‘Superpoderes’ de la ansiedad: yo estoy ciego y tú eres de cristal
Parálisis, mudez, efecto túnel, delirio del vidrio… Las herramientas de tortura del trastorno de ansiedad son infinitas y tremendamente imaginativas. Estas son algunas de las piezas de este museo de los horrores
Me encontraba en la redacción (la de entonces, no hace tanto tiempo) cuando, de repente, quedé ciego. Es decir, dejé de ver aproximadamente unas cuatro dioptrías, las mismas que suman mis lentillas. Aunque era plenamente consciente de no haberlas perdido, me palpé nervioso los ojos con el dedo índice, lo moví alrededor del globo ocular, bajo el párpado, para cerciorarme de que las llevaba puestas. ¡Ya sabía yo que las tenía, pero, qué demonios, acababa de quedarme ciego! Volví a la pantalla: la veía a través de una espesa niebla; alcé la vista, relajé el ojo, me paré un instante a respirar hondo, me levanté y fui al baño, donde me apliqué un buen remojón. Sólo media hora después, mis cuatro dioptrías decidieron regresar por donde se habían ido.
Los inquilinos de los estratos superiores del Infierno desconocen que existen tormentos aún más refinados, círculos inferiores más cercanos a la fuente de calor. «Yo estaba habituada a vivir con la tristeza, pero no con la ansiedad», confesaba Espido Freire con motivo de la publicación de su De la melancolía. Cuestión de grados: la depresión es una luz azul o un «sol negro»; la ansiedad, una llama al rojo vivo. Ni siquiera el melancólico más experimentado está preparado para esta carga de la caballería ligera, a vida o muerte, que es la ansiedad, capaz de multiplicarse en sus efectos y de refinar las herramientas de tortura a medida que las vamos combatiendo. Son, dicho con toda la ironía posible, los ‘superpoderes’ de la ansiedad, una miríada de ‘habilidades’ adquiridas (cada uno las suyas) como, por ejemplo, la inaudita capacidad de perder la vista, porque sí.
Rosa Montero, a sus 17 años, no perdió exactamente la vista, pero sí la profundidad de campo. «Estaba viendo la televisión una noche, tras la cena, en el comedor vacío de la casa de mis padres, cuando de repente el mundo se alejó de mí, como si estuviera contemplando la realidad a través de un telescopio». El ‘efecto túnel’ es una diablura medianamente habitual de la ansiedad, como tantas otras que tienen que ver con la visión: escotomas, desenfocados… El cuerpo nos toma de rehén y dialoga a su manera con la psique en un juego del teléfono escacharrado en el que apenas ocupamos el lugar de oyentes, sin voz ni voto. Andrew Solomon, autor de El demonio de la depresión, narra cómo, además de perder la capacidad de moverse durante sus primeros ataques de pánico, se vio privado también del habla: «Estaba tendido en la cama, muy quieto, pensando en el acto de hablar e intentando explicarme cómo debía hacerlo. Movía la lengua, pero no emitía ningún sonido: había olvidado cómo se habla».
La parálisis es un clásico. Muy lejos del prototipo ansioso, incluso mi padre, por mor del estrés laboral, quedó un buen día atornillado a la silla del despacho. Hasta allí nos dirigimos sus hijos para celebrar con bromas la recién adquirida pérdida de movilidad. Le duró aún algunos minutos. Entonces, yo desconocía siquiera el nombre de este trastorno de trastornos (ansiedad) que, años después, me llevaría a caminar por el centro de Madrid como si me hubiesen engrilletado con bolas de plomo o, en lugar de encontrarme en plena Gran Vía, estuviera ascendiendo el K2 sin oxígeno.
«Los efectos que la mayoría de las personas relatan acerca de la ansiedad que sienten suelen ser: nerviosismo, agitación interna, temblores en las extremidades, principalmente en las manos pero también en las piernas, taquicardias, contracturas cervicales, mareos, sensación de desvanecimiento, acidez estomacal, náuseas, falta de apetito, insomnio, falta de aire y respiración, dolores de cabeza, etc». Pilar Gil Díaz, psicóloga de Terapia y Emoción, se ha encontrado en su quehacer con «efectos secundarios menos frecuentes» como «pérdida de memoria, parálisis facial o de alguna extremidad o la mitad del cuerpo, migrañas crónicas hasta el punto de sentir una incapacidad en las rutinas diarias o solicitar bajas laborales, vómitos, pérdida de peso considerable por la acidez estomacal o reflujos, ganancia de peso por usar la comida como un regulador de la ansiedad sintiendo que la ingesta del alimento nos eliminaría el nerviosismo, crisis convulsivas, desplazamientos de las comisuras de los labios, tics faciales principalmente en los ojos o en la boca, carraspeos sin motivo justificado continuos, despersonalización que hace que te sientas alejado del propio cuerpo o mirarte las manos y no sentirlas tuyas, falta de equilibrio con miedo a caerse por la calle o en espacios amplios como los centros comerciales, las avenidas amplias o las autopistas».
Presa del pánico, Silvia Plath aseguraba sentirse como en el «ojo de un huracán», mientras que Emily Dickinson veía su ansiedad «como un funeral en mi cerebro».
Abismos a nuestros pies, vértigo sobre superficies planas, necesidad imperiosa de vomitar, castañeteo de dientes… Tchaikovsky sintió en su primer intento de dirigir sus propias obras «que su cabeza caería de lado a menos que luchara por mantenerla erguida». Este tipo de fantasías crueles, tan complejas de comunicar, son, eso sí, fecundas en lo metafórico. Presa del pánico, Silvia Plath aseguraba sentirse como en el «ojo de un huracán», mientras que Emily Dickinson veía su ansiedad «como un funeral en mi cerebro». «Y entonces una tabla se rompió en la razón», añadía. ¿Quién no teme haber perdido la chaveta cuando, como Solomon, su esfínter se retrotrae a la infancia y le obliga a hacérselo todo encima en plena calle, un día normal, sin haber comido camiones de kiwi?
Para cada uno de los ansiosos, la enfermedad confecciona un traje a medida. «La diferencia de sintomatología en cada persona depende de varios motivos -señala Pilar Gil-. Cada persona canaliza las emociones principalmente desde una parte de su cuerpo a veces muy conectada con una emoción. De ahí que las migrañas están muy relacionadas con el estrés, el nerviosismo, las preocupaciones, las tomas de decisiones. La presión en el pecho o dolor en el pecho puede estar relacionado con la culpa, la tristeza, la desolación, el estrés. Las náuseas y los vómitos están relacionados a veces con las emociones de asco, rechazo, abuso sexual, estrés, pero también de tristeza. Las contracturas cervicales pueden estar asociadas con la tensión, el miedo, la rabia, la impotencia, la frustración, al igual que el bruxismo».
Robert Burton, loco enciclopedista de las enfermedades del alma (Anatomía de la melancolía), detallaba ya en el siglo XVII un buen puñado de ‘superpoderes’: «Creen que son enteros de cristal y por lo tanto no soportan que nadie se les acerque, o que son enteros de corcho, ligeros como plumas; otros se creen pesados como el plomo; algunos tienen miedo de que se les caiga la cabeza encima de los hombros, creen tener ranas en el estómago…». El «delirio de vidrio», al parecer, contaba ya con una larga prosapia en tiempos de Burton. Sin ir más lejos, el cervantino licenciado Vidriera adquirió esta cualidad precisamente tras una profunda depresión.
Manías y fobias convergen de manera dramática en la ansiedad, donde cada fantasía tiene su correlato somático. Presa del pánico, el ansioso, a diferencia del hipocondríaco, no imagina que muere, sino que en efecto ‘muere’, se siente morir. Siendo así, hacen faltan enormes capacidades dialécticas para acallar un espejismo tan perfectamente diseñado. Ningún trastorno más poderosamente paradójico que éste, en el que jugamos a ‘luz de gas’ con nosotros mismos, incapaces de separar el grano de la paja, de recolocar los muebles. «Si existe el infierno en la tierra, cabe encontrarlo en el corazón del melancólico», añadía Burton. Melancolía que, en la actualidad, dividimos entre depresión y ansiedad, hermanas bien avenidas, de esas que se prestan la ropa. La comorbilidad está ampliamente contrastada. Si usted es depresivo, enhorabuena, acaba de comprar muchas papeletas para desarrollar un trastorno de ansiedad. Y viceversa.
El ansioso, a diferencia del hipocondríaco, no imagina que muere, sino que en efecto ‘muere’, se siente morir.
La pandemia y el confinamiento han creado un buen caldo de cultivo para el desarrollo de problemas mentales. Según los estudios, siete de cada diez españoles refirió algún tipo de trastorno. «El aumento en el volumen de casos por ansiedad con el paso de los años ha ido creciendo, pero es cierto que a raíz de la aparición del Covid, desde aproximadamente mayo – junio del 2020, el aumento de casos por ansiedad, trastorno obsesivo compulsivo por la limpieza causado por el miedo al Covid, ha sido cada vez más alto, generando muchas listas de espera tanta en los centros de salud mental como en los gabinetes de psicología privados», explica Pilar Gil. Y añade: «Es bastante lógico que la privación de libertad, la sensación de un año o años perdidos, la pérdida de trabajo, los duelos especialmente por familiares, parejas y / o conocidos por Covid, el estrés laboral creado por el teletrabajo con ausencia de límites para el descanso, la convivencia con la pareja y los familiares, la ausencia y reducción en las reuniones sociales, el miedo por el contagio y contagiar a seres queridos ha hecho que aparezcan síntomas en las personas, los cuales les generan malestar y les hacen pensarse e ir a terapia o al menos informarse. Debemos saber y ser conscientes que el Covid ha generado una pandemia sanitaria, la cual está desencadenando una pandemia de salud mental y emocional que durará más tiempo».
Cuando la ansiedad se cronifica, disparando en todas direcciones, la ‘aventura’ comienza al salir de casa. Asoma entonces la agorafobia, un ‘síndrome de la cabaña’ elevado a la enésima potencia. De vuelta del Beagle, tras haber singlado cuantos océanos hay en la Tierra, Charles Darwin, presa de infinidad de síntomas psicosomáticos que sus numerosos médicos jamás lograron dotar de sentido unitario, se encerró durante casi cuatro décadas en casa. «Poca gente habrá llevado una vida más retirada que nosotros», anotó en sus memorias. En mayo de este año, el Colegio Oficial de Psicología de Castilla y León advertía de que la pandemia había disparado las consultas por agorafobia en Valladolid. A esta hora, una generación taquicárdica y desempleada lidia con las benzodiacepinas en el país más consumidor de tranquilizantes del mundo. Muchos ni siquiera tienen un motivo de peso para salir de casa.