We The People: Dhoruba Bin Wahad, el Pantera Negra que puso en jaque al FBI
En la tercera entrega de la sección ‘We the People’ hablamos de Richard Moore, a.k.a. Dhoruba Bin Wahad, uno de los Panteras Negras que más quebraderos de cabeza causó entre las autoridades
Ra-ta-ta-ta-ta.
El techo del Triple-O, un garito ubicado en el corazón del Bronx, comenzó a soltar mierda sobre la treintena de personas congregadas en su interior. Tras la ráfaga de ametralladora, llegó la voz: «¡Callaos la puta boca!». Y luego, otra ráfaga más para subrayar que bromitas, las justas.
Eran cuatro asaltantes, todos negros. Tras ordenar al personal quedarse en pelotas, el líder del grupo, que era quien había agujereado el techo con un subfusil, indicó a sus acompañantes que se pusieran a saquear el sitio con minuciosidad. No había ninguna prisa. A fin de cuentas, el Triple-O era un tugurio conocido por ser el lugar al que acudir si uno buscaba un colocón o ganar unas perras apostando, o sea un lugar plagado de actividades ilegalidades, y a nadie se le iba a ocurrir llamar a la policía.
Todo iba según lo previsto hasta que el asaltante que se había quedado de vigía en la puerta comenzó a ver aparecer sirenas. Después supieron que un taxista había dado la voz de alarma tras verlos entrar en el local armados hasta los dientes.
Los agentes tardaron menos de un minuto en rodear el Triple-O, así que los asaltantes tampoco tenían muchas alternativas. O se liaban a tiros, o se entregaban o…
—¡Que todo el mundo se vuelva a poner su ropa! Hay un montón de maderos ahí fuera, así que vamos a mantener la calma y vamos a pretender que aquí no está pasando nada, ¿de acuerdo?
Un par de minutos después, cuando la policía entró en el local pistola en mano, los uniformados se toparon con una escena en la que algo no cuadraba. A priori, allí no pasaba nada. Todo el mundo parecía estar a su historia. Sin embargo, la concurrencia tenía cara de funeral. Un sargento empezó a preguntar si iba todo bien y la gente respondió que sí, claro que sí. Cuando estaban a punto de largarse, uno de los clientes no pudo más y exclamó que les estaban atracando y que los asaltantes estaban allí mismo, camuflados.
—Son ese, ese, ese y ese
Fueron detenidos ipso facto y trasladados a una comisaría cercana. Como no llevaban encima ningún tipo de identificación, comenzaron a interrogarles por separado. Era importante determinar si eran cuatro rateros o si eran algo más. Porque en la primavera de 1971, el momento del incidente, las organizaciones vinculadas al «poder negro» llevaban tiempo liándola pepina en Nueva York. Había que andarse con ojo.
Tres de los detenidos no abrieron la boca. El cuarto, sin embargo, cantó la traviata. Al hacerlo, los policías tuvieron que pellizcarse varias veces. No podían creer que Dhoruba Bin Wahad estuviese en una de sus celdas. Lamentablemente para Dhoruba, así era.
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Dhoruba Bin Wahad no siempre se ha llamado así. Cuando nació, el 30 de junio de 1944, sus padres, un negro de origen sureño llamado Collins Moore y una afrocaribeña llamada Audrey Moore, decidieron llamarle Richard Earl.
Richard Earl Moore creció, como tantos otros negros de su generación, en el gueto de una gran ciudad. A él le tocó el Bronx. Sus primeros recuerdos son más bien agradables, pero al cumplir once años las autoridades neoyorquinas decidieron construir una serie de bloques de viviendas de protección oficial –los projects, en jerga urbana gringa– no muy lejos de su casa, en una zona conocida como Morrisania. Como era de esperar, aquello cambió las dinámicas del barrio. Los projects se llenaron de familias negras y puertorriqueñas de ingresos muy bajos y, junto con la masificación del lugar y el consiguiente anonimato de sus gentes, el crimen y el macarreo se convirtieron en rutina.
Quién sabe qué hubiese sido del joven Moore si su padre no se hubiese marchado de casa, pero el caso es que nuestro protagonista se adentró en la adolescencia y en unas calles consideradas territorio comanche sin una figura paterna de referencia. Con lo cual, hizo lo que tantos otros chavales de barrio en sus mismas circunstancias: entrar en una pandilla. Según recoge el cronista T. J. English en su libro Savage City, una reconstrucción de la cara menos amable de Nueva York en los sesenta y setenta a través de varias historias personales, la de Dhoruba entre otras, en esa pandilla el chaval encontró «un sentimiento de pertenencia, un lugar en el que llenar de sentido su masculinidad, y una realidad que forjó su opinión de la policía de una manera que sería determinante en años venideros». Y es que la policía de la época, compuesta en su mayoría por agentes blancos de ascendencia italiana o irlandesa, no contenta con ser una de las instituciones más corruptas de la ciudad aprovechaba la carta blanca que les otorgaba la lucha contra el crimen para madrear a los chavales negros. Un madreo fruto del resentimiento histórico que una comunidad –blancos católicos de clase obrera– sentía por la otra. Pero esa es otra cuestión.
Con todo, en 1960 al chaval se le presentó una oportunidad de oro. La oportunidad de alistarse en el ejército dejando, así, la vida del gueto atrás. Si no para siempre sí, al menos, durante una buena temporada. Moore decidió aprovechar la ocasión y se plantó en Texas dispuesto a realizar la instrucción pertinente. La cosa, empero, no dio resultado. Al chaval le gustaban las armas y castigarse el cuerpo, pero lo de obedecer a sargentos chusqueros que se metían con tu madre era algo que llevaba bastante peor. En paralelo a sus problemas disciplinarios, intentó ganarse unas perras por la vía del contrabando. A la segunda pillada, y cansados los mandos de tanta tontería, le largaron. De vuelta en el Bronx, Moore escaló de rango dentro de su pandilla –los Disciples– con rapidez gracias a la experiencia con armas de fuego adquirida en el ejército.
Finalmente, en la primavera de 1962 pasó lo que tenía que pasar: Moore, que desde su vuelta al gueto rara vez salía a la calle sin una pistola del calibre 32, pasó junto a un amigo por el territorio de una banda rival. Cuando les salieron al paso, nuestro protagonista sacó la cacharra y se puso a pegar tiros. Aunque nadie resultó herido, esa misma noche, a eso de las dos de la madrugada, varios agentes de policía irrumpieron en su casa y se lo llevaron preso. Alguien le había denunciado. Acusado de asalto criminal con arma de fuego, fue condenado a cinco años de prisión.
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Moore fue trasladado a un correccional de menores y poco después a la infame penitenciaría de Comstock. Sostiene que, al margen de la ausencia de libertad, no percibió grandes diferencias con el mundo de afuera: los parias eran en su mayoría negros y latinos mientras que los guardias eran todos blancos. Las dinámicas del Bronx también se reproducían tal cual: los primeros aprovechaban la menor oportunidad para cuestionar la autoridad de los segundos y los guardias, por su parte, se dedicaban a putear a los reclusos.
Aquellos cinco años –cumplió la pena íntegra por mal comportamiento– ejercieron sobre Moore una influencia notable. Por un lado, sus propias condiciones de vida hicieron que desarrollara un enfado superlativo con todo lo que oliese a establishment; llegó al convencimiento de que la sociedad estaba podrida y que a él, por añadidura, le había tocado estar en la parte de abajo tragando sapos y culebras. Por el otro, y en paralelo, comenzó a adquirir conciencia política gracias a un preso negro convertido al islam llamado Mjuba. Fue él quien le pasó lecturas subversivas redactadas por intelectuales negros como el historiador J. A. Rogers o Malcolm X. Puesto de otro modo: Moore entró en contacto con la Nación del Islam.
Aunque en 1967 abandonó la cárcel siendo un hombre nuevo –tras el asesinato de Malcolm X, sucedido dos años antes, decidió rebautizarse como Dhoruba al-Mujahid bin Wahad–, a las pocas semanas de pisar su barrio se vio involucrado en un robo llevado a cabo por sus viejos camaradas pandilleros. ¿Volvería a las andadas? Temiendo lo peor, un regreso al calabozo, se quitó de en medio. Agarró el metro y se desplazó hasta el barrio de South Jamaica, en la otra punta de Nueva York, o sea en Queens, asumiendo que allí, en casa de su abuelo, no le buscaría nadie.
Nadie fue a buscarlo, efectivamente. O sí, según se mire. Porque poco después de plantar bandera en el nuevo barrio, Dhoruba se topó con un centro cultural pan-africano gestionado por miembros del Movimiento de Acción Revolucionaria, una organización conocida como RAM ubicada dentro del llamado «nacionalismo negro» cuya misión era asegurar, por la vía armada si fuese necesario, tierra suficiente para que los afroamericanos pudiesen, llegado el momento, fundar su propio estado.
A Dhoruba, cuya conciencia política se encontraba en proceso de formación, aquello le sonaba un poco exagerado. No obstante, cogió unos cuantos panfletos para mirárselos con calma. A fin de cuentas, las cosas no iban bien. El movimiento por los derechos civiles de los negros llevaba en marcha una década, pero en los guetos de las ciudades norteñas la vida de los negros era cada vez más difícil. ¿No acababan de liberar a un chaval, un tal George Whitmore Jr., que había pasado años a la sombra acusado de un doble asesinato que nunca cometió? ¿Y no es cierto que le habían acusado de hacer aquello sin ninguna prueba y, para más inri, ‘forzando’ la confesión? ¿No era aquel el enésimo caso parecido en poco tiempo? Visto lo visto, quizás la solución no pasaba por integrarse en la sociedad de los blancos sino por separarse de la misma.
El establishment, por su parte, parecía emperrado en confirmar sus sospechas. Ese mismo verano, apodado posteriormente «el largo y cálido verano de 1967», se registraron disturbios de carácter racial en varios puntos de Estados Unidos. Los más graves ocurrieron en Newark y Detroit, pero algunos barrios de Nueva York, como Harlem y zonas de Brooklyn, también dieron de qué hablar. En consecuencia, la policía organizó redadas, y en una de esas redadas cayó Dhoruba, que no había participado en la ola de disturbios, mientras se dirigía a la casa de un familiar. La cosa no pasó de una noche en el calabozo y seis meses de visitas al juzgado. Pero, como era de esperar, a raíz de aquello nuestro protagonista se radicalizó un poquito más.
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La conciencia política de Dhoruba terminó de aflorar en la primavera de 1968. Hasta entonces se había dedicado a leer panfletos, participar en alguna protesta suelta y estar atento a las noticias procedentes de California, donde unos fulanos que se hacían llamar Panteras Negras estaban agitando avisperos con bastante eficacia. La mayoría del tiempo, sin embargo, lo dedicaba a fiestear con su novia, una muchacha llamada Iris Bull, en el apartamento que ambos compartían en el East Village.
Hasta el 4 de abril de 1968. Aquel día, un día que empezó como cualquier otro, siendo de lo más normal, se encontraba trabajando en la imprenta que le pagaba el sueldo cuando alguien le preguntó si había escuchado las noticias.
—¿Qué noticias?
—Han asesinado a Martin Luther King
Dhoruba se quedó de piedra. El famoso reverendo nunca le había caído demasiado bien; le consideraba el líder de un movimiento sumiso que trataba de conseguir victorias morales mediante el apaleamiento de negros. Para un macarra del gueto que odiaba a la policía con todo su ser aquello era incomprensible. Incomprensible y lamentable. Precisamente, de ahí su sorpresa. ¿Se han cargado a ese tío? ¿No era ningún peligro para ellos y aun así se lo han cargado? ¿Pero por qué?
(Martin Luther King fue asesinado por James Earl Ray, un inadaptado social con una ristra de crímenes a su espalda que llegó a sentir admiración por políticos sureños de corte racista como George Wallace, ex gobernador de Alabama. Siempre se ha rumoreado que formó parte de una trama para terminar con la vida de King y que él solo se limitó a apretar el gatillo; una teoría que nunca ha podido demostrarse.)
Ese mismo día Dhoruba dejó su trabajo y se acercó hasta la sede que los Panteras Negras habían montado en Nueva York.
—¿Dónde tengo que firmar para formar parte de la organización?
—No tan rápido, brother. No te puedes unir así como así. Antes tienes que conocer el programa, y además tienes que asistir a clases de EP
—¿EP? ¿Y eso qué es?
—Educación Política. Consiste en aprender la historia desde una perspectiva negra. Aprender todo lo que no nos enseñaron en la escuela, ¿comprendes?
—Ajá. ¿Y dónde se imparten esas clases?
—Se imparten dos veces a la semana en la Universidad de Long Island, aquí en Brooklyn. Tienes que rellenar este formulario ahora y asistir a todas y cada una de las clases hasta que te aceptemos
Dhoruba le echó un vistazo al panfleto que le tendía aquel Pantera Negra. Había una lista de lecturas: Frederick Douglass, W. E. B. Du Bois, James Baldwin, Harold Cruse, etcétera. Los sospechosos habituales.
—Ya he leído algunos de estos libros antes
—¿Ah sí? Entonces partes con ventaja. ¿Cuál es tu universidad?
—El sistema penitenciario del estado de Nueva York
El Pantera Negra, gratamente impresionado, le apretó la mano.
—Todo el poder para la gente, brother. Estás en el lugar adecuado
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Tras el asesinato de Martin Luther King la actividad de los Panteras Negras, que no tenían ningún dilema moral con lo que viene siendo darse candela con la policía, se multiplicó. Surgieron tropecientas secciones –chapters, en jerga gringa– a lo largo y ancho del país llenas de militantes dispuestos a casi todo.
Semejante surgimiento se vio correspondido con un incremento de la represión por parte de los departamentos de policía que tenían que lidiar con guetos cada vez más politizados; politizados, además, en una dirección francamente antiamericana. Los altercados no tardaron en llegar. Persecuciones, tiroteos, etcétera. El episodio más grave tuvo lugar en Cleveland, cuando varios Panteras Negras y varios agentes de policía se dieron plomo. El resultado: siete muertos –tres y tres, más un viandante– y quince heridos.
Dhoruba, cuya primera misión para la sección neoyorquina de los Panteras Negras, fue la distribución del periódico de la organización, el Black Panther, ganó peso progresivamente en un ambiente cada vez más cargado.
Una tarde de agosto de 1968, la policía trató de arrestar a un Pantera Negra frente a la sede de la organización. El motivo era una gilipollez; algo así como tocar la bocina demasiadas veces. Y, claro, se organizó un tumulto de órdago. Esa misma noche, una patrulla recibió un aviso para investigar una «disputa doméstica» en el barrio de Crown Heights. Al llegar al lugar fue recibida a escopetazo limpio; los agentes resultaron heridos de gravedad y trasladados al hospital. La policía culpó a los Panteras Negras, pero estos negaron la autoría con unas declaraciones que no ayudaron a rebajar las tensiones: «No hemos sido nosotros porque si hubiéramos sido nosotros los cerdos estarían muertos».
En enero de 1969 volvió a registrarse un tiroteo entre –esta vez sí– Panteras Negras y policías. Sucedió en Harlem, cuando dos agentes se acercaron a un coche estacionado y fueron recibidos a tiros. No hubo que lamentar muertos, pero los dos Panteras Negras que abrieron fuego estaban acompañados por una muchacha, también de la organización, que fue apresada y apaleada en la comisaría. La foto de la chica, con la cara hinchada por los golpes, apareció en el siguiente número de Black Panther y encendió todavía más los ánimos.
Para entonces Dhoruba se había convertido en uno de los miembros más destacados de los Panteras Negras neoyorquinos (que ahora tenían dos sedes: la de Brooklyn y otra en Harlem). Se pasaba el día recorriendo la ciudad dando charlas, organizando recaudaciones de fondos y reclutando nuevos miembros. Tanta notabilidad tuvo sus consecuencias. Y es que Dhoruba, sin saberlo, terminó convertido en uno de los objetivos de dos operaciones encubiertas puestas en marcha, respectivamente, por la policía neoyorquina y por el FBI. Sendas operaciones llenaron a los Panteras Negras de informantes. Dhoruba caló a algunos; otros, empero, lograron engañarlo.
La labor de los informantes dio sus frutos poco después, el 1 de abril de 1969, cuando las autoridades organizaron una macro-redada que terminó con los huesos de Dhoruba y de otra veintena de camaradas en la cárcel.
Tras unos meses a la sombra, pudo volver a la calle con un estatus renovado. Empezó a viajar por todo el territorio estadounidense dando charlas y coordinando proyectos. En sus tours siempre había una parada obligatoria: California. Allí, los mandamases de la organización esperaban sus informes con ansia.
Con todo, su ascenso dentro del movimiento coincidió con el comienzo de las broncas internas. Sería muy largo de explicar qué llevó a los Panteras Negras a dividirse en dos facciones: la californiana, que podría considerarse la original, y la neoyorquina, quizás la más ambiciosa en el frente socio-político. Pero el caso es que hubo división, y cada vez mayor, debido a divergencias en la estrategia a seguir, al inevitable choque de egos y, también, debido a la citada operación encubierta del FBI. Una operación encubierta que no se limitó a llenar de espías las sedes de los Panteras Negras sino que también se dedicó a emponzoñar el panorama y a quebrar la sintonía entre sus miembros. El objetivo era conseguir pulverizar la organización desde dentro. Que ésta terminase disuelta cual azucarillo.
Los objetivos del FBI se cumplieron con creces cuando la facción californiana ejecutó no muy lejos de la Universidad de Columbia, en Harlem, a un joven Pantera Negra fiel a la facción neoyorquina llamado Robert Webb. Tras el atentado contra Webb, una parte de la facción neoyorquina se retiró. La restante, con Dhoruba al frente, se radicalizó. Si los hermanos de California querían guerra tendrían, ellos también, guerra.
El manual de guerrilla urbana escrito por el brasileño Carlos Marighella les sirvió de guía. Dhoruba decidió adoptar un perfil bajo, sumergirse en las catacumbas y dar zarpazos concretos, rápidos y viscerales en momentos puntuales contra objetivos previamente estudiados. Nada de improvisar. Había que ser precavidos.
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El asalto al tugurio del Bronx formaba parte de la campaña de «expropiación» que Dhoruba, ahora bajo las siglas del Ejército Negro de Liberación, una amalgama de grupúsculos compuestos por disidentes de los Panteras Negras que operaban de manera autónoma, llevaba semanas realizando. El objetivo de dichas «expropiaciones» era simple: conseguir dinero para financiar su particular revolución.
Tras enterarse de quién era uno de sus detenidos, las autoridades pasaron a la ofensiva. No solo le acusaron del intento de robo en el Triple-O. También le acusaron del asalto a la imprenta del periódico Black Panther unas semanas antes (y que se había cobrado un muerto) y, por añadidura, de dos incidentes ocurridos entre la noche del 19 de mayo de 1971 y la noche del 21 de mayo de 1971.
En el primero de esos incidentes, dos agentes de policía, Thomas Curry y Nicholas Binetti, encargados de vigilar la vivienda del fiscal general de Nueva York, fueron ametrallados en su coche patrulla. Sobrevivieron, pero quedaron tocados de por vida; Curry desfigurado y Binetti paralizado. Nadie vio nada, pero el crimen fue reivindicado menos de 48 horas después por «el Ejército Negro de Liberación» en una nota remitida al New York Post. El segundo incidente involucró a los agentes Waverly Jones y Joseph Piagentini; tras acudir a una llamada que resultó ser una trampa, ambos fueron ejecutados. El ataque fue reivincidado en una nota remitida a una emisora de radio local por un grupo autodenominado «Justicia Revolucionaria».
En el juzgado Dhoruba reconoció su participación en el asalto al Triple-O y en el asalto a la imprenta del periódico Black Panther, pero negó –y sigue negando– tener nada que ver con los tiroteos. La Justicia, apoyada en una testigo de credibilidad relativa pero también en el hecho de que el subfusil que cargaba en el tugurio del Bronx coincidía con el que se utilizó para ametrallar a Curry y Binetti, le encontró culpable del primer tiroteo. Fue condenado a cadena perpetua con opción de obtener la libertad condicional a partir del primer cuarto de siglo entre rejas.
(El segundo ataque, el que mató a Jones y Piagentini, fue llevado a cabo por otra célula del Ejército Negro de Liberación sin relación directa con Dhoruba y los suyos.)
Dhoruba Bin Wahad cumplió 19 años en prisión. Fue liberado gracias a los informes de prensa que afloraron a finales de los setenta; informes que arrojaban luz sobre el programa de contrainteligencia que el FBI había puesto en marcha contra, entre otros, los Panteras Negras. Convencido de que él había sido uno de los objetivos, y en efecto lo había sido, se puso manos a la obra para intentar demostrar que sus derechos civiles habían sido violados. Si conseguía probarlo, su sentencia podría considerarse nula. Y así fue: en marzo de 1990 un magistrado revisó su caso y certificó que, aunque tenía sus dudas sobre la inocencia de Dhoruba, el juicio no había sido limpio, ergo justo.
Cinco años después de volver a pisar las calles, en 1995, Dhoruba decidió demandar tanto al FBI como al Departamento de Policía de Nueva York. El gobierno federal, para evitar un circo mediático (y probablemente la revelación de unos cuantos secretos más), acordó pagar al militante negro medio millón de dólares. Dhoruba, que hoy continúa viviendo en Nueva York, ha puesto buena parte de ese dinero al servicio de la causa.