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Sociedad

De la censura al autosabotaje: los senderos de la castración

Silicon Valley se ha convertido en el viejo cura del pueblo. Aquel que, como en ‘Cinema Paradiso’, dictaba los recortes de las películas por una moralidad en la que sólo confiaban él y cuatro beatas arrugadas. Javier Jaén, ilustrador del cartel de la última película de Almodóvar, lo sabe bien

De la censura al autosabotaje: los senderos de la castración

Michael Dziedzic | Unsplash

El hecho de que un grupo de poderosos determinen lo bueno y lo malo no debería sorprendernos a estas alturas. La humanidad ha digerido atrocidades tan huecas de sentido, que a veces resulta sorprendente que los espejos tengan la decencia de devolverle su reflejo. 

Ya hubo un tipo, hará no pocos años, llamado Milgram, que logró demostrar «la extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad». A lo largo y ancho de estas tierras baldías, la autoridad puede requerirnos infinidad de cosas; dinamitar una choza en Palmira aunque haya niños dentro, indignarse porque al hijo de Superman le guste darse el filete con los chicos, no comer con las manos o ahorcarnos a diario con corbatas en la oficina… sea como fuere, si ya hemos sometido nuestro espíritu a ese poder de antemano, es casi seguro que obedeceremos. Pero lo más curioso es cómo, de entre todas esas autoridades, las hay que nos vienen dadas, las hay que elegimos libremente y las hay, la mayoría de hecho, a las que ni nos damos cuenta de rendir pleitesía. Esta última resulta la más práctica de todas. Tal y como decía Huxley, «en una época de tecnología avanzada, la ineficacia es un pecado contra el Espíritu Santo» y ¿qué puede haber más eficaz que un gobierno mundial compuesto por siervos amantes de su servidumbre? 

¿Qué puede haber más eficaz que un gobierno mundial compuesto por siervos amantes de su servidumbre?

Érase una vez en unas lejanas tierras áridas bañadas a diario por el sol y la brisa del mar en la que se extendía un pequeño imperio repleto de jardines artificiales y casoplones del Monopoly. Este extraño lugar, situado al sur de la Bahía de San Francisco, era el hogar de singulares seres; leprechauns con sandalias y calcetines, gnomos hormonados con chalecos a plumas y ninfas veganas con traje pantalón, poseedores todos ellos de infinitos tesoros. El reino se llamaba Silicon Valley y allí, como decían algunos de sus muchos reyes, «el dinero se concentraba» y el poder se ejercía. Sus ejércitos, compuestos en su mayoría por caballeros-binarios y soldados-software esponsorizados por Apple, Netflix, Google y sobre todo Facebook, expandían su poder en más del 60% del planeta. Habían superado ya a Gengis Khan, a Alejandro Magno, incluso a Felipe II, el que quería todo el mundo. Pero su conquista no había sido someter a sus súbditos, doblegarlos a latigazos y amenazarlos con la extinción, sino brindarles la oportunidad, gozosa y bienhallada, de que ellos les regalasen sus vidas. Y así, como Saladino hizo penetrar la peste en Jerusalén para conquistarla, los sultanes de la Silicon, alquimistas de las adicciones, crearon lo que se llamó nomofobia. Que, vale, tenía más que ver con engancharse al teléfono móvil que con ser un yonki de las redes e internet, pero la definición se había dilatado ante la demanda de una categorización nominal aceptable. 

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¡Por la doble moral! | Foto: Austin Distel | Unsplash

Y, en fin, aquí estamos ahora, en los límites más elevados de la civilización, dejando que un nuevo poder infecte la sociedad con el virus de la nomofobia y dicte lo que es bueno o malo en la Tierra. 

La censura, como la propaganda, han sido los mecanismos más disfrutados por los altos mandos para extender su forma de ver el mundo. Ante la segunda, que no alcanzó su máximo potencial hasta que un brillante hombrecillo con cara de necrófilo llamado Goebbels le exprimió todo el jugo, queda poco por decir después de 13,99 euros, de Frederic Beigbeder. Respecto a la primera, habría bastante que abordar. Aquí nos quedaremos, sin embargo, con la censura de la desnudez, del erotismo, de lo que los paladines del reino Silicon han dictaminado que puede considerarse pornográfico. 

No son pocos los ejemplos de castraciones a lo «impúdico» en el transcurso de la historia. Castraciones, si nos ponemos con el termino, es precisamente lo que Pio IX practicó en 1857 con todos los penes de las estatuas del Vaticano. Pasadas por el cincel las grande obras de Miguel Ángel o Bernini, Pio Nono, daría así seguramente carpetazo a su incomodidad, que no me quiero imaginar con rienda suelta en un gimnasio de barrio hoy.  

«¿Cómo pueden considerarse impúdicas de las primeras imágenes que vemos al nacer?»

El caso es que Pio IX compartía una cualidad con los de la Silicon; el poder de hacer cumplir sus designios en el reino. Eso lo sabe bien Javier Jaén, el singular ilustrador del cartel de la última película de Pedro Almodóvar, Madres Paralelas. Según me cuenta, despachando un tono humilde y de gesto ojiplático, teme parecer un poco naif pero, para él, «no hay nada de peligroso en lo erótico, en la desnudez. Y aun así, me sorprende que alguien pueda encontrar erotismo en una imagen como la que hay en el cartel, y quien lo vea así tal vez tenga un problema. ¿Cómo pueden considerarse impúdicas de las primeras imágenes que vemos al nacer?». 

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Cartel de ‘Madres Paralelas’ | Diseño de Javier Jaén | Imagen vía El Deseo.

Sin duda, Javier no escatima en razonamiento lógico al afirmar esto. No obstante, sí tiene en mente que no es, ni de lejos, el primero. «Recuerdo el asunto del pezón de Latoya Jackson en 2004. Recuerdo pensar ‘¡qué absurdo!’, no tiene sentido. Y probablemente así me lo pareció porque venía de una moral que no era la nuestra. De una moral importada. Han pasado 15 años y ahora las redes sociales vuelven a marcar un tablero de juego bajo las mismas reglas de lo correcto y lo incorrecto, de lo moral y lo inmoral». 

Sí, sin duda el soft-power yankee no solo nos ha traído hamburguesas y Marvel, sino los pilares sobre los que se sostiene una nación fundada por puritanos creyentes del Destino Manifiesto. Algo que a las sociedades que superamos, con las cicatrices y rejas de nuestros padres, al todopoderoso aparato de dominación moral religiosa, nos suena tan indigesto como importar el consumo de leche con el filete de carne de la cena. Ahora bien, tampoco estamos para demasiadas palmaditas. En España no faltan altivos espíritus hinchados de pureza para rezar por la salvación de nuestros lujuriosos pecados… y, si no, vayan a ver a los devotos de la catedral de Toledo, que se arrodillaron la noche del 10 de octubre para reparar su templo mancillado con los arrumacos de Nathy Peluso y C. Tangana en lo que, seamos sinceros, tiene la misma perversión que una clasecita de salsa en un locutorio del extrarradio. 

El vídeo de C Tangana y Nathy Peluso en la Catedral de Toledo se cobra su primera víctima
Fotograma del vídeo en cuestión.

Pero el asunto de la Peluso no pasa de una mera anécdota. No así los miles de contenidos censurados en redes que, como afirma Javier, «me trae a la memoria un viaje a Estados Unidos en el que vi en los aeropuertos un fotomatón para que las madres pudiesen amamantar. Y eso me parece una violencia contra las mujeres porque no es un argumento defendible». Pero, ay, Javier, que un argumento no sea defendible no significa que no se imponga y se lleve a cabo. Javier está preparado y afirma: «A lo mejor le estamos dando demasiado poder a una empresa privada que está logrando su monopolio. Una empresa que encima logra despersonalizar cualquiera de sus meteduras de pata justificándolas como errores de un algoritmo. Y pensamos que no hay nadie a quien reclamar, pero sí hay manos detrás de esto. Gente que sabe perfectamente que está promoviendo la adicción a redes sociales y los peligros que conllevan, aunque nunca vayamos a saber quiénes son».  

Javier considera que no es trabajo de la ciudadanía como tal oponerse a estas empresas. Aunque sí admite que «en mi caso, yo ante esto no me autocensuré». Lo que no es poca cosa. Pero, ante la indiscriminada cantidad de gente que sufre a diario la censura, como él mismo reconoce, «lo volví a subir porque aproveché el altavoz que era Almodóvar. Algo que, desafortunadamente, no posee todo el mundo. ¿Qué pasa con todos aquellos que no lo tienen?». La respuesta es sencilla, o dar marcha atrás o someterse al cierre de sus cuentas. También, con suerte, aparecer en un libro como el de los artistas Arvida Byström y Molly Soda, quienes recopilaron hace ya varios años un conjunto de las fotografías censuradas en Instagram que, por desgracia, estoy seguro, no sacó a nadie de pobre.  

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Imagen vía Editorial Prestel.

De lo que no cabe duda es que las redes han modificado los marcadores de nuestra cotidianidad. Han hecho de la transparencia absoluta algo operativo y pornográfico, como diría Byung Chul-Han; haciendo de todos espías y espiados. Jaén no es ajeno a este pensamiento, de hecho, al interrogarlo acerca del origen de lo pornográfico en esta sociedad pos-posmoderna, asegura, «la relación con lo privado va cambiando. Gran Hermano, por ejemplo, es muy pornográfico. No doy por positivo tener secretos, pero creo que las zonas privadas e íntimas son un reclamo imprescindible. Algo que debe contextualizarse. Las redes borran el contexto. Lo digo todo en un mismo canal al que tiene acceso todo el mundo sin distinciones. Además, con una realidad poliédrica, donde solo enseño una cara. La mejor. Y todos creen que es la verdadera. Eso genera mucha presión ante el espectador, que también es emisor a su vez. Somos la sociedad de los sucedáneos y, mal que bien, las redes dan la sensación de pertenecer a algo». 

Javier Jaén ha sido uno de los grandes privilegiados en esta batalla contra la censura. Más allá de sus impresionantes reconocimientos internacionales, Javier ha desvirgado el caprichoso aparato de disculpas de Facebook. Semanas después de descorcharse la polémica, los leprechauns, gnomos y ninfas de la Silicon se rindieron a la evidencia de su error prohibitivo, y volvieron a publicar el cartel escudándose en un «leve error» y dando a entender que el cartel era legítimo por su «contenido artístico con relación a la maternidad». 

Al final, como en las historias de fantasía, las cosas han salido bien. El cartel ha sido un éxito, la película ha sido un éxito y la liga de la censura se ha tenido que meter el rabo entre las piernas. Sin embargo, la guerra no ha hecho más que empezar. Javier se reconoce «optimista con el futuro. Las cosas progresarán», pero hasta que pongamos eficazmente en duda la moral del reino Silicon, ¿cuántos cadáveres creativos asfaltarán el sendero a la victoria? Nadie lo sabe. Solo podemos afirmar que, frente a la censura, no cabe el autosabotaje. 

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