El control de las enfermedades infecciosas y la posibilidad de su completa desaparición es una concepción contemporánea. Se fue gestando desde finales del siglo XIX al conocer mejor sus causas y mecanismos de transmisión y con el desarrollo de medios preventivos como vacunas.
Las campañas masivas de vacunación generaron grandes esperanzas y surgió el concepto de “enfermedades evitables”. El paulatino desarrollo de tratamientos eficaces contra los microbios, como las sulfamidas y los antibióticos, fortaleció la fe en la medicina. La posibilidad de derrotar a las enfermedades infecciosas como principal causa de mortalidad pareció alcanzable. El protagonismo pasaría a las enfermedades crónicas y degenerativas.
En ese contexto surgió la esperanza de la erradicación: la supresión total de una enfermedad a escala mundial. El agente infeccioso solo seguiría existiendo confinado en laboratorios bajo la supervisión de autoridades sanitarias internacionales.
Desde la perspectiva histórica, los intentos de erradicación de las enfermedades han sido, en general, infructuosos (anquilostomiasis, fiebre amarilla, paludismo). Solo la viruela ha sido oficialmente erradicada (1980).
El programa para la erradicación de la viruela se inició en 1966. La elección de esta enfermedad, en un contexto en el que su incidencia ya era descendente, se debió a una serie de circunstancias. El virus solo tiene como reservorio a los humanos. No existen portadores asintomáticos. Tampoco hay casos crónicos.
Las circunstancias políticas también fueron favorables. Los Estados Unidos y la Unión Soviética colaboraron en plena Guerra Fría. La capacidad soviética de producir vacunas a gran escala se unió a los bien trabajados esquemas organizativos de los estadounidenses. Además, la Organización Mundial de la Salud (OMS) se empleó a fondo. Se jugaba su prestigio tras no poder erradicar del paludismo.
El triunfo sobre la viruela ha sido criticado, pues el programa de erradicación reforzó un tipo de acercamiento técnico de tipo vertical y reduccionista. Al centrarse en una sola enfermedad no se prestó atención a otros padecimientos. Tampoco se tuvieron en cuenta los contextos sociales.
En realidad, el éxito de la erradicación de la viruela se consiguió al margen de la estrategia general que propuso la OMS: la atención primaria de salud (Almá-Atá, 1978). Con una orientación transversal y holística, fue considerada como el modo más adecuado de organizar los servicios sanitarios.
Las limitaciones en la estrategia de erradicación de la viruela indicaron la necesidad de algunos cambios. Es preciso aunar campañas masivas de vacunación frente a varias enfermedades. También deben reforzarse sistemas de vigilancia estables que permitan la detección e investigación de casos, así como la actuación inmediata ante nuevos brotes de las enfermedades.
Sobre estas bases, la OMS se planteó nuevos retos. El más importante ha sido la erradicación de la poliomielitis, iniciado bastantes años después de contarse con una vacuna eficaz. La estrategia, puesta en marcha en 1988, ha cosechado éxitos en algunas regiones, como las Américas (1994), el Pacífico Occidental (2000) y Europa (2002).
Una recentísima novedad fundamental en este largo proceso de erradicación ha sido la declaración de la Región de África como zona libre de polio salvaje este 25 de agosto de 2020, una vez cumplidos los requisitos exigidos, en especial por la ausencia de casos de poliomielitis en Nigeria, el último país que reportaba casos, en los últimos tres años.
Sin embargo, no ha logrado su objetivo global dadas las dificultades para desarrollar campañas de vacunación en contextos bélicos que generan problemas de acceso a determinadas zonas. Afganistán y Pakistán siguen sufriendo casos de forma endémica, y la OMS considera que el riesgo de brotes a nivel internacional es todavía alto.
¿Erradicables o reemergentes?
El optimismo en torno a la eliminación de las enfermedades infecciosas fue menguando tras el éxito de la erradicación de la viruela. En la década de los 80 comenzó a hablarse de “enfermedades infecciosas emergentes” (nuevas, como el sida) y “reemergentes” (que aumentan su incidencia, como la tuberculosis y la sífilis). La gran relevancia del paludismo, que mata anualmente a casi 275 000 niños menores de 5 años, es otra muestra de los fracasos de las estrategias de erradicación.
Los esquemas teóricos y epidemiológicos vigentes resultaron insuficientes y han sido precisos nuevos planteamientos. En este marco, resulta de utilidad el concepto de “patocenosis”: las enfermedades, lejos de actuar aisladamente, configuran una realidad de intercambios y de determinación mutua.
Así, la erradicación de una o varias enfermedades supone la ruptura del equilibrio ecológico con otros gérmenes presentes en una determinada población. Este facilita que surjan nuevas enfermedades debidas a patógenos que hasta ese momento tenían escasa importancia.
Otros factores han facilitado el desarrollo de las enfermedades infecciosas. Entre ellos están las resistencias a los antibióticos, los daños irreversibles al medio ambiente, las zoonosis, la mundialización de la salud, las desigualdades socioeconómicas y cuestiones culturales. Las enfermedades causadas por virus que han surgido a inicios del siglo XXI y la COVID-19 son buen testimonio de ello.
Las actuaciones científicas y técnicas aisladas no han resultado eficaces. Solo un abordaje holístico y coordinado puede afrontar problemas de salud que hace 50 años parecían en vías de desaparición. En este contexto se ha hablado del “regreso de las epidemias”. Habrá que poner en marchar unos principios programáticos que superen el abordaje que supusieron las estrategias de erradicación. Aprisionadas por la tecnociencia y la comercialización de la salud, sin atención al contexto, han resultado fallidas.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.