una falta de respeto. En otras palabras: si su hijo y hermano, respectivamente, había decidido quitarse de la circulación, ¿quiénes eran ellos para interponerse en su deseo? (En Estados Unidos la gente de Maine tiene fama de ser particularmente reservada, y según los testimonios recogidos por Finkel entre conocidos de la familia –porque ésta se negó a hablar con él– los Knight eran demasié en ese aspecto incluso para los estándares locales.) De ahí que, al no haber denuncia, nadie le echara en falta.
El segundo elemento más sorprendente de lo normal tiene que ver con uno de los titulares que acompañan su historia (el que encabeza esta pieza, sin ir más lejos). El periodismo suele informar a la audiencia de que en la primavera del año 2013 se encontró a un hombre que llevaba cerca de tres décadas sin hablar con otro ser humano. Sin embargo, Finkel descubrió que esto no era del todo cierto. Knight sí rompió su silencio en todo ese tiempo… dos veces.
La primera ocurrió en los años noventa al cruzarse, en una de sus caminatas por lo más remoto del bosque, con un senderista al que saludó con un escueto «Hola» mientras continuaba su camino. La segunda fue dos meses antes de su arresto, cuando un pescador acompañado por su hijo y su nieto se topó con el campamento. El hombre, llamado Tony Bellavance, guardó el secreto al entender que lo único que buscaba aquel extraño era ser dejado en paz.